lunes, 1 de agosto de 2016

Los que vemos, los que no nos miran - El Flasherito diario (Nº 13 - Mayo de 2016)

La del 4 de febrero era una tarde calurosa que sentía la competencia del ardor combativo de quienes la padecíamos. El gigante árbol centenario de ese patio del centro porteño intentaba, en vano, cobijar nuestro sudor y a la vez abrazar nuestras espaldas corvadas ante los despidos. Algunos servían tereré de pie y hablaban en números cada vez más grandes emulando una trágica lotería. Otros decidimos sentarnos a esperar aparecer las caras de algunos compañeros por la puerta del patio con un gesto de esperanza y de tristeza anudado en el centro de la cara. Es que ver a los recién llegados era señal de un cuerpo más en la resistencia pero también, quizás, de un nuevo empleo arrebatado.
Es cierto que ya no teníamos los huevazos cerca de los pies o el hielo sobre los hombros que nos tiraron aquel fatídico 29 de enero en pleno corte de calle motivado por la sorpresa, pero las calmas gotas de sudor en esa tarde de asamblea por momentos lograron convertirse en lágrimas: 500 compañeros del Ministerio de Cultura habían sido despedidos y ahí estábamos para decidir qué hacer. Algún que otro sollozo involuntario brotaba cuando quien hablaba, después de haber pedido la palabra, contaba su caso y narraba los números de su lugar de trabajo. Escuchábamos todo: las palabras masticadas y los silencios elocuentes. Nuestros oídos estaban tan atentos que incluso podíamos escuchar el lento crepitar de varios puños cuando se cierran.
Hoy, tras un bajo porcentaje de costosas reincorporaciones, los números de despidos en las distintas jurisdicciones estatales trepa más allá de los 40.000 (http://www.obderechosocial.org.ar/docs/inf_trim1_2016.pdf). Si bien ya hemos hecho unas cuantas cosas, es momento de intentar reflexionar sobre el porvenir de la acción político-cultural.

En estos tres meses en que participé activamente de asambleas, votaciones, discusiones, debates y actividades urgentes en relación a los despidos estatales y la política de ajuste hubo una expresión que llamó mi atención y que merece ser puesta a discusión: dar visibilidad. “Tenemos que hacer visible la lucha”, “estamos visibilizando nuestro reclamo”, “hay que visibilizar la protesta de los compañeros despedidos”, etc. Esa palabra constantemente utilizada esconde un posicionamiento evidente pero fundamentalmente trae encadenada una estrategia, un comportamiento y ciertos efectos que es momento de rever.
Hacer visible algo resume una ubicación ideológica en el mapa político contemporáneo desde el momento en que esos grupos se asumen invisibles, es decir, por fuera de la visibilidad reinante. Inmediatamente después, y casi en simultáneo, visibilizarse se torna el objetivo fundamental, la meta y el mayor logro o, por lo menos, el primer gran escalón para eso que vehiculiza la visibilidad: la reincorporación de los trabajadores o la actualización de los salarios, entre tantos otros reclamos posibles.
Por definición visibilizar es hacer visible mediante un procedimiento o dispositivo algo que normalmente no se puede ver a simple vista. Y acá viene el primer problema. Bajo esa definición de la visibilización la expresión “normalmente” refiere al mundo de las imágenes de la normalidad, es decir, el conglomerado audiovisual que reina en la industria cultural. Por lo cual hacer visible algo es llevarlo a la arena de ese mismo compendio de imágenes donde conviven, generalmente, los productos visuales más nefastos. Visibilizar en este sentido es igualar, normalizar...anular.
No estoy diciendo con esto que me opongo a las movilizaciones y protestas en la calle, nada más alejado de mi práctica política diaria. Tampoco digo que sea algo inútil porque las reuniones espontáneas en la calle producto de hechos abruptos o aquellas que rememoran una fecha trágica, sirven para configurarse como un colectivo contundente. Sirven para visibilizar al otro, pero siempre dentro del colectivo que nos incluye, un otro conocido. Es el caso de la marcha del 24 de marzo pero también la de un grupo de vecinos que sale a cortar la calle por un apagón eterno; es el caso de todas las protestas callejeras del período 2000/2002, o la reunión improvisada de cientos de trabajadores el 29 de enero de este año frente al Ministerio de Cultura. Estas multitudes se piensan desde su fuerza conmemorativa, su hartazgo o su trágica sorpresa pero siempre como inmediatas.
Pongo acá en duda las movilizaciones y protestas organizadas y planteadas con antelación y orientadas a los adversarios políticos, aquellas que desde el vamos pretenden visibilizar una lucha que se cuece hace días, meses, años. Aquellas acciones políticas en la calle que no son consecuencia inmediata sino suceso mediado por la organización política y las ansias de visibilidad. Por eso la planificación de estas multitudes, en cambio, se piensa inicialmente desde la imagen: entienden su cuerpo hacia los demás, y luego como una respuesta.  
Pensemos en eso un poco más: ¿hacia dónde suelen ir esas movilizaciones o dónde buscan desarrollarse esas protestas?, ¿a quién le reclaman? Sea Plaza de Mayo, el ministerio de turno o la dependencia afectada, todas recaen en algo que es interesante de destacar.
Hace más de dos siglos atrás las movilizaciones y protestas se dirigían a los lugares donde estaban las autoridades a las que les reclamaban sus pedidos y ante los que manifestaban su reclamos: podemos citar las primeras jornadas de la Revolución Francesa, o la propia Plaza de Mayo atestada de gente en 1810, o incluso más atrás en el tiempo la protesta de los obreros egipcios en el Palacio Real hacia 1170 a.c, para tomar algunas. Hoy en día cuando vamos a la Plaza de Mayo por los despidos o cuando gritamos frente a un ministerio, las autoridades no están efectivamente ahí. Entonces, ¿ante quién protestamos?

Mi idea es que hoy esas acciones se hacen solamente para ser visibilizadas, para ser vistas, es decir, asumiendo la existencia de otra autoridad: la de la imagen, la de la fotografía, la de los medios masivos de comunicación. Es cierto que ser conscientes de esa autoridad (entendida en el sentido de autoritaria, despótica y discriminadora)  es un buen punto de inicio. Sin embargo el acto de hacer visible lleva consigo cierta idea sobre la imagen y su circulación. Y son justamente estos conceptos escondidos los que considero errados. Porque la autoridad de la imagen rige, sin que lo sepamos del todo, los modos en que organizamos las acciones políticas. Cuando buscamos ser parte del mundo visual masivo lo que no observamos es que ofrecemos el cuello ante los requisitos de la imagen informativa: espectacularidad, acostumbramiento, perspectiva, linealidad argumentativa, realismo, etc. Y hacer esto es caer en la marea de imágenes que desde el trabajo político-cultural buscamos combatir. Lo que debemos es tratar de escaparle a estos mecanismos de control.

Al momento de finalizar una de las acciones que hicimos en estos meses un amigo militante de un partido de izquierda con cara triste y voz pesada me dijo: “Deberíamos haber cortado la calle”. “¿Te parece? ¿Para qué? Así está bien”, señalé. “Para visibilizar mejor el reclamo”, respondió. Mi amigo, además de militante, es pintor. Entonces le recordé que tanto él como yo trabajamos con imágenes y que sabemos en profundidad lo que significa crearlas, y lo que pretendemos que suceda cuando son leídas. “Ninguna imagen digna de ser considerada como tal se termina en su superficie -le dije- y creo que un corte de calle hubiera sido una imagen superficial en ese sentido, contundente pero imposible de analizar para quienes tenemos enfrente en un sentido político”.

En las circunstancias en las que estamos cualquier imagen de consumo rápido se lee y agota en su planicie porque para el conglomerado audiovisual que dicta las leyes de la imagen ésta no es otra cosa que superficie descriptiva. Entonces, ¿qué significa visibilizarse, ser visto por el otro?, ¿bajo qué condiciones deberíamos buscarlo?

En La política de las imágenes Didi-Huberman escribe: “Una forma sin mirada es una forma ciega. Ciertamente, le hace falta la mirada, pero mirar no es simplemente ver, ni tampoco observar con mayor o menor "competencia": una mirada supone la implicación, el ser-afectado que se reconoce, en esa misma implicación, como sujeto. Recíprocamente, una mirada sin forma y sin fórmula no es más que una mirada muda. Se precisa forma para que la mirada acceda al lenguaje y a la elaboración, única manera, para esa mirada, de "entregar una experiencia y una enseñanza", es decir una posibilidad de explicación, de conocimiento, de relación ética (...)” (Didi-Huberman, Georges “La emoción no dice YO. Diez fragmentos sobre la libertad estética” en Jaar, Alfredo (ed.), La política de las imágenes, Metales Pesados, Chile, 2008, p. 41-42).

En tales circunstancias hacerse visible, hacer visible una lucha o un reclamo, es algo más que plantear una imagen contundente y sin fisuras. Hacerse visible exige buscar la implicación del otro, su relación ética, lo único que verdaderamente torna el reclamo en algo visto. Y lo que queremos es ser vistos, no simplemente hacernos notar.

Un corte de calle, una protesta o una marcha son imágenes significantes que inmediatamente se colman con la “Historia de las imágenes de protesta” que para cada cual es distinta pero a fin de cuentas, y fundamentalmente para aquellos cuyas voluntades políticas queremos persuadir, es siempre la misma: la del estorbo sin análisis, la del muro de consignas sin comprensión humana, la de “la grieta” sin solución. La imagen de un corte de calle, para un transeúnte despistado o un reaccionario recién llegado, no es más que eso: se queda en la evidencia de un conflicto embravecido y “violento”, en bronca mal entendida. La chance de que estos posibles espectadores lean en profundidad el reclamo se esfuma ante la imagen. Ofrecerles la imagen repetida a la que ellos podrán, equivocadamente es cierto, cambiarle el disfraz, las pancartas y los colores por las tantas otras marchas, cortes y manifestaciones “molestas”, es una estrategia que redunda. Más aún si, como trabajadores de la cultura, también pretendemos “entregar una experiencia y una enseñanza”, como dice Huberman. La “Marcha del Silencio” por el fiscal Nisman fue una prueba firme de que incluso esas estrategias ya fueron adoptadas por la derecha, una prueba más de los ejes desde donde comienza a construirse una nueva hegemonía visual, y la clave para saber de qué tipo de estrategias e imágenes ancestrales, aunque nos cueste, debemos despegarnos fundamentalmente si entendemos la visibilización como intrínseca a la lucha. La salida entonces no está en machacar con imágenes contrarias y construir una superposición eterna de imágenes planas en lucha que se niegan una a otra. Justamente eso es lo que hay que modificar.

Todas las luchas buscan hacerse visibles desde la lógica de la visualidad bidimensional: las marchas van hacia adelante, ofreciendo sus pancartas y banderas a una mirada que se encuentra enfrente, y la multitud se distribuye en perspectiva, fugando hacia atrás; un corte de calle se planta frente a los automovilistas, reclamando que los vean. Aun cuando nadie saque ninguna foto de eso, todas ellas se organizan hacia un punto de visión único. Nadie se corre de la columna que avanza y abre líneas transversales (de hecho irse de la columna es ocultarse) pues todos los ojos (todas las cámaras) miran la marea de gente. Pero hay que escaparle a esa lógica porque si no caemos en el diario matutino, en la cámara boba televisiva, y eso significa regalarles a los dueños de la imagen el valor de nuestros productos visuales para que los utilicen a discreción: sin saberlo nos extraen plusvalía cultural. Quizás el objetivo sea el de negar la imagen misma entendida superficialmente, es decir, darle volumen, engrosarla. Crear formas de protesta que no puedan ser capturadas ni explicadas por el ojo de una cámara, es decir, que no puedan ser leídas bajo la mirada del razonamiento instrumental de la comunicación comercial.

Y acá es donde las estrategias políticas se transforman en visuales y nos exigen escuchar el eco de las estrategias artísticas para atender a sus conclusiones. Porque tal como dice Didi-Huberman: “La imagen creada por el artista es algo completamente diferente a un simple corte practicado en el mundo de los aspectos visibles. Es una huella, un surco, un coletazo visual del tiempo que ella quiso tocar (...) Es la ceniza mezclada, más o menos cálida, de una multitud de hogueras” (Didi-Huberman, Georges “La emoción no dice YO. Diez fragmentos sobre la libertad estética” en Jaar, Alfredo (ed.), La política de las imágenes, Metales Pesados, Chile, 2008, p. 51)

El arte, al trabajar con la producción y lectura de signos e imágenes, se puede conformar cada vez con más fuerza como el sitio donde se desplieguen signos utópicos e imágenes proyectivas que redefinan la propia visibilidad como forma de comunicación de los reclamos, sin dejar de ser el lugar de debate de lo real. En 2005 Brian Holmes veía que una de las alternativas del arte político bien entendido (ese que interviene en los medios y en la calle, y que no produce representaciones) era el de la protesta carnavalesca. De esta modalidad John Jordan es el padre y el Grupo Etcétera la versión actual y porteña en plena calle (aunque también se ha difundido en el seno de las agrupaciones de izquierda más tradicionales). Sin embargo aún tras esta redefinición desde lo artístico las imágenes de las protestas sólo pasan de ser masivas a espectaculares, y no dejan de ser imágenes capturables de intervenciones artísticas innovadoras en marchas tradicionales. Tal como señaló Ana Martín: “(...) el hecho de haber primado lo creativo sobre lo efectivo (...), y la diversión por encima del compromiso, ha convertido a la lucha en una especie de juego, donde los valores estéticos han prevalecido, en ocasiones, sobre los políticos (...) y se han dejado de lado los criterios tradicionales de la militancia (...) el compromiso, el trabajo colectivo y, sobre todo, la articulación del discurso” (Martin, Ana “Autocrítica del carnaval” en: ramona, nº 55, Buenos Aires, octubre de 2005 pp. 44-45).

Pero esto no se trata de hacer una crítica al activismo artístico sino en reconocer qué estrategias del campo del arte le caben mejor a nuestro objetivo de lucha. En ese sentido la acción de Atención Flotante (Taller Flotante, AlaPlástica, La Dársena, El Levante) en 2015 es tan relevante para nosotros por su disruptividad con las dos tradiciones de donde bebe su accionar: la del arte político y la de las luchas anticapitalistas. La acción en territorio, la confianza en el proceso didáctico recíproco y la búsqueda de horizontalidad en la construcción son ejes para ellos: repiensan los productos artísticos a la par de los modos de organización y resistencia. Y quizás algo muy pequeño de eso tuvo la acción cultural que realizó el colectivo de trabajadores ATACA el 20 de febrero de este año frente al MNBA: una puesta en la calle y hacia los peatones de los museos y espacios culturales afectados por la política estatal. Un proceso inabarcable para una cámara.

Creo entonces que si desde el campo político-cultural continuamos ofreciendo las ya conocidas imágenes de la lucha, la visibilización nunca va a ser tal porque nunca pasará por la conciencia crítica de aquellos que esperamos que reaccionen y se organicen ante la injusticia. Es que, tal como dice Didi-Huberman: “El acto de ver no es el acto de una máquina de percibir lo real en tanto que compuesto por evidencias tautológicas (...) Dar a ver es siempre inquietar el ver, en su acto, en su sujeto. Ver es siempre una operación de sujeto, por lo tanto una operación hendida, inquieta, agitada, abierta” (Didi-Huberman, G, Lo que vemos, lo que nos mira, Buenos Aires, Manantial, 1997, p. 47)

Por eso no hay que construir imágenes ni buscar la visibilización en un sentido formal. Habrá que construir otro tipo de acciones: que no puedan ser comprendidas con un simple golpe de vista, que no puedan ser vistas con los ojos culturalmente hegemónicos. Y que ni siquiera puedan ser vistas, porque las miradas agitadas y abiertas no se construyen con nuevas imágenes sino con trabajo cultural territorial en constante protesta. Trabajemos ahí donde sea necesario mutar unos ojos por otros. No construyamos objetos o acciones visibles sino sujetos de cambio. Y ya sabemos que tenemos, como mínimo, cuatro años de trabajo. Porque ver, y fundamentalmente ser vistos, puede ser una trampa mortal. Una hermosa fábula al respecto:

“(...) El pobre animalito que va a morir se queda viendo nomás, mira al león que lo mira. El animalito ya no se ve él mismo, mira lo que el león mira, mira la imagen del animalito en la mirada del león, mira que, en su mirarlo del león, es pequeño y débil. El animalito ni se pensaba si es pequeño y débil, era pues un animalito, ni grande ni pequeño, ni fuerte ni débil. Pero ahora mira en el mirarlo del león, mira el miedo. Y, mirando que lo miran, el animalito se convence, él solo, de que es pequeño y débil. (...) Así mata el león. Mata mirando. Pero hay un animalito que no hace así, que cuando lo tapa al león no le hace caso y se sigue como si nada, y si el león lo manotea, él contesta con un zarpazo de sus manitas, que son chiquitas pero duele la sangre que sacan. Y este animalito no se deja del león porque no mira que lo miran... es ciego. "Topos", les dicen a esos animalitos". (Subcomandante Marcos, “El león mata mirando”, en Cartas y manifiestos, Buenos Aires, Planeta, 1998)


Entonces visibilizar debiera ser construir sentido desde el punto ciego, es decir desde la no-imagen. Y saber cuál es ese punto ciego de la cultura es un objetivo que tenemos que discutir tanto las organizaciones políticas como los trabajadores de la imagen, en tanto trabajadores de la cultura. Y como tales tenemos la potencia suficiente como para impedir que los tautológicos sigan comprendiendo y produciendo la cultura de esa manera. El cambio es nuestro, no de ellos. Así, queda hecha la invitación...


Azul Blaseotto - "El amor vence al odio"
(Dibujo documental in situ, marcador sobre papel, 18x15cm)