miércoles, 29 de febrero de 2012

Querido y remoto muchacho...

Hace unos años atrás leí una novela excelente. Un escritor argentino, ganador de un prestigioso premio editorial, publicaba por fin lo que le había llevado tanto tiempo escribir: la historia de un escultor misterioso que vivía en una casa derruida de una isla del Tigre acosado por los años de la dictadura militar. Hoy, dieciséis años han pasado de aquella publicación, y ese hombre ya no publica ni escribe. No ha publicado ni escrito nada desde aquel momento. Es dueño de una ferretería en alguna localidad de la provincia de Buenos Aires. “Es que escribir… es muy difícil”, fue su explicación. ¿Qué hay detrás de esta confesión? Sin dudas una sinceridad devastadora, y una enorme verdad: escribir es difícil. Pero por qué, es la pregunta.
Generalmente a los seis o siete años aprendemos a escribir: nuestros nombres, los roles familiares, verbos sencillos pero extraordinarios. Lentamente las palabras se van adueñando de nuestros dibujos, van acaparando espacios cada vez más grandes en las hojas, llenas de colores y de líneas. Así, comenzamos a agregar frases o aclaraciones escritas en los dibujos que hacemos: “papá”, “mamá”, “yo”, “te quiero”. Finalmente, pocos años luego, lejos aún de haber abandonado la niñez, la escritura emerge con su mayor fuerza, al mismo tiempo en que el dibujo espontáneo desaparece casi por completo. Basta desempolvar dibujos de nuestra infancia para que nazcan dos preguntas inevitablemente sucesivas e increíblemente desconcertantes: ¿por qué dejamos de dibujar?, ¿por qué comenzamos a escribir?
La escritura es una imposición, así como también lo es la perspectiva: una mesa dibujada desde arriba con sus cuatro patas rebatidas, o un nombre escrito con alguna de sus letras vueltas al revés, seguramente provocará la sonrisa tierna de muchos padres primerizos. Sonríen ante lo exótico que resulta la niñez para las reglas sociales de la vida adulta. Adultos para quien el dibujo ya ha dejado de ser un modo de comunicación, y que no discuten que la escritura y la lectura ya no sean meras alternativas sino obligaciones excluyentes.
Sin embargo aún seguimos escribiendo, mientras que la perspectiva y la representación figurativa llevan al menos un siglo de involuntaria y escurridiza desaparición. Quizás quienes más se han acercado a la eliminación de todo lo que se nos impone al dibujar y al escribir son los Surrealistas. Pero incluso aquel era un movimiento principalmente literario. Por eso fueron ellos, y los dadaístas, quienes mejor comprendieron la necesidad de eliminar el lenguaje para exterminar alguno de los males de nuestra civilización. Nuestra escritura, la alfabética, es la invención humana más abstracta de todas. Cada palabra le da a los objetos que nombra una cualidad general e indeterminada que nunca tendrá.
Por ello la escritura es una actividad casi tan antinatural como el trabajo, aunque resulte paradójico; porque exige la manifestación exterior de procesos que solamente suceden en nuestra mente. Ya no se trata de símbolos que dibujan o resumen lo que buscamos comunicar, como con los jeroglifos o los ideogramas. Escribir es intentar emular, espejar, el modo en el que velozmente se suceden nuestros pensamientos, nuestra voz (de tal modo quiere la escritura parecerse a la voz que cuando un escritor ha creado su mejor obra se dice que “ha encontrado su propia voz”). Escribir, si hablamos de literatura, es querer imitar lo más fielmente posible todo lo que sucede en un encuentro maravilloso, con las palabras que hemos dicho, los gestos que hemos visto, las frases que hemos callado. John Berger ha dicho que escribir es como amueblar una casa: en ambos casos hay que crear (con las palabras, con los muebles) un espacio transitable y amable donde sentirse cómodo. Sin embargo no es algo tan sencillo: para manejar las palabras como los muebles en nuestra propia casa antes debemos haber convivido con las palabras de un modo íntimo y confidencial. Deberíamos habernos acostumbrado, como con los muebles, a su peso, al sonido que hace cada una de ellas, a la textura que tienen cuando están en nuestras manos. Escribir es, sí, trasladar un gran peso, como Sísifo; es atravesar un camino forzoso y agotador para alcanzar la naturalidad y el placer, cuando se alcanzan. Siempre, claro, cada vez que llegamos a conocer la intimidad de los materiales con que trabajamos, la vida diaria de las palabras o de las imágenes, también aprendemos, en ese preciso instante, a respetarlos: como sucede con los amigos, con los familiares, así sucede con las palabras. O quizás sea al revés: escribir o pintar, siempre incansablemente, nos da la posibilidad de que las palabras y los colores nos conozcan y nos admiren, nos revelen su existencia. Esa colaboración que existe entre el artista y el tema sobre el que trabaja es lo que nos impide correr la mirada de algunos autorretratos, por ejemplo, o lo que nos da la posibilidad de amar u odiar al personaje de una novela. Está allí, detrás, la colaboración fraternal entre el artista y lo que ama. Sin embargo aquella colaboración no es total, porque la obra de arte nace en el momento inmediatamente previo a aquella comunión del hombre con el lenguaje, y la detiene. Para Francis Bacon, lo que aparece en la tela es el resultado de la interacción entre los “accidentes” en el trabajo y la voluntad del artista. De allí la insatisfacción eterna de los artistas con su propia obra. Si hay uno, tan solo uno satisfecho, es que su pobreza es más grande que su talento. Sin dudas todo camino artístico, y toda actividad cotidiana en un mayor sentido, son travesías incansables por empujar grandes elefantes de concreto a los que buscamos dar vida y adorar: Pigmalión o Narciso, pero también El Che o los familiares de desaparecidos.
Pero escribir no es igual de complejo y antinatural que el trabajo más alienante. Y es allí cuando la escritura se hermana con las otras artes: las actividades artísticas son las únicas actividades en la existencia humana que no pueden llevarse adelante sin responder una pregunta terrible y constantemente amenazadora, aquella que Rilke ha aconsejado al joven y dubitativo poeta que le transmitía sus dudas: “(…) pregúntese en la hora más serena de su noche: '¿debo escribir?'. Ahonde en sí mismo hacia una profunda respuesta; y si resulta afirmativa, si puede afrontar tan seria pregunta con un fuerte y sencillo 'debo', construya entonces su vida según esta necesidad (…)”
Es quizás esa inquietante pregunta la que hace al arte distinguirse del resto de las acciones humanas, la que nos permite pensar, cada vez que admiramos una obra artística, que todos los hombres debieran construir su vida bajo la misma pregunta. Otro sería el mundo, y quizás el arte tampoco tendría la obligación de existir.
Pero la escritura, sea un ejercicio literario o una nota sentimental a una novia enojada, a diferencia del resto de las artes, convivirá siempre con una amarga verdad: nunca alcanzarán las palabras para expresar todo lo que sentimos. Sin embargo esa misma verdad es, a su vez, la condición de existencia de la literatura. Porque la literatura habita los intersticios que se crean entre las palabras, marca aquellos instantes de indecisión en que la vida no se le ha entregado a nadie, juega con las delgadas franjas en penumbra de los objetos; ni ilumina ni oscurece, confunde. Si las palabras son como muebles que debemos acomodar para lograr transitar amablemente un ambiente, más aún, la literatura es siempre consciente de que caminar por aquel lugar solo está permitido por los espacios vacíos, por los lugares que los muebles han dejado sin ocupar. Tan solo recordemos lo que sentimos en el instante preciso en que terminamos de leer un cuento, una novela o una poesía: cerramos el libro con una suavidad provocada más por la confusión que por la indiferencia, callamos y nos movemos más lentamente, resulta complejo explicar lo que hemos leído, y aún si lo hiciéramos volveríamos a comprobar que no hay palabras suficientes. Nunca las hay. Es allí cuando sonreímos. Y es allí también cuando podemos comenzar a comprender la relación que la escritura tiene con la memoria.
Hoy, aún en un siglo donde los contenidos audiovisuales son preponderantes, cuando una persona está convencida de que su vida es digna de ser narrada, siempre cree que debe ser plasmada en un libro. Esto es, sin dudas, una clara demostración de la fuerte relación que ha establecido el lenguaje escrito con la memoria: se piensa en él como el medio más adecuado para mantener viva la experiencia mientras se la relata del modo más extenso. La literatura es concebida, así, como el único arte capaz de contar una vida en su totalidad y hacerla eterna en el mismo instante.
La escritura, para Platón, era un modo de eliminar la memoria; la escritura era una herramienta que trasladaba todo lo que debía permanecer en la memoria a un papel (o una piedra, o un cuero, etc). Quizás por ello eligió escribir sus obras del modo menos literario posible, como diálogos. Sin embargo, lo que Platón le adjudica a la escritura es erróneo. La escritura, por el contrario, cuando se centra en la narración o descripción de algunos hechos o sentimientos pasados no hace más que potenciar la memoria, afinarla, y ordenar aquello que se encuentra escondido tras el tiempo más cotidiano y superficial. La memoria es un cuarto oscuro, desconocido, donde la luz nos sorprende. La memoria es, en definitiva, como la oscuridad: angustiante, pero necesaria.
Al escribir iluminamos voluntaria pero tenuemente algunas zonas de la memoria y apagamos la luz nuevamente, para recordar ahora con los ojos el aspecto de aquel cuarto nuevamente oscuro. Hay veces en que aquella luz es muy débil, otras en que no tenemos aún las fuerzas para sostener aquella lámpara, pero también hay momentos en que la insistencia de la luz nos ciega y hace daño.
Los recuerdos no existen si no son enunciados, y por ello escribir es hacer la memoria, construirla, pero nunca debilitarla. De allí la relación tan estrecha, al punto de ser simbiótica, entre la ficción y la memoria. Pensemos lo que sucede cuando queremos recordar la escena de una novela que hemos leído: ¿acaso esa escena, al momento de recordarla, no está hecha del mismo material que los recuerdos? ¿no estamos, en ese instante, intentando también recuperar palabras, emociones, imágenes y olores, aunque ficticios? En el resto de las artes, siempre es uno de los sentidos el que predomina cuando recordamos una obra. En la escritura, como en la lectura y en la memoria, son todos los sentidos los que se ponen en juego en un mismo instante. Por más que parezca lo contrario, los recuerdos no están hechos de pequeños retazos de olores o imágenes o sonidos específicos: ellos son los que nos conducen al recuerdo verdadero, siempre vago y confuso, como si nuestra mente, en el tiempo que lleva guardando aquel recuerdo, hubiera decidido emparejarlo y pulirlo, como a un verso. Por eso escribir no es solo lograr consolidar un vínculo fuerte y directo con la memoria, sino también saber codificar y ordenar toda aquella vida real que surge en un lenguaje que se nutre justamente de herramientas ficticias y cambiantes como las palabras. Escribir, donde sea, siempre será difícil: “en un barco como Melville, en una selva como Heminghway, en un pueblito como Faulkner”.