Todo
museo es el resultado de un acto de violencia: excluyen, seleccionan,
modifican. En el caso del Museo de Arte Moderno, aún con sus pretensiones de
renovación, no se puede dejar de lado que cuando se crea en 1956 el gobierno
que lo avala es el mismo que había dejado soltar una serie traumática de bombas
en plena Plaza de Mayo. Preguntarse cómo la colección de arte argentino que en
estos 60 años ese mismo museo ha construido manifiesta la violencia de este
tiempo histórico es lo que la historiadora, crítica de arte y curadora Ana
María Battistozi sintió como algo inevitable y, quizás, también necesario.
Con
un título especialmente tajante y provocador “Los vencedores y los vencidos”, la
muestra que recientemente ha inaugurado el MAMBA y que se podrá ver hasta el 9
de noviembre, exhibe con ese recorte temático una selección de obras de arte
argentinas que, dentro de la colección del museo, vemos hoy como “cajas de
resonancia de la violencia de nuestro tiempo”, según sostiene la curadora.
Desde
las figuras abstractas de Alberto Greco de 1960 hasta las figuras
inquietantemente reales de Gonzalez Giles de 2010, las conclusiones a las que
podemos llegar sobre el vínculo entre el arte y la violencia son varias y todas
contundentes.
Excepcionalmente
esta muestra es una de las pocas en el año en la cual tenemos la oportunidad de
que las variaciones estéticas que recorren la segunda mitad del siglo XX o los
rasgos estricamente plásticos queden en segundo (y tercer, y cuarto) plano. Las
teorías artísticas o los debates conceptuales se retiran a observar,
empequeñecidos, cómo la violencia que se atraviesa en un momento histórico
determinado grita o susurra... donde puede y como puede.
La
violencia es, mal que nos pese, una de las únicas acciones humanas que lejos de
encontrarle solución le vamos encontrando nuevos nombres: ante su magnitud lo
único que podemos hacer es, en un principio, saber reconocerla. Y muchas de
estas obras, por su variada procedencia geográfica, histórica y social, nos
permiten recordarlo: hay muchos tipos de violencia.
Porque
la brutalidad de la “Crucifixión” de Gómez en 1983 convive en la misma sala con
la frágilidad de los vidrios de Mónica van Asperen en “Comunicación celeste”
(2001). Y no es casual que estas dos obras, alejadas espacialmente en la
muestra, coincidan con los pilares temporales de un período democrático al que
culpamos de haber seguido engendrando la violencia que hoy vivimos.
Están
también presentes las huellas silenciosas y calmas que ha dejado la violencia,
como en la fotografía de Santiago Porter que construye con un objeto y un
retrato la tragedia de la AMIA.
O la
violencia por exclusión, esa que obliga y que determina el ocultamiento, la
marginación. Es el caso de la obra de Daniel Ontiveros donde carteles y objetos
de nuestra cotidianeidad conviven ordenados en una pared con una sentencia
letal de Walter Benjamin: “La tradición del oprimido nos enseña que el “estado
de emergencia” en que vivimos no es la excepción, sino la regla.” En el mismo
tono Jorge Macchi hace del recorte de mensajes en la vía pública un caso de
violencia: no tanto por la frase que construye sino porque obliga a los
discursos de otros (completamente ajenos a aquella frase) a decir lo que él
quiere.
Pero
si de violencia se trata hay que destacar uno de los anteproyectos de cárceles
que Horacio Zabala hace en 1973. Ya plenamente consciente de la crueldad de la
técnica, oliendo quizás de cerca el rol represivo del Estado, este sencillo y
fundamentalmente frío boceto arquitectónico es prueba de cómo el arte puede
subrayar lo que vendrá: faltaban tres años para que se desatara un plan
sistemático de control, dominio y exterminio de personas en nuestro país.
Sin
embargo la muestra cae en algunos errores. Poco importan al recorrerla las
diferencias entre la fotografía de toma directa o la postfotografía, por
ejemplo, o las circunstancias en que Kuitca y Prior realizaron su obra, todas
aclaraciones que Battistozi cree necesario escribir al lado de cada pieza.
Cuando lo que realmente logran esos pequeños textos es contraproducente:
distancian, retardan e historizan excesivamente la violencia que aún hoy tienen
las obras exhibidas. Y esa es la violencia que ejerce el museo aunque no
quiera, aún en pleno siglo XXI: exhibe casos con frialdad, en grandes y pulcras
salas blancas iluminadas como un shopping pero no desliza una propuesta. Quizás
por eso la amarga sensación con que podemos salir al recorrer “Los vencedores y
los vencidos” no provenga de la “violencia” de las obras sino de la “violencia”
con que son exhibidas.
De
un lado al otro de la muestra (de un lado al otro del territorio argentino) los
rincones del museo parecen decirnos lo mismo: la violencia no ha cesado y no
tiene solución.