sábado, 30 de julio de 2016

FRAN (en "Escenario Prestado", Acto 2, Galería Gachi Prieto)

¿Mmmmmate o café? No sé, creo que café no hay más. Tengo muy pocas ganas de levantarme. Levantarme no es el mejor verbo: apoyar el pie es difícil después de la cosa esa que me hicieron. Estoy harto de esto. Sí, un ratito más... ahí está. Nadie se muere por dormir más. Pero no... ¡esa máquina! Por el ruido debe ser un taladro enorme o una moladora. Deben estar cortando cerámicos, aunque no están tan avanzados en la obra: todavía ni pusieron el encofrado. No, claro. La máquina esa no suena tan grande como una retroexcavadora, ni tan chiquita como un destornillador automático. Es algo intermedio, y más constante. ¿Qué será? El sonido es fuerte así que deben estar dándole a algo muy macizo que... bueno, ya me desperté, no hay vuelta atrás. Están construyendo ese edificio desde hace... ¿Cuánto? Unos meses, unos cuantos meses, muchos más de los que llevo acá encerrado sin salir. Encerrado en la cama no, encerrado en mi departamento, pero es casi lo mismo: después de la biblioteca la cama es el mueble más grande. ¡Re loco! La cosa es que no salgo de ninguno de los dos lados. Aunque debiera decir la verdad... ¿la verdad?, ¿a quién? No, está bien. Puedo salir, sí, pero con un montón de trámites en el medio, burocracias de transporte mejor dicho. Y todo por un estúpido accidente. Nunca necesité a nadie, a-na-die. Mi autonomía la construí solito, señores, y mi inmovilidad también. De golpe y porrazo... un porro, podría ser. Igual es difícil moverme sólo ahora. Aunque... “Ana, ¿me alcanzás el libro ese que está ahi?”. No, ahora no, ¿mate o café? Lo bueno era que me hacía el desayuno. Igual yo puedo hacérmelo. El tema es que no tengo tantas ganas, y que no hay más café. Creo... debería haber café porque el otro día cuando le hice uno a Lucio no terminé la bolsa. Hay café, sí sí, hay... Salvo que Ana se haya hecho el último café. ¿No había un tango con ese nombre? Sí, un tango podría escribir. La mina que lo deja cuando está con un problema de salud y que le termina el café. ¡Buenísimo! ¡Qué boludo que soy, por dios! Me tendré que tomar un mate... al fin y al cabo funciona tan bien como el café para hacer la digestión. O mejor. Hace como dos días que no cago, que no “voy de cuerpo” como diría mi abuela. Podría llamarla a ella para que me traiga café. Pero no, si llega a ver el estado en el que está esta casa va a empezar a decirme que no puedo vivir así, que el arreglo había sido otro, que mi única obligación era mantenerla. O quizás no dice nada que es peor, porque ya no me grita más, no sé por qué. Va a empezar a mirar en silencio: los rincones del cielorraso, los zócalos que se están saliendo, las manchas de humedad de las paredes, todas las migas que voy tirando al pie de la mesa. Es un enchastre. En realidad hacer mate es un enchastre: la yerba vieja que se salpica en el borde del tacho de basura (esa pared debe tener manchas de yerba, seguro), la yerba nueva que se cae al piso cuando lleno el mate (sí, un porro me voy a hacer). ¿Tengo hambre? Si pudiera moverme iría al bar que está a la vuelta. Sí, si pudiera moverme también arreglaría la llave del baño, y creo que pierde el inodoro en la parte de abajo. No, el café funciona mejor para eso de la digestión. Pero no tengo café... voy al bar mejor. Aunque tengo que vestirme, y quizás bañarme. Me fumo un porro y listo. Nadie me puede decir nada que me vaya a fumar un porro a las... a las... este reloj de mierda está titilando, creí que lo había puesto en hora. Ah, se debe haber cortado la luz en medio de la noche... A ver, si ahora titila en 3:43 eso significa que la luz se cortó hace tres horas y 43 minutos. ¡Qué tarado! De todas maneras así no puedo deducir qué hora es. ¿Yo dejé ese vaso de agua ahí? ¿Pero cuándo? No me lo voy tomar, debe estar lleno de polvo. Sí, mirá cómo flota el polvo en el aire: siempre me gustó eso. El sol... los cilindros esos de luz que proyecta en la pared a través de la cortina están muy definidos, y de este lado, así que debe ser casi el mediodía. En el bar no me van a dar el desayuno ya. Bueno, de cualquier manera nadie me puede decir nada si me fumo uno ahora. Los demás deben creer que estoy pintando un montón, que estoy aprovechando el reposo para darle vueltas a mi obra o para pensar una nueva exposición. Lamento desilusionarte... desilusionarlos. Bueno, vamo´arriba... no es tan difícil esto
SAL                        TAN                       DO                         EN                          U                            NAPATA... Uff, muy bien. Debería hacer algo con todas estas cosas. Me entorpecen el paso, la vista... todo. Al menos colorean el espacio. Hace frío. Uy, ¿por qué mierda no puedo ordenar la ropa en lugar de tenerla colgada toda sobre la silla? No, no me voy a agachar, es imposible. Le apuesto a mi propia desidia, a mi propia inmovilidad, que esa remera va a estar ahí tirada hasta que... Ana.... No. Sentado quizás llego, ¿a ver? No. Mate, mate, vamos a hacer un mate. Nos levantamos otra vez... No, no. ¿Por qué pienso en plural? No veo gente desde hace semanas. ¿Por qué en plural? Ah claro, sobre mi pierna izquierda parece que cargo el peso de dos hombres, debe ser eso. O el de un hombre y un pibe. Necesito hielo, sí, hielo. Estar parado en las dos patas afianza la idea de individualidad, uno se cree más hombre: las únicas manadas son las de los animales cuadrúpedos. ¡Flor de teoría política acabo de hacer! Alguien nos enseña a creer que parados, erguidos, somos nosotros en su totalidad, ¡tal cual! ¿Si no por qué festejan tanto cuando un bebé se para por primera vez? Me gusta: un hombre que en señal de denuncia empieza a andar en cuatro patas. ¿Los anarquistas son animales de dos o de cuatro patas? Nunca entendí su individualismo. En fin, tengo que acordarme de leer más sobre eso. No, ni loco prendo la tele ahora. Ver la televisión a esta hora es la última señal de la agonía cultural, y yo me resisto. Aparte me tendría que parar otra vez... aunque podría verla desde la computadora: ¿está prendida? ¡No, basta de noticias! Esto me duele. Casi no me acuerdo lo que era estar parado... “Como un bebito”, dicen todos. Si supieran... si supieran que aunque vuelva a caminar voy a seguir sin poder pararme. Estoy mal, de verdad... “Quedate tranquilo, nos vemos cuando puedas sostenerte por tu cuenta”. Fue muy divertido cuando me dijo eso. Confieso que me reí un poco cuando colgué el teléfono. Las cosas de ella estaban guardadas todas en uno de los armarios, todas. Y las mías acá tiradas todavía como una payana desastrosa: tengo que juntarlas antes de que caiga la piedra. Si... Es fabuloso cómo nos apropiamos del espacio, cómo lo violentamos. Hablando de espacio: el mate, el mate. El camino hasta la cocina creo que es el menos minado de cosas. De acá para allá sólo queda un piso de cerámicos: voy a confiar en mis medias.
O                            TRA                       VEZ                        VAMOOOOOOO... Pava, mate... están. Yerba sólo para dos, para dos mates: el de ahora y el de la tarde. Después, chau. Tendré que esperar que alguien venga a visitarme y le pido yerba... voy a hacer eso. ¿Pero quién? Están todos allá afuera ahora, caminando, trotando, cogiendo, ¡qué se yo! ¿Y si me como unas galletitas? ¡Un asco, están todas húmedas! A ver, a ver... desde acá se ve mejor todo: la ventaja de vivir en un monoambiente. Fuga en perspectiva, Ucello y el parquet. Los renacentistas deben haber sido todos muy ordenados, ¿no? Esto es un desastre. Las sillas de plástico, la mesa ratona (¿para qué carajo tengo ese silloncito de mimbre?), las muletas esas contra la pared como si se burlaran de mí: tranquilas contra la pared, sin sostener a nadie, completamente al pedo. Tengo que tirar esas bolsas con... ¿botellitas o tapitas? No veo bien. Ah, no, latas de atún usadas. ¿Qué hacen las cosas cuando no las usamos?, ¿se buscan otras tareas?, ¿descansan? Yo estoy cansado, creo que voy a volver a la cama... La cama... es como un lienzo en blanco, con rayas negras. Ah, eran para pintar las latas esas de atún, claro. Hasta el olor a trementina se fue de casa: se secó todo, todo. No, mucha agua, un poco menos. Listo entonces, ¿y ahora qué hago? Sólo queda esperar. Ah, la pava. ¿Habrá gas? Ahí va.

VOL                       VIEN                     DO                         Y..................... no se me cayó el mate en el camino. Gran avance. Quizás debiera correr el atril de acá, o cerrarlo definitivamente. Tengo muchas cosas y no me dejan andar bien, ese es el problema. Es como si muchas personas vivieran acá, como esas casas donde hay tanta gente que nunca ningún espacio llega a estar ordenado. Sí, estar acá es como estar con mucha gente. No me siento sólo... es que mis cosas me estorban como si fueran personas en la calle. A decir verdad no hay mucha diferencia: mi casa es mi mundo exterior, el interior está en otro lado. Eso, eso, ¿para qué quiero salir? Y eso que tengo balcón, con unas cuantas macetas. Nunca supe bien por qué las puse. No me gustan pero todo el mundo tiene macetas: las casas que me gustan, esas con espacios amplios que se pueden transitar, están llenas de verde. De verdes, muchos... y de amarillo: cuando las casas son lindas su atmósfera es amarilla. No se qué le pasó a mi cocina, antes era amarilla. Ahora está todo color amarillo grasa, casi naranja: toda pegada en los azulejos. El verde es mejor. Es increible la cantidad enorme de verdes en tan pocas macetas, y más después de un día lluvioso como este. No se habrá olvidado el paragüas acá, ¿no? ¡Qué loco! Ese paragüas ahora sería mejor muleta que las basuras esas que me miran ahí. Una metáfora medio pelotuda la mía. ¿El paragüas no tenía verde también? Igual para verde tengo el mate. Un rico mate me voy a hacer, totalmente. El agua no está todavía, le falta un poco. Hace mucho que no las riego, claro. Por suerte se largó a llover. Las primeras las trajo ella, sí. ¿Se las va a llevar también? No entiendo qué se hace en estos casos... Qué manera idiota de ocupar espacios que son las macetas. Tener macetas es un acto de crueldad. ¡Qué feo estar encerrado en una ma...! Forzar a una flor a nacer en cautiverio es una de las partes más horrorosas del ser humano, exactamente. Es peor que tener una mascota: porque las plantas no te dan cariño, te dan estatus visual, te embellecen el espacio íntimo. En una época pintaba plantas. ¿Cómo pase de pintar plantas a pintarla a Ana? No está tan mal este cuadro igual ¡eh! Un poco torcido quizás. No entiendo por qué nunca se lo llevó a su casa. ¿Estará en su casa ahora? Y yo ni siquiera salgo al balcón. ¿Y el agua? ¿Puse el fuego al máximo? Sí, sí. No paran de martillar ahí afuera, son insoportables. Por culpa de esos tipos está tan sucio el balcón, seguro. Todo oxidado. Hace un montón que no salgo. Los balcones son de las cosas más incongruentes de los edificios. En todos los balcones de mi edificio hay cosas abandonadas. Aunque me asome ahora para ver los balcones de abajo seguro que todavía están las tablas de madera del flaco del séptimo y las reposeras de playa desfondadas esas que tiene ahí pudriéndose, juntando mugre. Es que la vida privada está tan mal construida en las ciudades que los balcones son a los edificios lo mismo que un grano al cuerpo humano: un lugar donde se acumulan los excedentes desagradables. Y yo tengo todo adentro. Pensándolo bien podría dejar ahí todo lo que me estorba acá, todo. Vaciar mi departamento: dejar que se pudran afuera las cosas que más me molestan de este lugar. Sí, claro. Pero si las dejo a la intemperie se van a hacer mierda. Igual... ya están bastante estropeadas. Al menos si dejo afuera el cajón roto ese que todavía no arreglé (¿dónde lo puse?) o la mesa esta que se le saltó la pintura en las puntas... ¿Y esto? ¿Cuándo se rayó este vidrio? Con lo que me costó elegir la mesa... Al final mi idea de usar los diarios viejos como mantel no era tan buena. Aunque a Ana le gustaba leer los chistes a través del plato cuando terminaba de comer. Sí, voy a sacar todo. Al menos si las dejo afuera sé por qué se van a deteriorar, cuál va a ser el motivo. De otro modo los objetos se gastan y no podés decir cómo. A mi me rodean un montón de cosas gastadas y ni siquiera soy capaz de contar la historia de sus roces. ¿Y ese perchero cuándo mierda se cayó? Ah no... Bueno, no, lo del hueco de la puerta del armario es otra cosa. Un golpe fuerte, violento, eso necesitan algunas cosas. Un golpe que les desajuste toda su estructura, uno que las marque, que les marque la historia... como mi pie, exactamente. Hay que quebrar la mesa al medio para poder contar algo sobre ella. Quizás si se lo explico así me entiende... Sí, voy a hacer eso. Me voy a sacar de encima todo. Para poder caminar más tranquilo en mi casa, para eso. Porque ahora... No, no me estorban. Cuando algo te estorba lo empujás, lo sacás. Es otra cosa, ¡qué se yo! Ningún espacio de mi casa lo siento completo. Siempre hay algo que los cruza, nada se les amolda bien. Las cosas en mi casa es como si interfirieran. Interfieren delante mío. Interferencia, sí, está bien.  Es eso... Interferencias, al fin y al cabo. Sí. Inter, es adentro. ¿Y -ferencias? Inter-ferir. Ahí va... Inter es adentro. Ferir... ferir... puede ser herir. En portugés es herir. Inter-ferencia, la herida de adentro, la herida interna. Interferencia. Me gusta la palabra. Interferir es eso que le hace la muerte a la fruta que tengo abajo de la mesada pudriéndose hace días, es eso que le hacen los hongos a la parte baja de la cortina del baño, intereferir es esto. Quiero que se vayan. ¿Qué es ese ruido? Ah, la pava... ¿Dónde dejé el faso?

jueves, 14 de julio de 2016

"Al final del espectro visible" - Julia Mensch, "La vida en rojo", CC Recoleta, Junio-Julio, 2016

Al final del espectro visible

Vota tan rojo como quieras, se decolorará con el tiempo
Obrero francés en “El fondo del aire es rojo” (Chris Marker, 1977)

Varios años atrás tuve la suerte de pasear por Nueva York con una parte de mi familia. Deambulábamos en grupo por las calles llenas de gente pero cada uno miraba como si estuviera sólo hasta encontrar algo digno de destacar, y en ese momento llamaba al resto para mostrárselo. En la avenida Madison encontré, metido casi en el hall de un edificio, un enorme bloque de concreto todo pintado con grafitis. Se destacaba, obviamente, contra las pulidas paredes externas de ese edificio bien cuidado. No tardé en reconocer que aquel bloque, en ese espacio minúsculo, era un pedazo del Muro de Berlín. Quizás fue la pared trunca, alta y grisácea, semidestruida, la que me trajo el recuerdo de unas filmaciones o fotografías, fragmentos de ellas, vistas hace tiempo. O quizás fue la desfachatez del grafiti colorido como un extranjero sobre el muro. No sé. En algún lugar de mi memoria estaban esos recuerdos, y en algún lugar del mundo, supuse, estaban esos trozos del muro berlinés. Entonces ahí me asaltó la pregunta ¿qué se hizo con los fragmentos de ese muro?, ¿cómo se distribuyeron los pesos simbólicos de todos esos pedazos del pasado?

Recuerdos, pedazos, lugares, fragmentos, memorias, ruinas; palabras entrelazadas que construyeron, con el pasar de las décadas posteriores a 1989, una memoria del comunismo tan difícil de atravesar como un nuevo muro de concreto. Delante de ese muro, y con herramientas que le eran familiares (en todo el sentido de la palabra) Julia Mensch busca hermanar, nuevamente, ambos lados de ese muro artificial construido con la fuerza de las historias sesgadas, de los hechos aberrantes, de los triunfos, de las equivocaciones. Ahí delante parada y con sus recuerdos familiares en la mano Julia sabe que de un lado y del otro de ese nuevo muro de conceptos los verbos se conjugan diferente: qué fue, qué es, que será el comunismo.

La vida roja comienza para Rafael Mensch en Salashi, ese pueblo ucraniano en la frontera con Polonia de donde emigró con sus hermanos en 1935, y adonde Julia volvió hace unos años en un viaje “desmigratorio” para conocer el inicio y la veracidad de esa historia, la que dio como fruto a un obrero gráfico militante, y después a un abuelo.

Algunos de nosotros podremos encontrar historias similares en nuestros pasados no tan lejanos. Conocemos gracias a la propia familia algunos de los fragmentos de esas historias de inmigración ancladas en el nombre de un abuelo, de una abuela o de alguien más lejano. Es muy fácil, por eso, plantarse frente a algunas obras de Julia reconociendo todo eso que tienen de íntimo sus instalaciones. Los objetos de los que se adueña para contar la historia política de su abuelo nos obligan con ternura a evocar objetos similares que pasaron por nuestras manos mientras escuchábamos alguna historia familiar, sea cual sea. Puedo mencionar unos cuantos de esos que me llevan y me traen desde la casa de los abuelos de Julia (sus cortinas, sus muebles y sus platos sobre la pared) hasta los rincones más visitados de la casa de los míos. Debo admitir que la traidición política familiar de Julia me genera cierta envidia (ingenua, claro), atado yo a una familia que ha pensado la política menos corporalmente. Pero aunque ninguno de los espacios de mi propia familia esté coloreado de ese rojo inconfundible, entiendo algunas de las cosas de las que esta muestra habla sin explicitarlo. La memoria, es una de ellas.

En el viaje a Ucrania que da pie a Salashi (2013) es bien claro. Julia viajó sin su familia a ese lugar inesperado pero a través de los relatos y del mapa que le habían dibujado invocó las memorias de los suyos en esa primera reconstrucción. Mientras tanto, con la ayuda de los pobladores que lentamente fue encontrando, esos otros nuevos pero extrañamente cercanos, pudo confirmar o rectificar los relatos traídos de Argentina, develando así todo lo colectiva que termina siendo la memoria individual: las memorias narradas, fragmentadas, con las que cargaba en ese viaje se vieron atraídas como por un imán a los relatos de los otros. Es ese puente construido el que da validez a la memoria. Si las memorias se reconstruyen apoyadas las unas sobre las otras, se desbarata la idea de que la memoria colectiva a la que da lugar tiene la forma de una piramide o de algo que se interpone ocultando las memorias personales: la memoria colectiva es un conjunto de memorias intersectadas, no verticalmente distribuídas y mucho menos ordenadas. Adopta así una estructura más cercana a la de los palitos chinos, sólo que fuertes, sólidos y de larga duración. Y el hecho de que la memoria construida en ese pueblo campesino, donde Rafael conoció por primera vez la palabra “comunismo”, sea colectiva y no piramidal cierra lazos más estrechos entre lo comunitario de la memoria y la búsqueda de lo comunitario en las ideas políticas de Rafael. Ambas construyen lazos fraternales e imperecederos. Memoria y política comienzan su recorrido conjunto.

Pero ese vínculo no sucede tan solo dentro de la historia de Rafael sino fundamentalmente en la obra de Julia. Porque ella no tiene como objetivo la reconstrucción memorial. Si ese hubiera sido el objetivo de antemano Salashi debiera haber ocupado el primer lugar cronológicamente hablando en lo que lleva de años la producción de Julia. Sin embargo Julia inicia esta investigación artística con otra producción. ¿Dónde está ese vínculo entre memoria y política entonces?

En algún momento comprendemos que no somos tan solo nuestras circunstancias presentes sino más bien la historia de éstas, y que para cambiarlas debemos conocer su pasado. Pero no el pasado individual sino el que nos une al colectivo. Ahí es donde la memoria y la política exigen el mismo procedimiento. Julia hace eso al entender los nudos donde se atan la vida familiar y la vida de las ideas políticas, casi una sola para los Mensch. Y ahí es donde empiezan a verse las bifurcaciones temporales y sus paralelismos voluntarios, con sus respectivas confusiones. Podría decir que cada vez que en este texto se lea “historia familiar” también podría leerse “historia política” (y sus visceversas).  “¿Dónde estoy yo en ambas historias y qué tarea me otorga esa ubicación?”, parece preguntarse Julia.

Ubicarse, pienso. El viaje de Rafael (2008-2014) es la obra de Julia que mejor escenifica, justamente, este ejercicio de situación en la doble genealogía. Con las huellas fotográficas y algunos otros objetos del viaje de su abuelo a la RDA y la URSS en 1973 Julia se embarcó en la reconstrucción de aquel desplazamiento buscando exactamente los mismos espacios donde se fotografió su abuelo para ubicarse frente a ellos y tomarse una foto con la misma cámara. ¿Qué implica este paralelismo a destiempo?

Las viejas fotografías son plomadas de la historia familiar para sumergirse en la densidad del mar de la memoria. Una fotografía, en un contexto familiar como el de Julia, es un modo de mantener un recuerdo pero también es una posibilidad de manipularlo, de crearlo a voluntad. Es que, según Joël Candau, todas las marcas que tienen la vocación de fijar el pasado construyen pasados formalizados que limitan las interpretaciones de lo ocurrido y educan la memoria y la institucionalizan[1]. Pasa esto a un nivel doméstico con las fotografías de Rafael, que construyen la memoria de ese viaje (y no de otro) pero pasa también en el fondo de esas mismas fotografías cuando se contrastan los paisajes: los lugares, los espacios, los monumentos que fueron parte de una memoria hoy sucumbieron en el combate con las memorias posteriores.

Lo que sucede es que Julia tomó esas marcas del pasado y desanduvo el camino de aquel viaje para transitar esa memoria y activarla. De un modo literal, al ubicarse exactamente en los mismos espacios que su abuelo, Julia se carga encima esa memoria para que no se transforme en memoria muerta y que cuando se active renazca en aquellos contextos y en esas circunstancias disonantes. Ver esas instantáneas de la RDA desde Argentina no habilita el constraste necesario con el presente esos territorios, que liberaría el pensamiento crítico sobre su futuro. Julia, en cambio, se obligó a meterse en el cuerpo ese modo de vivir el pasado para ver su actualidad y llegar a sus propias conclusiones. Y ese acto de corporizar la memoria la vincula más con la larga y silenciosa cantidad de memorias invisibles que pueblan las naciones, que a aquellas memorias dominantes que la llenan de monumentos, edificios y rituales. Porque, como aclara Silva Catela, las memorias subterráneas no necesitan de marcas temporales sino que usan al cuerpo como uno de sus soportes.[2] ¿Pero qué memoria es la que está corporizando Julia?

Tomar ese viaje de Rafael como una vía de transmisión de una experiencia política es asumir que “transmitir una memoria, y hacer vivir de ese modo una identidad, no consiste en legar apenas un contenido, sino una manera de ser en el mundo”[3]. Quizás en ese viaje Julia haya terminado de entender que la memoria es un marco más que un contenido y que vale menos por lo que es que por lo que se hace con él.

Y esto toca de lleno, no solamente a las propias fotografías sino también a los objetos que gritan presente en la muestra. Para empezar, la cámara Zenit con la que se tomaron los dos grupos de fotografías (una de las tantas marcas emblemáticas de KZM, la empresa fotográfica soviética) es la misma. Esta confianza en la herramienta de producción visual no es un rescate meramente nostálgico: si bien implica en un grado la reutilización de un objeto familiar, por otro lado también implica la recuperación de la confianza en algo que no sabemos quién (el “dios” de la industria tecnológica) comenzó a considerar obsoleto. La historia de las tecnologías es la historia de las posibilidades de sentido que abre a cada una de las generaciones y la historia de sus arrumbamientos es la historia de sus ansias encajonadas. Los objetos familiares son la memoria tangible de la historia doméstica, así como para las ciudades sus edificios y sus calles son los espacios de la memoria urbana. Dos cosas que se contrastan en esa serie de fotografías.

Un espacio aparte merece la biblioteca de Rafael, esa que tan detalladamente construyó, guardó, ¿ocultó?, listó y volvió a construir (archivar y organizar es ser consciente de que hay una memoria que trasmitir). La presencia del libro como objeto en toda la muestra es algo destacable. El libro como objeto es una tecnología que abre y cierra la modernidad. Hay algo que une a Rafael, a Julia, a mí y a nuestros padres. Todos depositamos en el libro, hasta mi generación al menos, una confianza desmesurada como transmisor de conocimiento y de verdades. Todos, pertenecientes a una clase media lectora, confiamos en el libro, en las narraciones y en los relatos con principio y fin como transmisores válidos de herencias generacionales. La experiencia de Julia en Salashi se transformó en un libro, la biblioteca de Rafael está llena de ellos, y casualmente la casa natal de Rafael en Salashi se transformó en una biblioteca pública (sin ir más lejos, esto que estás leyendo es como si lo fuera). Ver recreada la biblioteca de Rafael entorna la puerta de la amplísima producción intelectual, cultural y editorial de un Partido Comunista que permitió que el tiempo vista hoy a esos ejemplares con el disfraz de la doctrina.

Pero hay otros objetos en la muestra que pertenecen a la historia familiar. Algunos están ahí físicamente, como el sillón, el televisor, los platos. Otros se ven en el video La vida en rojo: el diminuto manifiesto comunista, las cortinas, los muebles de la casa de los abuelos.

Y hay algo interesante en el vínculo entre la memoria y sus objetos, entre las historias y sentidos que se recrean y el modo de mostrarlos. Desde las primeras muestras de Julia hay una voluntad por exhibir esos objetos e imágenes del pasado con la claridad y transparencia que tienen los espacios museográficos: vitrinas de fotografías, producciones textuales, etc. Es que en ese modo de exposición se manifiesta la distancia histórica que toma Julia respecto de esos ideales, aunque sin abandonarlos. Las piezas de esta muestra son dispositivos que no exhiben el contenido de las ideas comunistas sino las herramientas con que sus abuelos han adoptado esa ideología política: los libros, la palabra viva, las cartas, los viajes, las fotografías. Y acá es donde se esconde lo que considero el matiz pedagógico de la obra de Julia: no trata de transferir el pensamiento del marxismo sino de enseñar una habilidad familiar, de mostrar herramientas para incorporar esas ideas. Desde la magnificencia de los espacios públicos hasta las pequeñeces del hogar, desde las fotografías turísticas y distantes de Rafael hasta la dulce carta de Isabel a su marido, persiste algo en aquel vaivén. Más allá de los programas y dogmas, persiste una creencia colectiva. En todas esas imágenes y objetos se oye un murmullo popular. A eso llamamos ideología, a ese modo que tienen las voluntades de cambio por abarcar todos los espacios de nuestra existencia, hasta asfixiarla.

Ahora bien, entre Salashi y El viaje de Rafael, en ese vaivén, pasan dos cosas interesantes. Por un lado el traslado geográfico para adentrarse en el pasado es brusco y se mueve de un lado al otro de las concepciones espaciales: desde un espacio de pocas dimensiones y casi inmóvil como Salashi, inmovilidad que le permitió al pueblo y a sus habitantes guardar varias de las experiencias que constataron los relatos familiares; hasta las brutas ciudades alemanas donde Julia recala e insiste sobre su urbanidad modificada, la que termina siendo un escenario más hostil para que sus habitantes comprendan las historias que los cruzan, como diría Maurice Halbwachs[4]. Perder o mantener las marcas espaciales es un punto de lectura para ver dónde se apoyan o dónde han quedado pataleando en el aire las tradiciones y los relatos.

Y justamente de relatos se trata el otro vínculo. En 1936 Walter Benjamin escribió un texto donde hiló un extraordinario pensamiento: la narración, entretejida con la experiencia, es el único modo de transmisión de la misma y, gracias al acto de narrar, transformable en sabiduría. Benjamin nota que la desaparición de la narración es un síntoma del empobrecimiento de las experiencias en el mundo moderno, un empobrecimiento de la comunicabilidad[5].  Y La vida en rojo está llena de narraciones: la narración visual de las fotos de Rafael, la narración de Isabel en la carta, la narración del video mismo y hasta la narración de Julia en la publicación Salashi que hace convivir su propio relato con el de sus familiares y los pobladores.

Entonces esta perduración de la narración en la línea familiar tiene menos que ver con la oralidad y más que ver con una transmisión generacional de experiencias políticas. Por eso Benjamin se pregunta: “¿Quién encuentra hoy gentes capaces de narrar como es debido? ¿Acaso dicen hoy los moribundos palabras perdurables que se transmiten como un anillo de generación a generación?”[6] Ese anillo es el tesoro que la familia Mensch buscó legar generación tras generación: la pertenencia ideológica y sus fórmulas. Sin embargo, acá lo interesante: narrar es recrear una experiencia vivida, y recrear es para Julia cepillar el pasado del comunismo a contrapelo... para generar una conducta política deudora pero completamente nueva. Algo que finalmente se explicita en el video que da nombre a la muestra.

Es que en definitiva todo se trata de estas generaciones vertidas sobre la experiencia política y cómo buscan transmitirla. En 1997 Jacques Derrida dio una breve charla llamada “Marx no es un don nadie”, que de algún modo sintetizaría su Espectros de Marx de 1993. En esa oportunidad Derrida se pregunta quién o qué porta el nombre de Marx hoy, quién puede heredarlo legítima o ilegítimamente. Pero Derrida en algo es contundente: Marx no es un cuerpo muerto sino un espectro, algo entre la vida y la muerte. Porque cuando el anuncio de la muerte de algo no cesa de repetirse, aquello en verdad no está completamente muerto. Y el comunismo, y su marxismo, es algo sobre lo que Julia no deja de volver. Pero, ¿qué pasa con ese legado? Dice Derrida: “La herencia no es un bien, una riqueza que se recibe y que se deposita en el banco; la herencia es una afirmación activa, selectiva, que a veces puede ser reanimada y reafirmada más por unos herederos ilegítimos que por unos herederos legítimos; dicho de otra manera, el compromiso político, hoy, pasa por la cuestión de saber qué vamos a hacer con esta herencia, cómo vamos a ponerla en marcha.”[7] Y exactamente eso es lo que Julia se plantea al final de este tremendo recorrido en que se enfrentó al muro conceptual del comunismo, con objetos e historias familiares que parecían débiles ante ese coloso. Y sin necesidad de bajarlo a mazazos o de explotarlo por los aires, Julia Mensch se metió por una de sus grietas conocidas, la de las herencias, para buscar el pasado de la militancia comunista y traerla de este otro lado del muro, el que le pertenece al presente y a sus puntos suspensivos. ¿Adónde tendremos que mirar? En el espectro visible, más allá del rojo, hay colores que no vemos... todavía. 





[1] Candau, Joël, Memoria e identidad, Ediciones del Sol, Buenos Aires, 2008, p 115.
[2] Catela, Ludmila da Silva, “Pasados en conflicto. De memorias dominantes, subterráneas y denegadas” en Merenson, Bohoslavsky (comp), Problemas de historia reciente del Cono Sur, Vol I, Buenos Aires, Prometeo, 2010, p 99-124.
[3] Candau, Joël, Memoria e identidad, Ediciones del Sol, Buenos Aires, 2008, p 116.
[4] Halbwachs, Maurice, La memoria colectiva, Miño&Dávila, Buenos Aires, 2011, p 191-195.
[5] Benjamin, Walter, El narrador (Introducción, traducción, notas e índices de Pablo Oyarzún, Ediciones Metales Pesados, Santiago de Chile, 2008) [disponible en http://www.catedras.fsoc.uba.ar/reale/benjamin_narrador.PDF]
[6] Benjamin, Walter, “Experiencia y pobreza” en Discursos Interrumpidos I, Buenos Aires, Taurus, 1989, p 167 (el subrayado es de todos)
[7] Derrida, Jacques, “Marx no es un don nadie” en AAVV, Espectografías. Desde Marx y Derrida, Madrid, Trotta, 2003, p 175-188.