Cuando
George Sand, la conflictiva escritora del Romanticismo, era tan solo una joven
mujer embarazada, una ligera enfermedad la obligó a encerrarse en su habitación
seis largas semanas y olvidar durante ese tiempo las cabalgatas por el parque
que tanto disfrutaba. Con tristeza pero con esperanzas se encargó de trasladar
hasta su cuarto el propio parque: el techo se cubrió de una tela verde, las
esquinas rebosaban de ramas de abeto y unas aves tímidas fueron llevadas a
volar entre esas cuatro paredes oscuras.
Recrear
un paisaje amado, intentar volver a verlo exige que lo conozcamos en toda su
intimidad. Traer un paisaje nuevamente ante nuestros ojos nos enfrenta a la
necesidad de definirlo de un modo caprichosamente subjetivo: tan solo una tela,
unas ramas y una bandada de pájaros fueron necesarias para llevar el bosque de
Sand puertas adentro.
Cuando
Landet trabaja, su clasificación es el camino certero para conocer hasta el
detalle más minúsculo de esas pinturas desconocidas. Así las corta, las tapa,
las mancha y casi sin quererlo las rescata del olvido.
Pero
su taxonomía es algo más que un modo compulsivamente obsesivo de clasificar y
ordenar. La taxonomía es también aquí un modo de narrar porque narrar es reunir
sucesos en el tiempo, como pueden reunirse cientos de pequeños cuadrados de
lienzos distintos y hacernos creer que nacieron de un mismo pincel.
Las
pinturas con las que trabaja Landet, aquellos cuadros empañados por la
indiferencia y que algún desalmado abandonó en un mercado de pulgas, fueron en
algún momento una narración detenida, una historia visual y llena de íntimas
anécdotas que sólo se revelaron a los hombres detrás de las firmas. Son, ahora
lo se, como aquellas historias que se escuchan durante generaciones en el
centro de una mesa familiar, como si fueran antiguas narraciones orales
perdidas también tras un retrato oculto, una fotografía mutilada o una serie de
firmas manuscritas.
Sólo
después de haber mirado con la paciencia de un científico Landet pudo escuchar
las anécdotas que aquellos cuadros han contado alguna vez. Pero las mezcló, las
fragmentó, las interrumpió amargamente con un muro o una mancha espesa y negra para
narrar las historias de una generación diferente, marcada por otros horrores.
Así, y sólo así, Landet nos deja entender que regresar sobre las imágenes del
pasado y darles un orden distinto no es solamente un modo de crear una obra original
sino que así le ofrece a todo lo que nos antecede la chance de no morir en el
olvido.
Cargado
de esperanzas entonces José Luis Landet ha logrado que en el medio de esta
galería de blancas e iluminadas paredes (ya no el oscuro cuarto de Sand) veamos
nacer un paisaje completo e íntimo, el que añoramos y secretamente narraremos a
los hijos de nuestros hijos.