miércoles, 1 de enero de 2014

29/12/2013

Todavía me quedan cosas por escribir y se siguen sumando. Escribo esto en el ómnibus, con el cuerpo derrotado por más de 15km de bicicleta desde las ruinas de Tulum. Es extraño ese acumulamiento (no de ruinas sino de escrituras, pensaba en eso mientras pedaleaba en el centro de la selva). Cuanto se debe postergar la escritura para seguir viviendo. En Buenos Aires eso es real pero desagradable porque se llega a pensar que aquello por lo que se posterga la escritura es lastimoso y bajo: el trabajo, los trámites, los encuentros o los saludos inevitables.
En fin, el viernes (dos días han pasado) salimos con Nacho bien temprano desde su casa. Habíamos acordado hacer dos o tres cosas claves en una sola mañana. Por eso el desayuno fuerte, como vengo teniendo de jugos, clorofila, sésamo y maíz (el mate, claro, inevitable). Así salimos de la casa en la inmensa camioneta, perfectamente relajados y con espacio en el cuerpo (fueron como pequeñas vacaciones para él, uno de los primeros días hábiles en que no trabajaba) con ganas de charlar la ruta, tomar algo de sol involuntario y fundamentalmente bucear.
Iríamos a ver tortugas y después a los cenotes. Ya lo sabía desde la noche anterior por lo que diagrame y dibuje en mi imaginación los espacios por donde transitaría. Nada era igual a como lo había pensado (como me suele suceder últimamente) aun habiendo alimentado de colores, sonidos y movimientos maravillosos mi imaginación.
(Mientras escribo esto Nacho intenta volver a emparchar dos djembes: es lindo ver algo tan atroz y encantador como la piel de un chivo en el centro del living. Es como si alguien, de golpe, se pusiera a discutir a los gritos)
Entonces, buscaba con ansias el buceo: eso de estar horizontal, boca abajo, como se duerme y no ver NADA usual es fantástico.
Entramos y salimos del lugar como sabiendo bien donde pisábamos (el si sabía, yo solo me acoplaba) y fue grandioso. Saludando a los trabajadores turísticos y sorteando las dificultades burocráticas de los extranjeros: los cuerpos cansados, encorvados y de sonrisas insistentemente burlonas de los locales, a espaldas de la torpeza a flote de los cuerpos blancos foráneos.
A espaldas, eso es. Comenzaba a darme cuenta todo lo que esconde (todavía sigue escondiendo, desde hace siglos, en verdad) la basura apócrifa del turismo letal. Si, ya se, es una obviedad pero siempre vuelvo a sentir la necesidad de correr ese telón y la alegría inmensa de escuchar hablar a los tramoyistas.
Debo confesar que, de todas maneras, mi sonrisa estúpida había sido provocada también por haber visto tortugas marinas, rayas (ya quisiera yo moverme como esos bichos), lenguados, peces aguja. Y de algún modo la quietud insoportablemente tolerante de las tortugas (resiliencia le dicen) fue lo que me expulso del agua. Una escena deplorable lo que la provoco: más de 10 torpes extranjeros asediando desde infinitos ángulos a una pobre tortuga que se entretenía comiendo con lentitud en el fondo.
Desde ahí comenzaba a perfilarse el dialogo mudo entre el hombre y la naturaleza, que tomaría casi todo el día.
El segundo lugar fueron los cenotes, algo que realmente comprendí hasta después de haberme ido. Agujeros, eso sí lo sabia; cuevas. Pero todavía no lograba bajo o sobre qué; si submarinas o subterráneas. Son algo más complejo: perforaciones en el suelo selvático de más de 10.000 anos, grandes agujeros provocados por supuestos meteoritos gigantes. EL agua de lluvia, milenio tras milenio, se fue filtrando por la piedra caliza del piso y ha caído formando piletas de agua que, con los minerales que conserva, es completamente turquesa.
Es agua dulce, fría y casi estanca. Y esto es lo importante porque la circulación del agua es muy lenta pero real. Los cenotes se conectan, con dulzura y en lugares aun no descubiertos, con el mar. De ahí su ternura: el silencio del agua lenta, el ocultamiento de sus movimientos suaves, la transparencia de aquello que los habita.
Se supone que estos sitios, en territorio maya aun (y de dueño maya aun, David, el único hombre que no me genero agrado: nos saludo sin decir palabra, sin sonreír ni asentir) eran lugares de culto casi obligado, de hecho en el primer cenote que entramos, lenta y cabizbajamente, había hacia el final con el suelo ya casi rozando nuestras cabezas, un pequeño altar contemporáneo. Llegamos ahí pisando rocas subterráneas y cuando nos dimos vuelta para ver nuestro camino comprendimos a la vez (el que lleva casi 2 anos visitando ese lugar, y yo que entraba por primera vez) desde la oscuridad de la caverna, y con nuestra estatura limitada por un suelo antiguo y un techo que era en verdad un suelo, vimos a la derecha el final de la curvatura interior de la tierra, a la izquierda el espejo de jade del agua, y al fondo dos grandes aberturas que como ojos rompían con la oscuridad que nos envolvía y se llenaban de la luz exterior. Estábamos, sin dudarlo, dentro del rostro de la tierra, muy cerca de sus fauces.
Entonces nos metimos en el agua con los trajes como una sobrepiel (me acorde, como siempre, de los Yamana y su grasa de lobo marino), las aletas y la máscara.
Al caer y mirar hacia abajo sentí que la profundidad se venía encima mío. Más de diez metros de rocas cada vez más oscuras y pesadas. Lo único que me separaba de ellas era el aire de mis pulmones (Un hombre come solo a unas mesas de distancia de la mía, somos los únicos en este bar y eso me gusta. No todo el mundo esta acompañado y cuando más lejos del centro me voy, mas sola esta la gente) Mis pulmones, eso es lo que mas sentía. La profundidad ya no se subía a mis hombros sino que parecía meterse adentro mío, desde los pies, y dejarse respirar.
En aquel momento tuve miedo: sabía que había más espacio debajo de mí que hacia arriba (la roca estaba solo 1metro sobre mi cabeza)
Cuando comenzamos a nadar todo se tranquilizo: nadar ahí era como estar reptando debajo de una mesa.
En un momento nos sumergimos casi 5mts hasta encontrar una cueva que volvería a salir a la superficie. Así comprendí la APNEA. Habíamos hablado de eso con Nacho la noche anterior. El punto central, mas allá de la ejercitación pulmonar, era la conciencia. Era cierto que en este tipo de buceo no se necesitaba nada: tan solo los pulmones y la confianza en las propias capacidades físicas y mentales. De nada sirve desesperarse. Por el contrario, obstaculiza. Desde ese momento el buceo deja de ser una disciplina de observación y comienza a ser un lento descenso interior.
Esa noche, entonces, supe lo que pasaría: me desespere. Me sumergí en busca de la cueva, atravesé las rocas y apenas vi como se iba aclarando el agua moví mis piernas, como si corriera, hacia la luz circular que me esperaba. Al fin respire, llenando de luz mis pulmones, y la inmersión de regreso fue mucho mas cómoda.
Después regresamos al auto, justo en el momento en que casi 30 turistas se zambullían con chalecos, protector solar y miedo. Me reí pensando la posibilidad de que sean tantos los turistas que se quedaran atorados en el hueco sin poder sumergirse. Entonces otra vez el enfrentamiento evitable entre el hombre y la naturaleza.
Ese enfrentamiento seguiría después de irnos de ahí y terminaría de la mejor manera.
Cuando nos encontramos en Buenos Aires hace dos anos Nacho me había contado, vagamente, del amigo suyo que vivía en el monte y tenia, en el fondo de su casa, un jaguar.
Naturalmente, entonces, después de las tortugas, después de ver el interior de la tierra y de enfrentarme al agua con lo menos posible, una parte de la cosmología mesoamericana estaba frente a mí. Me faltaba verle los ojos a su mayor protagonista: BALAM, el jaguar.
Anduvimos con la camioneta surcando unos kilómetros de selva y preguntamos en una casa que casi no se dejaba ver por la maleza. Allí un hombre bajito y con remera azul eléctrica (que encendía la luz del verde a su alrededor) nos dijo que Agustín ya no vivía ahí pero que el jaguar todavía estaba. Pasen, con cuidadito nomas.
Mientras caminamos me contaba, con ciertas dudas, la historia de ese jaguar que nos esperaba detrás de ese caminito de selva: al parecer había sido abandonado por un circo, pero no...
Lentamente empezamos a ver unos fierros altos, muy altos, rotos. Nos detuvimos los dos, mirando los pocos parantes enclenques de esa jaula roja. Dimos dos pasos más hacia el centro de la selva a la espera de las garras pero nos tranquilizamos: aquella no era la jaula sino los pedazos de una vieja construcción destartalada. La jaula, en cambio, apareció de golpe: un hexágono de tosca herrería y penosas dimensiones. Aquella jaula no recreaba la selva, ERA la selva aunque limitada por un hexágono.
Mis ojos, tontamente, buscaron al jaguar entre la vegetación. Mire un tiempo las maderas caídas, los brillos de las hojas grandes, los cuatro tipos de verde, y lo vi. Estaba agazapado, con miedo, detrás de un tronco cerca de la reja. Nos miraba sobre la madera y nos dejaba ver tan solo la parte más afilada y alta de su columna. Las manchas negras eran tan brillantes como sus ojos y parecían pedir a gritos que se moviera. Temblaba ese gato grande.
Nos acercamos mas a la puerta de la jaula y el pelaje seguía sin moverse pero no nos sacaba la vista del cuerpo. Nos agachamos y sentimos un olor putrefacto, moribundo. Lo dijimos, nos miramos y volvimos a ver al animal en silencio. Nos acercamos más, en cuclillas, un poco más sin saber por que realmente, y se movió. UN pequeño movimiento de la cabeza desenvolvió todos sus músculos en una corrida avalanzada hacia nosotros. Choco la reja y nos impulso hacia atrás, asustados.
Después, mientras lo veíamos ir caminando hacia el fondo de la jaula en un paso lento, nuestras palpitaciones nos hicieron sonreír y le redoblaban el paso a esa fiera.
Asombrosamente después del sobresalto, y cuando el jaguar casi había desaparecido, vino a nuestro encuentro un hombre también de remera azul, pequeño de bigotes y piel tostada. De su cuello colgaba una soguita hasta el centro del pecho donde sobresalía una pequeña cabeza de jaguar de cerámica.
Nos saludo, se presento y nos preguntó si estaba todo bien: le dijimos lo que había pasado y no dijo nada, solo asintió.
Yo le había contado a Nacho algo sobre el nahualismo, sobre el significado del jaguar y su uso mágico, y Álvaro no hizo más que confirmarlo. Entonces fue cuando le pregunte que hacia ese jaguar ahí: La encontramos acá hace cuatro años. Habían matado a la madre, y desde ese momento esta acá, encerrada. Pues es muy agresiva. Además esta así ahorita porque está en celo, y el macho anda dando vueltas por aquí. Me estremecí: había un jaguar suelto dando vueltas. A Álvaro no le preocupaba: Nosotros lo queremos mucho al jaguar. Y este lugar está lleno de magia, magia blanca eh. Por eso a la selva no hay que despreciarla y siempre hay que pedirle permiso para entrar, con una ofrenda o algo de comida o lo que tengas, lo que sea. (En ese momento levanto las dos palmas hacia arriba) Sino no te deja salir. Y yo he visto a los duendes, son así (se agacho y puso su mano cerca de las rodillas) todos vestidos con hojas y llevan también collares de piedras preciosas. Están por toda la selva los aluches. Una piedra, un árbol, los animales, son todos duendes. Este jaguar es un duende.

Me sorprendí, eso era nuevo para mí. Lo saludamos agradecido y mientras volvíamos por el caminito marcado pensé dos cosas: está mal que genuino e ingenuo sean anagramas, Álvaro era lo primero pero nunca lo segundo; después pensé lo otro, en cuanto llegamos a la camioneta me di cuenta y lo dije en voz alta: El nahualismo ya no existe. El animal, ahora, trasmuta en duende y viceversa. El hombre fue completamente apartado de esa magia, de esa ecuación.


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