miércoles, 29 de enero de 2014

25/01/2014

Hace dos días volví a Buenos Aires. Cansado, tratando (logrando) ver la ciudad, en las primeras ventanillas, como un turista. Hoy se, a poco tiempo, que este mes que paso fueron como anos: los mejores, los peores.
Y hay algo que traigo, descriptible, pero incomunicable. Lo he contado pero no alcanza. Hay que acomodarlo a este terreno, o cambiarlo y mirar hacia otros soles. Porque es indispensable mantener limpios los surcos que se abrieron en este nuevo campo. Como hacer?
No hay que forzarlo sino acariciarlo, serle tierno y recordarlo como lo que es: una hermosa postura, un aliento que me recorre, dos ojos semiabiertos, una cruz blanca que se expande. Y de repente, escribir vuelve a tener sentido.

20/01/2014

- Estoy sentado en el Templo de Quetzatcoatl y yo tengo mas sol que la pirámide. Acá cerca, casi debajo mio, a dos escalones de distancia, una hermosa chica no mira la escalinata ni los mascarones sino que calca, en una hoja casi transparente, dos palabras de una revista: "la mina".
Del otro lado, detrás de la pirámide, aunque solo guiado por el sonido, se escuchan arrítmicas y azarosas explosiones que parecen volver a explotar mas livianamente en los otros tres puntos del sitio. Lo primero que recordé fue el destino hipotético de esta ciudad: la invasión y la destrucción.

- Es esto, esforzarse y meditar, no descansar. Subir los escalones y desde ahí cerrar los ojos, abrirlos y sonreirle a la gente. Saber que la vida es, siempre, el silencio en los oídos entre dos fuertes golpes de viento. Y yo acá arriba, dispuesto a morir.

- Acá sentado, al centro de la calzada. Y reaparece la ceremonia. El fuego, el abuelo es el camino central; el sol a un costado. A mi izquierda la salida, la superficie, el oeste. A la derecha el ocaso, Aurora, Nacho. Detrás, en el puente, la nada. Hay que mirar el fuego y no sacarle la vista.

- Ahora las montanas se convirtieron en pirámides, cuadriculadas, trazadas por las calles y construcciones que las escalonan.

19/01/2014

Ayer, por sueno, no termine de escribir. Ayer conocí mejor a Eduardo, y sus charlas, sus chistes y su historia pudieron sacarme todo lo pesado que traía en la cabeza. Tengo una extraña capacidad para escuchar, extraña y quizás dañina, alimentada a veces por la curiosidad, otras por el respeto. En ese tiempo nadie sabe lo que yo puedo decir, lo que yo puedo contar, pensar, sentir, gritar. A veces siento que tengo una personalidad tan estúpidamente amplia y vasta (sin que esto sea necesariamente bueno) que me lleva un tiempo mas largo que al común de la gente desplegarla. En el poco tiempo que puedo me dibujan como controlado. Si abriera todo, quizás se espantarían.
Eduardo nació en Buenos Aires y desde los 18 se fue, con su familia, a vivir a un kibutz. "Me lo creí", me dijo. Rápidamente, de tanto atravesar pueblos árabes y sus contradicciones, empezó a preguntarse por el origen de esas diferencias y con naturalidad empezó a militar en una agrupación antisionista donde confluían  troskistas, anarcosindicalistas y hasta Panteras Negras. Así pasaron siete anos de manifestaciones y aprendizajes. Después un amigo de el, boliviano, alemán y comunista le ofreció irse a Berlin. Ahí estudio en el Centro de Estudios Latinoamericanos y consiguió una beca, después de 4 anos, para volver a Argentina. Fue en 1973 y dos anos después se exilio en México definitivamente.
Hoy, mientras lo veía desayunar con su pareja y la hija de ella, sentí que Eduardo es mi Janos Lavin.

martes, 28 de enero de 2014

16/01/2014

Recién subo a este cuarto, con mi te, por la escalera caracol de la casa de Eduardo. Ese te, prontamente frío, y un libro interesante esperan que termine de escribir esto.
Después de la tensa borrachera de anoche, demasiado citadina y europeizante, exageradamente pasiva (vinos, quesos, jamones, música en vinilo, etc) me fui casi sin dejar rastros del estudio de Daniel y el Guty hoy por la mañana. Agarre mi toalla, regrese el colchón al diván, guarde las sabanas en la bolsa y me fume un cigarrillo en la ventana. Cargue la valija por el centro, "arrastrando mis pertenencias" (esa valija fatídica en el camino al aeropuerto de Cancun) y llegue al barrio popular, mexicano y necesario de Pedregal.
Olores distintos, cruces distintos, personas al sol y trabajando (no simplemente moviéndose) que me ayudaron, aun sin quererlo, a encontrar la calle, la puerta, la chica morena que me dejo pasar y grito: "Eduardo, nos ha caído alguien". Eduardo estaba en piyama, sucio y despeinado, gordo y rector del perro gigante que intento meter su hocico bajo mi mano.

Por mas que lo intento no puedo dejar de pensar en ella y en todo lo que causo. No es amor, es algo aun sin nombre. La venia evocando, resistiéndome a su tono y su antifaz, pero la pareja de Eduardo llego a la noche (después de un día de charlas políticas) y nos hablo, sin saberlo, sobre las energías. Me sentí cómodo, otra vez, solo con ella (s) e intente contarle lo que experimente en Playa. Y ahí volvió la aurora para quemar de sol todas mis sonrisas.

13/01/2014

Sentado en la puerta de un teatro encontrado casi accidentalmente, y aun meditando sobre lo sucedido en la ceremonia, veo desde acá el monumento a la revolución y el campamento que le han obligado a esconder a los maestros. Cuando lo atravesé no encontré a nadie para hablar y preguntar, alguien que contradijera la versión que me dieron los policías apenas reconocí el campamento.
Fue, como preveia, una visión infiel a cualquier predicamento político pero regio con las necesidades económicas ("Las plazas de los maestros son heredadas, por eso no quieren la reforma" "Aquí el problema es que suben mucho los precios y los salarios se quedan ahí tantito")
Pero ese policía cito a Venezuela, la suba del 10% del salario mínimo y no se si antes o después me dijo algo irreversible: "Claro que cuando el pueblo se alza pues... no hay nada que hacer"

miércoles, 15 de enero de 2014

12/01/2014


Hoy me desperté en el DFdespués de más de un día sin dormir. La despedida de Playa del Carmen fue atroz y experiencial: participé de una ceremonia de peyote.
No se si puedo todavía escribir sobre esa noche. El fuego, los cuerpos y la selva todavía está muy cerca como para ponerlo en palabras y no alucinar del llanto mientras escribo.
Es cierto que hay algunas palabras que me ayudan a recordarlo pero ese es el punto. Ahora quiero no regresar más a aquel momento, a aquel lugar, a aquellas sensaciones. Todo eso, ahora es lo mismo: una barra fría de metal de invierno detrás de mi nariz.
Así escrito parece pequeño y sobreexagerado por un romanticismo artaudiano sospechoso pero lo voy a hacer claro: después de lo de ayer, TODO lo que escribí en Playa parece no tener sentido ya, ni siquiera esto...

miércoles, 8 de enero de 2014

08/01/2014


Hoy ya dimos por perdido al sol. Un día extenso, casi licuado. Tuve ganas de ver una película, alguna historia vibrante delante de mí. El centro cultural va a estar cerrado por varias semanas y me voy a perder la oportunidad de visitarlo. Todo se cortaba abruptamente. Necesitaba eso, una historia completa.
Verla haciendo movimientos sobre la alfombra fue ver, en su espalda, solo en su espalda (oh casualidad) un arco narrativo perfecto. Algo se destensaba, se alargaba y se relajaba hasta acomodarse sobre el piso. Los nudos se desarmaban, se dejaba ver clara la trama de la espalda con los músculos en tensión ya relajados. Ahora, al final, al verla con los brazos extendidos, siento la extraña calma que surge después de haber sido como abofeteado por una buena película o un buen libro. El silencio.

Serán todas las mujeres, sus cuerpos, dueños de una narración que tenemos que saber leer y en la que muy escuetamente podremos participar? (Rodin en sus acuarelas ya lo resolvió, a pesar de su mala actitud con las mujeres, y a eso me recuerda. No a las mujeres perversamente tensas de Schiele) Se debe, se puede, intervenir en verdad? No es acaso algo que solo hay que contemplar para entender?

martes, 7 de enero de 2014

06/01/2014 (Mexico Profundo - Primera parte)


Aún cuando uno se mueva y viaje, la escritura es quietud: no solamente por este efecto que produce, deteniendo dinámicamente los sucesos, sino fundamentalmente porque exige literalmente detenerse.

Esto nada tiene que ver con el mero pensamiento (y su supuesta lucha contra el cuerpo) sino con la necesidad física de estabilidad que reclama la escritura.
Uno puede escribir parado alguna frase oportuna, o en una bobina de papel (como quería Arlt) pero para narrar el movimiento es necesario estarse quieto.
Por eso me alegra que recién hoy pueda detenerme a escribir, tratar de ordenar y darle palabras a estos días que, como fueron en su naturaleza, no las tienen.
Fue abrupta la salida de Playa del Carmen y no puedo negar tampoco que tomé para mi nuevamente esa sensación hermosa de despojo que implica irse casi sin haberlo pensado (tengo notas en esta liberta de las rutas que, en un principio, tomaríamos pero eso no cambia nada). Perfectamente sincronizados armamos un cajón con víveres, una mochila escueta y almohadones para dormir en la camioneta.
(Aurora caminaba a nuestro alrededor o nos miraba quizás deseando acompañarnos pero nunca se nos hubiera ocurrido)
El objetivo era conciso pero no tan claro, como supone un viaje por rutas desconocidas: dos ruinas mayas, Ek-Balam (Jaguar negro, en idioma maya) y Chichen Itzá. Después, yo suponía, regresaríamos. Obviamente, por la hora que era antes de salir, anochecería y debíamos dormir para poder ver los sitios al día siguiente.
Salimos con lluvia de la casa, las cosas detrás de la camioneta bien ordenadas y las cabezas al frente y alzadas por la altura de la camioneta. Un auto, su interior, en el momento inmediatamente luego de cerrar las puertas puede abrigar una amistad mejor que cualquier frecuencia o distancia oceánica.
Eso es lo que más extraño del auto cuando me muevo en moto: ese silencio sonreído no se puede apreciar cuando se está uno detrás del otro sobre una moto, y es el mejor comienzo de un buen viaje. 

(Frente a mí hay una pareja mayor de franceses que me recuerdan a mis abuelos: despliegan asquerosamente su colonialismo sobre quien sea y donde sea, desprecian y ordenan con el mismo gesto. Él calla, otorga, cada tanto sonríe con crueldad el rostro amable del hombre bajito que recoge sus platos: ella habla, determina)

Apenas tomamos la autopista la lluvia comenzó a crecer y la oscuridad la acompañaba kilometro a kilometro. El sector del parabrisas que tenía enfrente mío estaba completamente empapado, cubierto de gotas que no se aferraban ni eran descubiertas con violencia. Así, la ruta negra y escasamente coloreada por puntos de luces estalladas era espantosa. Me asentaba más en la butaca para confiar más en las conflictivas ruedas de la camioneta y le hablaba a Nacho, al volante, para que despegara sus dos ojos del vidrio y no se ría de los nervios.
Detrás de cada curva la oscuridad parecía acumularse y la lluvia daba la sensación de expulsarse desde las plantas seductoramente abundantes del costado de la ruta.
Doblamos, perdiendo la oscura ruta principal, a la altura de Tulum, y la cosa no cambiaba. Los ojos festejaban cada vez que los pueblitos aparecían desde los costados porque eran la evidencia de que la luz y el movimiento anti-mecánico todavía existían.
Hasta que esa existencia se hizo cruel y despótica en la cara de un policía y su ametralladora. Un reflector gigante iluminaba a sus compañeros y parecía reírse de las bombillas humildes de los pueblitos. Era, otra vez, una demostración (casi filosófica) del poder que creían detentar.
Un interrogatorio duramente familiar y unas mentiras graciosas nos dejaron seguir camino. "Representante de ventas", dije en voz alta, y nos reímos de esa exageración.
Pero la claridad que le habíamos robado a aquel foco duró poco. La selva le ganaba y se dejaba aplastar, a su vez, por el bloque brutal de cielo negro.
No hicimos más de 50km antes de encontrar el desvío a Ek-Balam pero es que las distancias entre los puntos que buscábamos eran pocas (así terminamos haciendo casi 1000km) y además esa noche ayudaba a hacer más largo el transcurrir.
Las encrucijadas de caminos eran como lentos y múltiples fluidos del vino más oscuro desparramado: de repente se perdía la forma de la ruta y no se veía donde ni como se recuperaban las ansiadas líneas paralelas.
Pero doblamos, nos salimos de la ruta interprovincial que llegaba hasta Tizimin para tomar una ruta menor, muy menor. Ahí ya no había luces y nosotros mismos nos iluminábamos el camino: a eso le llaman seguridad (y también confianza)
Apenas unos kilómetros mas entonces, siempre eran algunos kilómetros más, pequeños tramos, y llegamos a Ek-Balam: "Z.A. Ek-Balam" anunciaba la tranquera cerrada. Era lógico, no podíamos esperar ingresar a las ocho de la noche. Pero la idea era otra, dormir en la puerta (la puerta de la selva a esa hora), despertar a la madrugada, ingresar, subir a la pirámide y ver desde ahí el amanecer. Con la camioneta detenida, con el cuerpo sin inercia ya, las luces se perdían después de una pared oscura de plantas. Meditamos otra vez la conveniencia de dormir ahí.
Entonces le pedí a Nacho que apagara las luces del auto y así el silencio aumentó y el cielo comenzó a cubrirse de manchas y los ruidos del viento se hicieron más notorios. En ese punto, plenamente conscientes de la oscuridad que nos rodeaba me di cuenta: Ek-Balam no era ese lugar, Ek-Balam era esa noche, el jaguar negro estaba ahí y nos había tragado lentamente. Lo dijimos, pero creo que ambos lo sabíamos con el cuerpo cansado, era el único modo de explicarlo.
Volvimos camino, entonces, hacia la ruta que va a Tizimin buscando algún pueblo donde poder estacionar, comer, dormir. Calotmul fue el elegido, mas por ser la primera plaza central que atravesábamos con dos grupitos de hombres y mujeres riéndole a la calle mojada: más por eso que por su nombre chistoso.
Nos detuvimos en la esquina de un almacén (abarrotes le dicen acá) y caminamos hacia adentro del pueblo hasta donde la calle terminara o donde hubiera menos luz para dormir. Encontramos el lugar delante de un camión como de mudanzas, y bien pegado a una pared de piedras negras (que preanunciaría a las ruinas de Ek-Balam, ahora me doy cuenta).
Después de comer en la parte trasera de la camioneta unos tacos de varias verduras crudas y mucho picante, nos lavamos los dientes parados en el medio de esa calle desconocida y transformamos el vehículo en dos pequeñas camas.
No pudimos dormir rápidamente (los lugares estrechos ayudan a emocionarse, como cuando uno es chico), y hablamos largas horas con las palmas en la nuca, recostados, mirando el techo gris y mojado, goteante, de la camioneta: esta vez hablamos de nuestra adolescencia compartida sin ningún problema, sin creer que era algo cercano, sin miedo a sabernos más adultos, sin precaución de volvernos tiernamente nostálgicos. La irreverencia de crear, la educación, la necesidad de equivocarse, los espejos y su imagen extraña (no son la misma imagen que reflejan).

Al lado de esa reconstrucción las ruinas de Ek-Balam al día siguiente, lluvioso y brillante, no fueron nada extravagantes. Yo miraba las piedras talladas mientras Nacho miraba los arboles pero eso sí, cuando era cuestión de descifrar un friso lleno de glifos y figuras del pasado coincidíamos y nos complementábamos.

lunes, 6 de enero de 2014

5/01/2014


- Escribo, por fin, sobre una carretera amplia y sólida. Mi lapicera ya casi no hace dibujos involuntarios sobre el papel, como sí hubiera hecho si esto lo hubiera escrito ayer o antes de ayer cuando la tensión de los brazos y los ojos o la tierra debajo del auto no lo hubiera permitido.
Hoy es fácil decirlo, mientras vamos hacia la costa del golfo, y por su lejanía puede sonar ridículo pero hemos estado internados entre dos espesas selvas, la del cielo y la de la tierra (ambas reales) hasta ahora. Tierra y cielo yucatecos, habitantes mayas. Las visiones, los dialogos, las situaciones, casi inenarrables...


Tengo que ponerme a manejar.

jueves, 2 de enero de 2014

2/01/2014

- Mi mayor problema es querer detener el tiempo.

- Ayer por la noche, mientras intentaba dormir (y mientras pensaba en la frase de acá arriba) ella se acerco, yo de espaldas la sentí, dos ruidos: el de mi lapicera que pateaba sobre la alfombra y el tintineo cadencioso de la piedra que le cuelga del cuello. Se acercó, sí. Y yo me quedé ahí.
Puso suavemente una mano sobre mi cabeza y me acarició con la misma intensidad y tibieza de mi cuerpo debajo de las sabanas. Dos, tres, cuatro y así... me di vuelta pero me pidió, por favor, que no, que no me despertara. Le agarre la mano, la puse sobre mi cara y se la besé. Entonces marcó con sus dedos los límites de mi gesto y se fue.
Aún con los ojos cerrados, respiré, respiré, y me subieron ganas de llorar.

1/01/2014

-  Ayer conocí la aurora en plena noche, antes de que amaneciera. La tuve entre mis manos y me dejo ser parte de ella. En plena noche la traje hasta acá, flotando entre las dos partes: lo más cerca del cielo que pude, lo más cerca de la tierra que quiso.
La aurora se contorsiono para entremezclarse con mi cuerpo y me pregunto: De dónde has venido?
No pude decirle nada (coherente), y deje de escribir.

(Esto no deberia ser un poema? 21hs)

31/12/2013


- Hoy es 31 y yo debería estar en Chiapas. Las cosas no se dieron para que sea así pero de todas formas sigue siendo frustrante. Era lo que le iba a dar a este viaje el perfil que le faltaba, la presencia casi inocente en ese aniversario tan fuerte.

- Faltan pocos minutos para el fin de ano. La Mujer que Parece un Hombre tira monedas para leer el I Ching de Nacho (cuando vuelva tengo que hacer el de los evangelios).
Ya han pasado mis masajes de pies, y el Tigre Bebé está dormido y saciado. La Mujer Niña está contenta y la Mujer Glifo está aburrida y pide Rolling Stones.

Aurora tiene ganas de subir a la terraza.



30/12/2013





Tulum, ayer, no fue gran cosa. La cantidad de gente no fue lo que estorbo porque eran esencialmente mexicanos de domingo.
Los sitios del NOA no tienen nada que envidiarle a Tulum: ahí está el verdadero sentimiento de pertenencia (algo hemos heredado de esos sitios, nuestros).Quise guiarme por los carteles indicadores y explicativos pero no pude. Son pésimos los textos (El maya y la naturaleza, El maya y la subsistencia, El maya y su religión) y la curaduría (??).
Después anduve más de 15km en bicicleta buscando alguna playa desolada: salí desde las ruinas en dirección a la reserva natural de Sien kan. Mi cuerpo obedecía, mi mente estaba en mis dedos, aferrada al manubrio. Para encontrar algo de naturaleza y soledad tuve que atravesar el caudal de gente cool y hoteles de relax lujoso (Hostel OM, feels you like hOMe). Es maravilloso: siempre es necesario a travesar las manifestaciones más densas del capital para llegar a lo que se prefiere.
Fue un día de no pensar en escribir, las manos estaban ocupadas sosteniendo el manubrio fuertemente y recorriendo los kilómetros de selva. Esa selva que cada vez se apoderaba mas y mas de la carretera hasta eliminar el pavimento y generarle gran huecos, como si buscara impedir el paso (los dueños privados de algunos lotes han puesto un reja plástica verde para marcar su propiedad y tratar, inútilmente, de engañar a la selva).
Lo que más recuerdo fue lo más sorprendente. Ya cansado, cansadísimo a la vuelta y sin comer, necesite una cerveza. Me metí en la playa de donde más gente se estaba yendo y pedí una botella en una de sus bares.
Era tarde así que estaban levantando todo. Un chico, obviamente hijo de los dueños del lugar, jugaba con un muñeco y hacia ruidos con la boca, mientras sus padres levantaban las mesas. Jugaba sobre la barra hasta que entonces el padre le dijo que subiera las banquetas a la barra para guardarlas (esas banquetas eran tan altas como él).
Intento con la primera con dificultad, el padre lo miro y lo corrigio: la segunda fue mejor aunque todavía torpe y con cierto esfuerzo. Después de eso pudo levantar velozmente las 4 que quedaban y volvió a jugar con el muñeco que había abandonado a un costado por un tiempo.
Ese chico había aprendido con el cuerpo, ayudo a sus padres y siguió jugando. Creo que así se debe criar a un hijo.

miércoles, 1 de enero de 2014

29/12/2013

Todavía me quedan cosas por escribir y se siguen sumando. Escribo esto en el ómnibus, con el cuerpo derrotado por más de 15km de bicicleta desde las ruinas de Tulum. Es extraño ese acumulamiento (no de ruinas sino de escrituras, pensaba en eso mientras pedaleaba en el centro de la selva). Cuanto se debe postergar la escritura para seguir viviendo. En Buenos Aires eso es real pero desagradable porque se llega a pensar que aquello por lo que se posterga la escritura es lastimoso y bajo: el trabajo, los trámites, los encuentros o los saludos inevitables.
En fin, el viernes (dos días han pasado) salimos con Nacho bien temprano desde su casa. Habíamos acordado hacer dos o tres cosas claves en una sola mañana. Por eso el desayuno fuerte, como vengo teniendo de jugos, clorofila, sésamo y maíz (el mate, claro, inevitable). Así salimos de la casa en la inmensa camioneta, perfectamente relajados y con espacio en el cuerpo (fueron como pequeñas vacaciones para él, uno de los primeros días hábiles en que no trabajaba) con ganas de charlar la ruta, tomar algo de sol involuntario y fundamentalmente bucear.
Iríamos a ver tortugas y después a los cenotes. Ya lo sabía desde la noche anterior por lo que diagrame y dibuje en mi imaginación los espacios por donde transitaría. Nada era igual a como lo había pensado (como me suele suceder últimamente) aun habiendo alimentado de colores, sonidos y movimientos maravillosos mi imaginación.
(Mientras escribo esto Nacho intenta volver a emparchar dos djembes: es lindo ver algo tan atroz y encantador como la piel de un chivo en el centro del living. Es como si alguien, de golpe, se pusiera a discutir a los gritos)
Entonces, buscaba con ansias el buceo: eso de estar horizontal, boca abajo, como se duerme y no ver NADA usual es fantástico.
Entramos y salimos del lugar como sabiendo bien donde pisábamos (el si sabía, yo solo me acoplaba) y fue grandioso. Saludando a los trabajadores turísticos y sorteando las dificultades burocráticas de los extranjeros: los cuerpos cansados, encorvados y de sonrisas insistentemente burlonas de los locales, a espaldas de la torpeza a flote de los cuerpos blancos foráneos.
A espaldas, eso es. Comenzaba a darme cuenta todo lo que esconde (todavía sigue escondiendo, desde hace siglos, en verdad) la basura apócrifa del turismo letal. Si, ya se, es una obviedad pero siempre vuelvo a sentir la necesidad de correr ese telón y la alegría inmensa de escuchar hablar a los tramoyistas.
Debo confesar que, de todas maneras, mi sonrisa estúpida había sido provocada también por haber visto tortugas marinas, rayas (ya quisiera yo moverme como esos bichos), lenguados, peces aguja. Y de algún modo la quietud insoportablemente tolerante de las tortugas (resiliencia le dicen) fue lo que me expulso del agua. Una escena deplorable lo que la provoco: más de 10 torpes extranjeros asediando desde infinitos ángulos a una pobre tortuga que se entretenía comiendo con lentitud en el fondo.
Desde ahí comenzaba a perfilarse el dialogo mudo entre el hombre y la naturaleza, que tomaría casi todo el día.
El segundo lugar fueron los cenotes, algo que realmente comprendí hasta después de haberme ido. Agujeros, eso sí lo sabia; cuevas. Pero todavía no lograba bajo o sobre qué; si submarinas o subterráneas. Son algo más complejo: perforaciones en el suelo selvático de más de 10.000 anos, grandes agujeros provocados por supuestos meteoritos gigantes. EL agua de lluvia, milenio tras milenio, se fue filtrando por la piedra caliza del piso y ha caído formando piletas de agua que, con los minerales que conserva, es completamente turquesa.
Es agua dulce, fría y casi estanca. Y esto es lo importante porque la circulación del agua es muy lenta pero real. Los cenotes se conectan, con dulzura y en lugares aun no descubiertos, con el mar. De ahí su ternura: el silencio del agua lenta, el ocultamiento de sus movimientos suaves, la transparencia de aquello que los habita.
Se supone que estos sitios, en territorio maya aun (y de dueño maya aun, David, el único hombre que no me genero agrado: nos saludo sin decir palabra, sin sonreír ni asentir) eran lugares de culto casi obligado, de hecho en el primer cenote que entramos, lenta y cabizbajamente, había hacia el final con el suelo ya casi rozando nuestras cabezas, un pequeño altar contemporáneo. Llegamos ahí pisando rocas subterráneas y cuando nos dimos vuelta para ver nuestro camino comprendimos a la vez (el que lleva casi 2 anos visitando ese lugar, y yo que entraba por primera vez) desde la oscuridad de la caverna, y con nuestra estatura limitada por un suelo antiguo y un techo que era en verdad un suelo, vimos a la derecha el final de la curvatura interior de la tierra, a la izquierda el espejo de jade del agua, y al fondo dos grandes aberturas que como ojos rompían con la oscuridad que nos envolvía y se llenaban de la luz exterior. Estábamos, sin dudarlo, dentro del rostro de la tierra, muy cerca de sus fauces.
Entonces nos metimos en el agua con los trajes como una sobrepiel (me acorde, como siempre, de los Yamana y su grasa de lobo marino), las aletas y la máscara.
Al caer y mirar hacia abajo sentí que la profundidad se venía encima mío. Más de diez metros de rocas cada vez más oscuras y pesadas. Lo único que me separaba de ellas era el aire de mis pulmones (Un hombre come solo a unas mesas de distancia de la mía, somos los únicos en este bar y eso me gusta. No todo el mundo esta acompañado y cuando más lejos del centro me voy, mas sola esta la gente) Mis pulmones, eso es lo que mas sentía. La profundidad ya no se subía a mis hombros sino que parecía meterse adentro mío, desde los pies, y dejarse respirar.
En aquel momento tuve miedo: sabía que había más espacio debajo de mí que hacia arriba (la roca estaba solo 1metro sobre mi cabeza)
Cuando comenzamos a nadar todo se tranquilizo: nadar ahí era como estar reptando debajo de una mesa.
En un momento nos sumergimos casi 5mts hasta encontrar una cueva que volvería a salir a la superficie. Así comprendí la APNEA. Habíamos hablado de eso con Nacho la noche anterior. El punto central, mas allá de la ejercitación pulmonar, era la conciencia. Era cierto que en este tipo de buceo no se necesitaba nada: tan solo los pulmones y la confianza en las propias capacidades físicas y mentales. De nada sirve desesperarse. Por el contrario, obstaculiza. Desde ese momento el buceo deja de ser una disciplina de observación y comienza a ser un lento descenso interior.
Esa noche, entonces, supe lo que pasaría: me desespere. Me sumergí en busca de la cueva, atravesé las rocas y apenas vi como se iba aclarando el agua moví mis piernas, como si corriera, hacia la luz circular que me esperaba. Al fin respire, llenando de luz mis pulmones, y la inmersión de regreso fue mucho mas cómoda.
Después regresamos al auto, justo en el momento en que casi 30 turistas se zambullían con chalecos, protector solar y miedo. Me reí pensando la posibilidad de que sean tantos los turistas que se quedaran atorados en el hueco sin poder sumergirse. Entonces otra vez el enfrentamiento evitable entre el hombre y la naturaleza.
Ese enfrentamiento seguiría después de irnos de ahí y terminaría de la mejor manera.
Cuando nos encontramos en Buenos Aires hace dos anos Nacho me había contado, vagamente, del amigo suyo que vivía en el monte y tenia, en el fondo de su casa, un jaguar.
Naturalmente, entonces, después de las tortugas, después de ver el interior de la tierra y de enfrentarme al agua con lo menos posible, una parte de la cosmología mesoamericana estaba frente a mí. Me faltaba verle los ojos a su mayor protagonista: BALAM, el jaguar.
Anduvimos con la camioneta surcando unos kilómetros de selva y preguntamos en una casa que casi no se dejaba ver por la maleza. Allí un hombre bajito y con remera azul eléctrica (que encendía la luz del verde a su alrededor) nos dijo que Agustín ya no vivía ahí pero que el jaguar todavía estaba. Pasen, con cuidadito nomas.
Mientras caminamos me contaba, con ciertas dudas, la historia de ese jaguar que nos esperaba detrás de ese caminito de selva: al parecer había sido abandonado por un circo, pero no...
Lentamente empezamos a ver unos fierros altos, muy altos, rotos. Nos detuvimos los dos, mirando los pocos parantes enclenques de esa jaula roja. Dimos dos pasos más hacia el centro de la selva a la espera de las garras pero nos tranquilizamos: aquella no era la jaula sino los pedazos de una vieja construcción destartalada. La jaula, en cambio, apareció de golpe: un hexágono de tosca herrería y penosas dimensiones. Aquella jaula no recreaba la selva, ERA la selva aunque limitada por un hexágono.
Mis ojos, tontamente, buscaron al jaguar entre la vegetación. Mire un tiempo las maderas caídas, los brillos de las hojas grandes, los cuatro tipos de verde, y lo vi. Estaba agazapado, con miedo, detrás de un tronco cerca de la reja. Nos miraba sobre la madera y nos dejaba ver tan solo la parte más afilada y alta de su columna. Las manchas negras eran tan brillantes como sus ojos y parecían pedir a gritos que se moviera. Temblaba ese gato grande.
Nos acercamos mas a la puerta de la jaula y el pelaje seguía sin moverse pero no nos sacaba la vista del cuerpo. Nos agachamos y sentimos un olor putrefacto, moribundo. Lo dijimos, nos miramos y volvimos a ver al animal en silencio. Nos acercamos más, en cuclillas, un poco más sin saber por que realmente, y se movió. UN pequeño movimiento de la cabeza desenvolvió todos sus músculos en una corrida avalanzada hacia nosotros. Choco la reja y nos impulso hacia atrás, asustados.
Después, mientras lo veíamos ir caminando hacia el fondo de la jaula en un paso lento, nuestras palpitaciones nos hicieron sonreír y le redoblaban el paso a esa fiera.
Asombrosamente después del sobresalto, y cuando el jaguar casi había desaparecido, vino a nuestro encuentro un hombre también de remera azul, pequeño de bigotes y piel tostada. De su cuello colgaba una soguita hasta el centro del pecho donde sobresalía una pequeña cabeza de jaguar de cerámica.
Nos saludo, se presento y nos preguntó si estaba todo bien: le dijimos lo que había pasado y no dijo nada, solo asintió.
Yo le había contado a Nacho algo sobre el nahualismo, sobre el significado del jaguar y su uso mágico, y Álvaro no hizo más que confirmarlo. Entonces fue cuando le pregunte que hacia ese jaguar ahí: La encontramos acá hace cuatro años. Habían matado a la madre, y desde ese momento esta acá, encerrada. Pues es muy agresiva. Además esta así ahorita porque está en celo, y el macho anda dando vueltas por aquí. Me estremecí: había un jaguar suelto dando vueltas. A Álvaro no le preocupaba: Nosotros lo queremos mucho al jaguar. Y este lugar está lleno de magia, magia blanca eh. Por eso a la selva no hay que despreciarla y siempre hay que pedirle permiso para entrar, con una ofrenda o algo de comida o lo que tengas, lo que sea. (En ese momento levanto las dos palmas hacia arriba) Sino no te deja salir. Y yo he visto a los duendes, son así (se agacho y puso su mano cerca de las rodillas) todos vestidos con hojas y llevan también collares de piedras preciosas. Están por toda la selva los aluches. Una piedra, un árbol, los animales, son todos duendes. Este jaguar es un duende.

Me sorprendí, eso era nuevo para mí. Lo saludamos agradecido y mientras volvíamos por el caminito marcado pensé dos cosas: está mal que genuino e ingenuo sean anagramas, Álvaro era lo primero pero nunca lo segundo; después pensé lo otro, en cuanto llegamos a la camioneta me di cuenta y lo dije en voz alta: El nahualismo ya no existe. El animal, ahora, trasmuta en duende y viceversa. El hombre fue completamente apartado de esa magia, de esa ecuación.