Había
un viejo amable, muy amable y sensible, que una vez mientras observábamos una
imagen en silencio me dijo algo que ahora recuerdo con ciertas veladuras: las
imágenes son un modo de permanencia de la historia; son los documentos de los
que ya han escrito otras historias con palabras y guardan historias nuevas o
repetidas para sus imágenes. Puede ser complaciente esa frase pero hubo algo
que en su momento me inquietó: la imagen como documento.
Aquel
hombre tenía más de 70 años, había llegado a la Argentina desde un
lejano país del este de Europa y añoraba, en su viudez, los abrazos de su
mujer. Era lógico, entonces, que le reclamara a las imágenes la misma carga de
historias que su propio cuerpo arrastraba. Y en eso consiste al fin y al cabo:
en hacerles decir a lo que interpelamos con la vista aquello que nuestros
propios cuerpos quieren contar desesperadamente.
Claro
que esa sentencia, la de la imagen convertida en documento, puede hoy
horrorizar a más de un historiador actualizado o coleccionista despreocupado en
momentos en que el arte que se produce actualmente en Buenos está lejos de
cargar con la responsabilidad de saberse un documento de su propia historia y
más cerca de narrar lo fútil con cinismo, los encantos personales o las
interminables mamushkas de la teoría del arte. Pero hay varias excepciones,
claro.
Desde
el 24 de Octubre hasta el 29 de noviembre la galería Proyecto A expone los últimos trabajos de Matías Ercole bajo el
título de “Déjà Vecú”. Es asombroso pasar por ahí ahora y ver cómo las paredes
que antes vestían colores y formas asimétricamente desplegadas parecen haberse
callado ante la presencia de la monocromía de Ercole.
Es
justamente esta monocromía la que mejor hace destacar las particularidades de
la obra de Ercole, y quizás la misma que más confusiones puede crear sobre el
trayecto que viene haciendo su obra en los últimos años.
En
una rápida ojeada las obras que esta vez presenta pueden parecer dibujos a
lápiz de algún paisaje lúgubre e imaginado o la escenificación casi maniática
(lo digo por la prolijidad y el detalle) de algún sentimiento abstracto
indefinible: plantas que posan en soledad y son absorbidas por la negra
oscuridad del fondo, rocas como estalactitas que se paran gigantescas sobre un
suelo desolado, o vistas de bosques interminablemente ambiguos.
Oscuridad,
desolación y ambigüedad podrían ser palabras que también definan a gran parte
de las obras del Romanticismo. Eso fue, sin dudas, lo que las ha caracterizado
durante parte del siglo XVIII y XIX. Pero no es esto solo lo que liga en una
primera instancia la obra de Ercole con el Romanticismo.
Si
observamos con detenimiento y bien de cerca estas obras encontraremos algo
nuevo. El trazo fluido, que parecía lápiz desde lejos, es ahora en realidad la
huella más rústica del esgrafiado (Ercole pinta con una pátina de cera primero,
luego lo cubre de tinta china negra y recién allí dibuja con un agujas o
cuchillas liberando las líneas del color negro). Esto y los bordes hasta donde
llega el dibujo, las esquinas o los lados de la obra rústicamente definidos en
comparación con las líneas netas de la propia obra, nos hacen pensar en los
grabados en plancha de metal que circularon por aquellos años (de hecho los
grabados de estudios de paisajes o mismo la fotografía antigua de los primeros
ensayos son, en sus propias palabras, sus verdaderas referencias).
En
el caso de los paisajes de Ercole encuentro una extraña filiación con las
estampas de Carceri d`invenzioni
(1745-1761) de Giovanni Piranesi. Entiendo que la relación puede parecer
abrupta pero es un ejercicio de memoria visual: la aparente fantasía, los
espacios confusos e inaprensibles (Ercole crea los modelos de sus paisajes
mediante composiciones de su archivo fotográfico, como en un collage), los
valores de línea, las oscuridades de los rincones. Claro que aquí, como dije,
lo que motivaba la construcción de estas cárceles era algo distinto. Y es ahí
donde hay que comenzar a marcar las diferencias y donde mejor se puede
comprender la obra de Ercole.
La
nostalgia por la antigüedad perdida y deseosa de recuperarse, la voluntad de
producir con esta referencia clásica el caos de esos siglos, y el gusto
empalagoso por el melancólico paso del tiempo en las arquitecturas no son algo
que esté definitivamente en las obras de Ercole. Sus paisajes, sus rocas
suspendidas o las plantas, todas las obras que exhibe en Proyecto A no nacen de la melancolía o la angustia. El color negro
que predomina no debe empujarnos a
pensar en eso. En primer lugar porque la misma técnica de Ercole contradice
cualquiera de esas lecturas lacrimógenas. Los grabados de Piranesi buscaban
desesperadamente los contrastes marcados (algo que acentuó en la segunda
edición de sus Carceri) y una
tortuosa transición hacia los pequeños espacios de luz. Las obras de Ercole en
cambio no van hacia el color negro sino que desde el negro van recuperando el
color blanco, porque con el esgrafiado quita lenta y pacientemente líneas de
negro para descubrir las líneas blancas, donde necesita que la luz invada la
perspectiva. “Lo melancólico del blanco y negro es una carga cultural que no
siempre se verifica”, me dijo. Por eso esta luz en sus obras no es algo lejano
y sufrido sino que es parte de las figuras o se encuentra detrás respaldando
los paisajes.
Hace
casi cuatro años atrás vi por primera vez uno de estos paisajes de Ercole. Me
acerqué con curiosidad a ese plano negro que lentamente iba develando sus
figuras y profundidades. A medida que recorría las líneas con los ojos la
iluminación de aquel paisaje se despertaba. Hubiera sido fácil rendirse ante la
tristeza del color negro y la opresión de la naturaleza desmesurada. Pero algo
más que las líneas blancas hizo que aquello fuera imposible. Un adolescente se
acercó con su madre a contemplar la obra y sonriendo le dijo: “Mirá mamá, ésta
es la obra. El que la hizo tiene 21 años”.
Entendí
en ese instante que la obra que estaba mirando había sido hecha por una persona
de mi misma edad e inmediatamente la oscuridad desapareció para que mi generación
apareciera. Me permití pensar, desde aquel momento, que las obras de Ercole
podían ser los futuros documentos de mi generación y de este pedazo de la
historia. Incluso él mismo más tarde me diría: “En mis trabajos cuido que el blanco del papel sea luminoso,
nuevo, limpio y considero que su contraste con el negro intenso lo conecta con
un "blanco y negro" presente, contemporáneo”. Entonces, ¿qué
contemporaneidad narrarán a nuestros hijos estos documentos?
Vuelvo
a mirar las plantas que representó Ercole y encuentro entre sus hojas y en el
fondo algunos detalles amenazadores: una pierna de mujer, una mano tendida o
unos ojos bien abiertos. Es difícil no pensar en el pintor tucumano Joaquín
Linares quien en 1978 desde su provincia produjo una serie de pinturas bajo el
título “El jardín de la república” en las que se entremezclaban y confundían
las malezas selváticas tucumanas y las puntas de rifles militares, o las
piernas de mujeres asesinadas, o los hocicos abiertos de perros violentos.
Había que buscarlos entre la exhuberancia de la naturaleza pero allí estaban
esos indicios del horror, y estuvieron siempre en realidad, durante los años de
la dictadura militar.
En
esos años cuando lo que se imaginaba era el propio continente liberado, y
cuando los fusiles estaban entre la maleza, las imágenes que produjo la
historia fueron a veces grandilocuentes, cotidianas, confusas. Hoy, cuando lo
que se vive es el propio territorio (porque es desde acá desde donde se debe
empezar a construir) las imágenes de esta historia, las de mi generación, se
proyectan hacia los bosques irreconocibles o hacia plantas domésticas flotando
en la oscuridad.
Es
que la confusión y el caos de las cárceles de Piranesi ya no pueden imaginarse
porque la historia les ha quitado ese carácter de delirio; porque alguien logró
desgraciadamente llevar a la realidad semejante imaginación. Más de 30 años de
democracia y testimonios han narrado toda la perversión que la arquitectura
carcelaria creó en esos años de negra dictadura.
Como
si enfrentara a los arquitectos del dolor entonces (esos que, en palabras de
Mauricio Rosencof, han puesto la sofisticación y la ciencia al servicio del
castigo) Matías Ercole toma la decisión correcta: la cárcel ya no existe porque
las ha “derrumbado” la memoria, la verdad y la justicia, y hay en su lugar un
paisaje abierto y contradictoriamente real, porque los paisajes de Ercole son
graves pero suaves y esperanzadores. Y así es como debe enfrentar el futuro
nuestra generación.
Quiero
que se me entienda: no estoy exigiéndole al arte argentino (si es que eso
verdaderamente existe) que se vuelva a cargar las espaldas con el “mantón de
martirio”. Pero lo contrario también es erróneo porque el olvido no es una
alternativa. Y acá es donde el título de la exhibición cobra verdadera
importancia.
“Déjà
Vécu” es lo que usualmente confundimos con “deja vú”. El déjà vecú es la
sensación de haber experimentado en
el pasado algo que se vive verdaderamente en el presente. Es la construcción de
una historia pasada que no nos ha atravesado nunca, es recordar algo que es
nuevo (aunque suene paradójico). Pero además, el déjà vecú deja de lado lo
estrictamente visual y lo comprende en el marco más amplio de las sensaciones
del cuerpo. Es la sensación de haber estado
ya, de haber sido atravesado por todo
aquello con lo que la realidad nos estimula, y no solamente estar viendo (a la
distancia, vagamente, sin todo el cuerpo) algo que creemos ya haber visto. Y
ese desprendimiento de “lo visual” es lo que lo hace aún más contemporáneo para
los nuevos límites de las artes visuales.
Déjà
vecú es una extraña mezcla de familiaridad con extrañeza, sobrecogimiento y
espanto. Es lo mismo que siente mi generación (no dudo en afirmarlo) con aquel
pasado negro de nuestro país: no hemos vivido el horror pero lo sentimos como
si fuera propio y perteneciente a la historia presente de nuestro cuerpo. El
déjà vecú es un modo de apropiarse de la historia.
De
ese modo, exigiéndole a lo visual con ese mismo cuerpo (como había hecho el
anciano con su frase) cruzado de realidades históricas recreadas es que el arte
contemporáneo debe enfrentarse a la creación.
No
hay que creer que el arte contemporáneo ya no se enfrenta a nada, que muertas
las bestias atemorizantes en el pasado cercano no hay que moler los huesos que
hoy pateamos en nuestros paseos. Lo que se debe hacer acá es crear una
alternativa fresca sin la obligación de olvidarnos de todo lo sucedido.
Por
eso las obras de Ercole ya no plantean un problema sino directamente una
solución. No son más la escenificación del horror o la descripción de la
opresión o el exilio. Y claro que tampoco son la manifestación festiva de un
jolgorio inexistente o de una libertad democrática de cartulina. Las obras de
Ercole no nos muestran la presencia humana porque lo que reclaman sus paisajes
es justamente eso: ser transitados. De ahí que encuentre necesario, y casi
inevitable hoy, que aquellos enormes paisajes que casi cubren las dos últimas
paredes de la galería se proyecten en un futuro, se expandan y tomen los rincones,
el piso, los techos. A la espera de esa monocromía estaremos dispuestos a
caminar por esos bosques: sin miedo ni sentimientos de venganza o de
reconciliación.
Matías Ercole - “Déjà Vecú”
Proyecto A – Arte contemporáneo. Av San
Juan 560 (CABA, Argentina)
Desde el 24 de Octubre al 29 de
Noviembre de 2013
+info: proyectoagaleria@gmail.com