martes, 27 de diciembre de 2011

El bosque de Ariel Mlynarzewicz





Son pocas las veces en que nos encontramos en el centro de un bosque. La mayoría de nosotros vivimos en la ciudad, nuestras actividades están aquí dentro, y los bosques son algo lejano y ajeno para nosotros: aún si viajásemos rápidamente hasta el bosque más cercano, nuestra comprensión de aquella enorme cantidad de árboles sería minúscula. Entonces, ¿qué es un bosque?, ¿cómo conocerlos plenamente? ¿de qué modo adentrarse en ellos y buscar aquello que los define entre sus hojas o detrás del ruido agresivo de sus ramas? Quise encontrar esa respuesta en la reciente exposición de Ariel Mlynarzewicz, la que hospedó el Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori, pero algo más que un bosque en miniatura hallé dentro de aquella sala.
Solemos escuchar, de niños, ayudados por algunas frases de bolsillo, que el arte nos devela otras historias, como las novelas fantásticas, historias extrañas y movilizantes. Creemos, entonces, que el arte nos da la posibilidad de conocer nuevas experiencias, las que difícilmente podremos tener bajo las circunstancias corrientes de nuestra simple vida; así, creemos también que el arte es la herramienta perfecta para desplegar la imaginación. Todo esto aún se sostiene, pero es algo errado e inexacto. Porque, según descubrí entre las pinturas de Mlynarzewicz, observar una obra de arte no responde tan solo preguntas sobre los otros, no se detiene en la mágica narración de un conflicto o en la descripción de un momento del mundo. Ya no serían los cuadros de Mlynarzewicz la definición cerrada y terminante de los bosques universales sino simplemente una pregunta aún más grande: ¿Qué nos atrae de un bosque?.
Las obras se exhibían sin ningún ordenamiento: ni de fechas ni de tamaños ni de motivos. Sólo se podía saber que todos aquellas obras habían sido hechas entre 2010 y 2011. De un lado, árboles rojos y amarillos, rabiosos y solos que parecían moverse, pero también el estatismo de un grupo de troncos que daban frío. Para quienes conocen la obra anterior de Mlynarzewicz, para quienes la admiran y la esperan, aquí no había ni figuras humanas ni rostros sonrientes o cansados. Ni siquiera había formas fácilmente reconocibles. En su lugar, otras verticales: los árboles y los bosques inhabitados. Sin embargo, aún estaban allí las marcas de la espátula, los rastros de pinceles gruesos y la enorme variedad de colores que parecen reconocerse solamente en sus obras. Aún así, ninguno de esos bosques era un paisaje.
El paisaje como género pictórico no se consolida hasta entrado el siglo XVIII. Es asombroso pensar que un género que hoy en día aún se considera tan típico de la historia de la pintura, tenga apenas dos siglos de vida. Sin embargo, nos hemos familiarizado tanto con esta idea que todavía adjudicamos a los paisajes naturales características de una pintura: hemos sido educados para observar la naturaleza como una obra de arte (bastaría con comparar nuestra descripción de un monte con la que puede hacer un campesino, por ejemplo). En mejor o peor sentido, la fotografía a tomado su lugar, como en tantas otras cosas, y hoy las revistas de viajes y nuestras propias fotografías turísticas son testigos de eso. Más allá de eso hay algo que se mantiene constante entre aquellas pinturas y estas fotografías: la idea misma de la naturaleza captada.
Antes del siglo XVIII, los paisajes eran, aunque cuidadamente pintados, meros escenarios de escenas bíblicas o mitológicas, o bien de sucesos históricos determinados. A partir de allí, la vista de la naturaleza se ha ido transformando en un hecho artístico en sí mismo, en un hecho estético completamente extraño a la vida cotidiana: los paisajes son su marca más clara, pero también lo son los espacios verdes creados de un modo ficticiamente rústico a lo largo y a lo ancho de toda Europa, y luego en Latinoamérica. Son estos paisajes, en definitiva, los mejores testigos de la cruel apropiación y desustanciación de la naturaleza. En estos últimos años, hay quienes se sorprenden de la devastación ambiental generada por el sistema de producción que nos abraza. Y sin embargo allí se consolidó, con la apropiación simbólica de los territorios. La naturaleza, cíclica pero cambiante en un modo paulatino y calmo, se vuelve entonces estática y acostumbrada.
Con excepción de los paisajes de Turner y de los romántico alemanes, el resto de los paisajes del siglo XIX sólo parecían ser pálidos reflejos de lo que suelen ser realmente. Habría que esperar hasta Cézanne o Van Gogh para que la naturaleza vuelva a ser comprendida. Y es justamente después de pintar en el bosque, después de haber pasado un día entero en él, que Van Gogh escribe a su hermano: “Siempre estoy descontento, ya que el recuerdo de ese soberbio pedazo de naturaleza todavía ocupa demasiado mi espíritu para que pueda estar contento, pero eso no me impide describir en mi obra un reflejo de lo que me había impresionado, y me doy cuenta de que la naturaleza me ha contado algo, que me ha hablado, y que yo he estenografiado sus palabras”. Los paisajes serán también, de aquí en adelante, el resultado de la naturaleza observada por el temperamento del artista, según dijo Zolá.
Pero no es ni de un modo ni del otro como debemos mirar estas obras de Mlynarzewicz. Sólo podremos mirar este bosque si comprendemos la estrecha relación que existe entre el bosque y el acto de mirar.
Podemos alejarnos y pasear frente a las obras, como si estuviéramos deambulando por un bosque desinteresadamente, sin detenernos sobre ninguna de ellas en particular, y buscar aquello que reúna en grupos esa escalofriante diversidad. Están los bosques en la tarde, los que tienen más cantidad de colores cálidos, y están los bosques de la noche, aquellos que se entierran en un plano de óleo azul. Pero también están los árboles violetas y aquellos con tonos fucsias o amarillos. Sin dudas sería inútil y poco grata esa tarea: estaríamos domesticando y controlando la naturaleza que se despliega ante nosotros, algo que el mundo moderno conoce triste y profundamente. Habríamos quebrado la continuidad propia de la mirada, aquella que no aísla sino que reúne los bosques de la mañana con los bosques de la tarde y con los de la noche, aquella continuidad que es intrínseca a la naturaleza, e incluso a la propia memoria. Porque si bien la memoria selecciona y jerarquiza, aquello que recuerda no es nítido ni preciso sino excepcionalmente vago y difuso, para sugerir detrás de esa tiniebla todo aquello que hemos decidido olvidar y que lloramos en cada pesadilla. Aquella relación entre la mirada y la memoria es la que está presente en las pinturas que Mlynarzewicz ha hecho sobre su familia. No porque esa intimidad que retrata Mlynarzewicz sea nuestra propia intimidad: esa intimidad no nos pertenece ni se parece a la nuestra en absoluto. Sino porque en el acto mismo de pintar esas escenas, Ariel hace lo que nuestra memoria se fuerza por seguir haciendo, es decir, manteniendo inmutables los recuerdos más gratos. Mlynarzewicz pinta, en esas obras, lo que cada uno de nosotros pintaría si fuera feliz.
Ahora bien, también podríamos pensar que aquel bosque representado es la manifestación de una experiencia clara y contundente: la experiencia de mirar el bosque. Pero, ¿se habrá instalado en un bosque Mlynarzewicz, como Van Gogh, para pintarlo?. Si aquel bosque fue observado en su sitio, si el peso real de aquellos árboles fue sentido con todo el cuerpo, entonces los cuadros de Mlynarzewicz debieran llevar consigo las huellas de aquella experiencia, debieran poder devolvernos todo lo que un bosque nos ofrece cuando lo observamos: el viento que hace sonar el crujido de las ramas, la luz que existe solamente entre los resquicios de las hojas, los colores que se mueven como animales y se camuflan sobre sí mismos, la respiración entrecortada de los troncos y nuestra propia respiración que parece absorber el frío de las piedras y del pasto mojado.
Pero nada de ello está allí frente a la obra de Mlynarzewicz. No son estos cuadros los resultados de un viaje real en un paseo boscoso. Mucho antes, mucho más acá de nuestra mirada y mucho menos lejos de nuestros ojos están los espatulazos y el recorrido curvado de un pincel, un recorrido que no es más que el movimiento de un brazo en el aire.
Gran parte de los estudios que se han hecho sobre la obra de Mlynarzewicz, y también algo que él sostiene con constancia, es la importancia y la revalorización que en cada obra otorga al “oficio de pintar”, como él lo define. Es a través de esas líneas por donde debemos observar este bosque, nunca por otro lado. Porque si hay algo más llamativo que los propios árboles representados, eso es la técnica que utiliza Mlynarzewicz: son los colores, los rastros de los movimientos del artista los que están antes que cualquier árbol y que cualquier bosque, al punto de que muchas veces los árboles dejan de existir y vemos tan solo las huellas de su trabajo. Pero decir que aquello que da unidad a las obras es la técnica expresiva y el trabajo de Mlynarzewicz y no los temas que busca proyectar, sería equivocado. Justamente porque es allí donde menos unidad hay, donde mayores variaciones encontramos, y por eso seguir el camino de su oficio se convierte en el modo más justo de entender este bosque que ha pintado.
De entre toda la cantidad de obras que se exhibían en la sala, dos de ellas eran las más llamativas. “Mañana otoñal” y “Dios se desnuda en la lluvia” son dos obras extrañas. Allí ya no están los colores chocantes ni los pinceles fuertes y pesados de óleo sino que hay una delicadeza poco común a toda su obra. Esos dos bosques, allí expuestos, entre todas las otras obras, parecían dos criaturas indefensas rodeadas por salvajes fieras, como diría Vauxcelles de los fauvistas. Pero incluso entre aquellas obras que más se acercan al estilo que Mlynarzewicz ha venido cultivando, se observan cambios en la técnica: o bien primero hace un fondo plano donde luego pinta los árboles con velocidad y certeza, o bien el fondo se construye por los entrecruzamientos de los colores que ha elegido para los árboles. ¿Cómo entender aquellas variaciones en un artista que parece ya haber encontrado su propia voz? Aquellos cambios, aquellas variaciones, hacen visibles las indecisiones y las dudas que encierra todo acto creativo. Esos cambios son, entonces, el bosque de Mlynarzewicz.
El bosque, un ecosistema tan transitado por el hombre a lo largo de su historia, es un sitio natural donde proliferan los recursos alimenticios, es el sitio de la libertad y el resguardo pacífico ante las inclemencias del pueblo o de la ciudad. Pero el bosque es también la fuente de los más grandes temores, y por ello es el escenario habitual de las leyendas infantiles. Con Caperucita o Hansel y Gretel, hemos aprendido en nuestra infancia que el bosque es un laberinto natural por excelencia, donde no hay camino trazado que nos conduzca hacia nuestro destino. Quizás exista un camino gastado por donde las anteriores generaciones han caminado y desandado la espesura de aquel bosque, pero esos son, en definitiva, caminos transitorios y efímeros. El verdadero reto es el de encontrar un camino nuevo, aún a costa de equivocarse y encontrarse, cara a cara, con el lobo feroz.
Mlynarzewicz, con esta serie huérfana de las figuras humanas que lo caracterizan, nos enseña los caminos que ha tenido que recorrer mientras miraba todo aquello que su pintura nunca antes había visto. Todo lo que miraba era aún más novedoso que de costumbre. Por eso la variedad que nos rodea frente a ellos, y por eso también la sensación de intimidad que generan en conjunto: en su andar por este bosque, a la búsqueda de un camino correcto y confortable, Mlynarzewicz se encontraba con un árbol y, fiel a su condición de observador, no ha elegido derribarlos sino pintarlos. Porque sólo así recordará todo lo que debió sucederse para encontrar el sendero. Sólo él sabrá si lo ha encontrado, pero podemos estar seguros que ha descubierto, entre estos árboles, una gran verdad: que aún aquí, en este bosque, el lobo tendrá siempre el rostro del pintor. No muchos artistas han descubierto aquello: Van Gogh, Ensor, Bacon, Rembrandt. Todos ellos obstinados autorretratistas, como Mlynarzewicz.
¿Son estas obras, entonces, imágenes de árboles que crean un bosque? Sí, pero todas ellas no construyen un bosque real como los que hemos conocido sino que son el resultado de un bosque difícil de explicar para Mlynarzewicz: el bosque en que se transforma la tarea de mirar, el inicio de toda creación. Porque mirar es el ejercicio más directo y límpido para ordenar el mundo que nos rodea, es el primer sentido de nuestro cuerpo que se anima a enfrentarse a lo más extraño sin palabras que lo comenten, para darle una continuidad, para escuchar los diálogos que cada objeto establece con el otro y así encontrar un camino que nos justifique.
Mirar es entender los movimientos a través de la quietud. Pero también es acercarse y alejarse de aquello que está quieto. Y eso hacemos, en definitiva, en cualquier bosque. Porque mirar es el más bello modo de darle un sentido al mundo cuando estamos callados. Y si mirar es el gran don de los artistas, este bosque de Mlynarzewicz, entonces, podría ser el de cualquier artista. Pero Mlynarzewicz se define como “pintor de cuadros”, no como artista.
Entre 1986 y 1987, años durante los que estudió técnicas de grabado en Polonia, la Unión Soviética aún existía y estaban a punto de desmoronarse incluso sus objetivos artísticos más genuinos. Fue allí cuando, según dice Mlynarzewicz, comprendió que la pintura es para todos, en el marco de un programa cultural que buscaba estimular la sensibilidad artística de cada ciudadano. Para Mlynarzewicz, como para Marx, no habría más “pintores” sino individuos que se encargaran de pintar, entre otras tareas. Y es justamente la dificultad y la espesura que atraviesa Mlynarzewicz en esta tarea de pintar la que logra identificar este oficio con los otros oficios a los que dedicamos la vida, tan corrientes y necesarios como el del propio artista: enseñar en una escuela, componer un motor gigante, escribir un ensayo. Y es por eso que este ensayo, entonces, podría tratar, en realidad, sobre cualquier hombre: porque este bosque es el bosque al que todos los hombres nos enfrentamos.


lunes, 5 de diciembre de 2011

Recomendaciones, notas mentales

Número Uno: Trasladarse a Tigre, más específicamente a su museo de arte,y detenerse sobre la muestra temporal de Alberto Klix. Aquí los enlaces

http://www.klixalberto.com

http://www.mat.gov.ar

Número Dos: Walter Mignolo dará una conferencia en Mu, Punto de Encuentro (Hipólito Yrigoyen 1440. Tel: 4381-5269. Entrada libre y gratuita) A LAS 19HS.