martes, 27 de diciembre de 2011

El bosque de Ariel Mlynarzewicz





Son pocas las veces en que nos encontramos en el centro de un bosque. La mayoría de nosotros vivimos en la ciudad, nuestras actividades están aquí dentro, y los bosques son algo lejano y ajeno para nosotros: aún si viajásemos rápidamente hasta el bosque más cercano, nuestra comprensión de aquella enorme cantidad de árboles sería minúscula. Entonces, ¿qué es un bosque?, ¿cómo conocerlos plenamente? ¿de qué modo adentrarse en ellos y buscar aquello que los define entre sus hojas o detrás del ruido agresivo de sus ramas? Quise encontrar esa respuesta en la reciente exposición de Ariel Mlynarzewicz, la que hospedó el Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori, pero algo más que un bosque en miniatura hallé dentro de aquella sala.
Solemos escuchar, de niños, ayudados por algunas frases de bolsillo, que el arte nos devela otras historias, como las novelas fantásticas, historias extrañas y movilizantes. Creemos, entonces, que el arte nos da la posibilidad de conocer nuevas experiencias, las que difícilmente podremos tener bajo las circunstancias corrientes de nuestra simple vida; así, creemos también que el arte es la herramienta perfecta para desplegar la imaginación. Todo esto aún se sostiene, pero es algo errado e inexacto. Porque, según descubrí entre las pinturas de Mlynarzewicz, observar una obra de arte no responde tan solo preguntas sobre los otros, no se detiene en la mágica narración de un conflicto o en la descripción de un momento del mundo. Ya no serían los cuadros de Mlynarzewicz la definición cerrada y terminante de los bosques universales sino simplemente una pregunta aún más grande: ¿Qué nos atrae de un bosque?.
Las obras se exhibían sin ningún ordenamiento: ni de fechas ni de tamaños ni de motivos. Sólo se podía saber que todos aquellas obras habían sido hechas entre 2010 y 2011. De un lado, árboles rojos y amarillos, rabiosos y solos que parecían moverse, pero también el estatismo de un grupo de troncos que daban frío. Para quienes conocen la obra anterior de Mlynarzewicz, para quienes la admiran y la esperan, aquí no había ni figuras humanas ni rostros sonrientes o cansados. Ni siquiera había formas fácilmente reconocibles. En su lugar, otras verticales: los árboles y los bosques inhabitados. Sin embargo, aún estaban allí las marcas de la espátula, los rastros de pinceles gruesos y la enorme variedad de colores que parecen reconocerse solamente en sus obras. Aún así, ninguno de esos bosques era un paisaje.
El paisaje como género pictórico no se consolida hasta entrado el siglo XVIII. Es asombroso pensar que un género que hoy en día aún se considera tan típico de la historia de la pintura, tenga apenas dos siglos de vida. Sin embargo, nos hemos familiarizado tanto con esta idea que todavía adjudicamos a los paisajes naturales características de una pintura: hemos sido educados para observar la naturaleza como una obra de arte (bastaría con comparar nuestra descripción de un monte con la que puede hacer un campesino, por ejemplo). En mejor o peor sentido, la fotografía a tomado su lugar, como en tantas otras cosas, y hoy las revistas de viajes y nuestras propias fotografías turísticas son testigos de eso. Más allá de eso hay algo que se mantiene constante entre aquellas pinturas y estas fotografías: la idea misma de la naturaleza captada.
Antes del siglo XVIII, los paisajes eran, aunque cuidadamente pintados, meros escenarios de escenas bíblicas o mitológicas, o bien de sucesos históricos determinados. A partir de allí, la vista de la naturaleza se ha ido transformando en un hecho artístico en sí mismo, en un hecho estético completamente extraño a la vida cotidiana: los paisajes son su marca más clara, pero también lo son los espacios verdes creados de un modo ficticiamente rústico a lo largo y a lo ancho de toda Europa, y luego en Latinoamérica. Son estos paisajes, en definitiva, los mejores testigos de la cruel apropiación y desustanciación de la naturaleza. En estos últimos años, hay quienes se sorprenden de la devastación ambiental generada por el sistema de producción que nos abraza. Y sin embargo allí se consolidó, con la apropiación simbólica de los territorios. La naturaleza, cíclica pero cambiante en un modo paulatino y calmo, se vuelve entonces estática y acostumbrada.
Con excepción de los paisajes de Turner y de los romántico alemanes, el resto de los paisajes del siglo XIX sólo parecían ser pálidos reflejos de lo que suelen ser realmente. Habría que esperar hasta Cézanne o Van Gogh para que la naturaleza vuelva a ser comprendida. Y es justamente después de pintar en el bosque, después de haber pasado un día entero en él, que Van Gogh escribe a su hermano: “Siempre estoy descontento, ya que el recuerdo de ese soberbio pedazo de naturaleza todavía ocupa demasiado mi espíritu para que pueda estar contento, pero eso no me impide describir en mi obra un reflejo de lo que me había impresionado, y me doy cuenta de que la naturaleza me ha contado algo, que me ha hablado, y que yo he estenografiado sus palabras”. Los paisajes serán también, de aquí en adelante, el resultado de la naturaleza observada por el temperamento del artista, según dijo Zolá.
Pero no es ni de un modo ni del otro como debemos mirar estas obras de Mlynarzewicz. Sólo podremos mirar este bosque si comprendemos la estrecha relación que existe entre el bosque y el acto de mirar.
Podemos alejarnos y pasear frente a las obras, como si estuviéramos deambulando por un bosque desinteresadamente, sin detenernos sobre ninguna de ellas en particular, y buscar aquello que reúna en grupos esa escalofriante diversidad. Están los bosques en la tarde, los que tienen más cantidad de colores cálidos, y están los bosques de la noche, aquellos que se entierran en un plano de óleo azul. Pero también están los árboles violetas y aquellos con tonos fucsias o amarillos. Sin dudas sería inútil y poco grata esa tarea: estaríamos domesticando y controlando la naturaleza que se despliega ante nosotros, algo que el mundo moderno conoce triste y profundamente. Habríamos quebrado la continuidad propia de la mirada, aquella que no aísla sino que reúne los bosques de la mañana con los bosques de la tarde y con los de la noche, aquella continuidad que es intrínseca a la naturaleza, e incluso a la propia memoria. Porque si bien la memoria selecciona y jerarquiza, aquello que recuerda no es nítido ni preciso sino excepcionalmente vago y difuso, para sugerir detrás de esa tiniebla todo aquello que hemos decidido olvidar y que lloramos en cada pesadilla. Aquella relación entre la mirada y la memoria es la que está presente en las pinturas que Mlynarzewicz ha hecho sobre su familia. No porque esa intimidad que retrata Mlynarzewicz sea nuestra propia intimidad: esa intimidad no nos pertenece ni se parece a la nuestra en absoluto. Sino porque en el acto mismo de pintar esas escenas, Ariel hace lo que nuestra memoria se fuerza por seguir haciendo, es decir, manteniendo inmutables los recuerdos más gratos. Mlynarzewicz pinta, en esas obras, lo que cada uno de nosotros pintaría si fuera feliz.
Ahora bien, también podríamos pensar que aquel bosque representado es la manifestación de una experiencia clara y contundente: la experiencia de mirar el bosque. Pero, ¿se habrá instalado en un bosque Mlynarzewicz, como Van Gogh, para pintarlo?. Si aquel bosque fue observado en su sitio, si el peso real de aquellos árboles fue sentido con todo el cuerpo, entonces los cuadros de Mlynarzewicz debieran llevar consigo las huellas de aquella experiencia, debieran poder devolvernos todo lo que un bosque nos ofrece cuando lo observamos: el viento que hace sonar el crujido de las ramas, la luz que existe solamente entre los resquicios de las hojas, los colores que se mueven como animales y se camuflan sobre sí mismos, la respiración entrecortada de los troncos y nuestra propia respiración que parece absorber el frío de las piedras y del pasto mojado.
Pero nada de ello está allí frente a la obra de Mlynarzewicz. No son estos cuadros los resultados de un viaje real en un paseo boscoso. Mucho antes, mucho más acá de nuestra mirada y mucho menos lejos de nuestros ojos están los espatulazos y el recorrido curvado de un pincel, un recorrido que no es más que el movimiento de un brazo en el aire.
Gran parte de los estudios que se han hecho sobre la obra de Mlynarzewicz, y también algo que él sostiene con constancia, es la importancia y la revalorización que en cada obra otorga al “oficio de pintar”, como él lo define. Es a través de esas líneas por donde debemos observar este bosque, nunca por otro lado. Porque si hay algo más llamativo que los propios árboles representados, eso es la técnica que utiliza Mlynarzewicz: son los colores, los rastros de los movimientos del artista los que están antes que cualquier árbol y que cualquier bosque, al punto de que muchas veces los árboles dejan de existir y vemos tan solo las huellas de su trabajo. Pero decir que aquello que da unidad a las obras es la técnica expresiva y el trabajo de Mlynarzewicz y no los temas que busca proyectar, sería equivocado. Justamente porque es allí donde menos unidad hay, donde mayores variaciones encontramos, y por eso seguir el camino de su oficio se convierte en el modo más justo de entender este bosque que ha pintado.
De entre toda la cantidad de obras que se exhibían en la sala, dos de ellas eran las más llamativas. “Mañana otoñal” y “Dios se desnuda en la lluvia” son dos obras extrañas. Allí ya no están los colores chocantes ni los pinceles fuertes y pesados de óleo sino que hay una delicadeza poco común a toda su obra. Esos dos bosques, allí expuestos, entre todas las otras obras, parecían dos criaturas indefensas rodeadas por salvajes fieras, como diría Vauxcelles de los fauvistas. Pero incluso entre aquellas obras que más se acercan al estilo que Mlynarzewicz ha venido cultivando, se observan cambios en la técnica: o bien primero hace un fondo plano donde luego pinta los árboles con velocidad y certeza, o bien el fondo se construye por los entrecruzamientos de los colores que ha elegido para los árboles. ¿Cómo entender aquellas variaciones en un artista que parece ya haber encontrado su propia voz? Aquellos cambios, aquellas variaciones, hacen visibles las indecisiones y las dudas que encierra todo acto creativo. Esos cambios son, entonces, el bosque de Mlynarzewicz.
El bosque, un ecosistema tan transitado por el hombre a lo largo de su historia, es un sitio natural donde proliferan los recursos alimenticios, es el sitio de la libertad y el resguardo pacífico ante las inclemencias del pueblo o de la ciudad. Pero el bosque es también la fuente de los más grandes temores, y por ello es el escenario habitual de las leyendas infantiles. Con Caperucita o Hansel y Gretel, hemos aprendido en nuestra infancia que el bosque es un laberinto natural por excelencia, donde no hay camino trazado que nos conduzca hacia nuestro destino. Quizás exista un camino gastado por donde las anteriores generaciones han caminado y desandado la espesura de aquel bosque, pero esos son, en definitiva, caminos transitorios y efímeros. El verdadero reto es el de encontrar un camino nuevo, aún a costa de equivocarse y encontrarse, cara a cara, con el lobo feroz.
Mlynarzewicz, con esta serie huérfana de las figuras humanas que lo caracterizan, nos enseña los caminos que ha tenido que recorrer mientras miraba todo aquello que su pintura nunca antes había visto. Todo lo que miraba era aún más novedoso que de costumbre. Por eso la variedad que nos rodea frente a ellos, y por eso también la sensación de intimidad que generan en conjunto: en su andar por este bosque, a la búsqueda de un camino correcto y confortable, Mlynarzewicz se encontraba con un árbol y, fiel a su condición de observador, no ha elegido derribarlos sino pintarlos. Porque sólo así recordará todo lo que debió sucederse para encontrar el sendero. Sólo él sabrá si lo ha encontrado, pero podemos estar seguros que ha descubierto, entre estos árboles, una gran verdad: que aún aquí, en este bosque, el lobo tendrá siempre el rostro del pintor. No muchos artistas han descubierto aquello: Van Gogh, Ensor, Bacon, Rembrandt. Todos ellos obstinados autorretratistas, como Mlynarzewicz.
¿Son estas obras, entonces, imágenes de árboles que crean un bosque? Sí, pero todas ellas no construyen un bosque real como los que hemos conocido sino que son el resultado de un bosque difícil de explicar para Mlynarzewicz: el bosque en que se transforma la tarea de mirar, el inicio de toda creación. Porque mirar es el ejercicio más directo y límpido para ordenar el mundo que nos rodea, es el primer sentido de nuestro cuerpo que se anima a enfrentarse a lo más extraño sin palabras que lo comenten, para darle una continuidad, para escuchar los diálogos que cada objeto establece con el otro y así encontrar un camino que nos justifique.
Mirar es entender los movimientos a través de la quietud. Pero también es acercarse y alejarse de aquello que está quieto. Y eso hacemos, en definitiva, en cualquier bosque. Porque mirar es el más bello modo de darle un sentido al mundo cuando estamos callados. Y si mirar es el gran don de los artistas, este bosque de Mlynarzewicz, entonces, podría ser el de cualquier artista. Pero Mlynarzewicz se define como “pintor de cuadros”, no como artista.
Entre 1986 y 1987, años durante los que estudió técnicas de grabado en Polonia, la Unión Soviética aún existía y estaban a punto de desmoronarse incluso sus objetivos artísticos más genuinos. Fue allí cuando, según dice Mlynarzewicz, comprendió que la pintura es para todos, en el marco de un programa cultural que buscaba estimular la sensibilidad artística de cada ciudadano. Para Mlynarzewicz, como para Marx, no habría más “pintores” sino individuos que se encargaran de pintar, entre otras tareas. Y es justamente la dificultad y la espesura que atraviesa Mlynarzewicz en esta tarea de pintar la que logra identificar este oficio con los otros oficios a los que dedicamos la vida, tan corrientes y necesarios como el del propio artista: enseñar en una escuela, componer un motor gigante, escribir un ensayo. Y es por eso que este ensayo, entonces, podría tratar, en realidad, sobre cualquier hombre: porque este bosque es el bosque al que todos los hombres nos enfrentamos.


lunes, 5 de diciembre de 2011

Recomendaciones, notas mentales

Número Uno: Trasladarse a Tigre, más específicamente a su museo de arte,y detenerse sobre la muestra temporal de Alberto Klix. Aquí los enlaces

http://www.klixalberto.com

http://www.mat.gov.ar

Número Dos: Walter Mignolo dará una conferencia en Mu, Punto de Encuentro (Hipólito Yrigoyen 1440. Tel: 4381-5269. Entrada libre y gratuita) A LAS 19HS.

martes, 4 de octubre de 2011

Hoy se murió un amigo

Hoy es 21 de septiembre, y murió un amigo. El día es hoy, el verbo está en pasado, y fue así que comencé a comprender la amistad como algo enmarcado en tiempos precisos. Fue mi amigo, es mi amigo, será mi amigo. ¿En qué tiempo verbal se conjuga la amistad? ¿en qué tiempo se ejerce?
Hoy por la madrugada, mientras los primeros brotes de los árboles gritaban su primavera, el invierno se apagaba en un cuerpo inmenso, de barriga cóncava como la quilla de un barco. Su nombre era (es, será) Bernardino Rivadavia, y algo más que su nombre prócero lo hacían un hombre particular.
Fue mi amigo con el tiempo porque me conoció lentamente, o porque sólo lentamente pude asimilarme a él, acercarme a sus risotadas y a su mentón escondido en el pecho. Ese tiempo de diez años que duró nuestra amistad son para mi la mitad de mi vida y para él tan solo un fragmento: cincuenta eran los años que nos separaban, los mismos que quizás permitieron mis dudas y mis preguntas.
Aún conservo una fotografía de él, bajo una boina roja y marrón que intentaba escapar de su cabeza y una bata a tono que cubría su pecho como la piel de algún animal feroz. Detrás, una confusión de plantas verdes como el metal que hacían resaltar el contorno abombado de su cuerpo. Si Rodin viviera, detendría esa imagen en una escultura, como hizo con Balzac.
Su biblioteca, ese espacio encuadernado de oscuridad donde sólo ciertos rincones se iluminaban de amarillo, era aquello que observé petrificado la primera vez que me invitó a su casa, y aquello en lo que busca transformarse mi propio departamento: ediciones en miniatura del Quijote en lengua castellana, libros de egiptología y botánica de lomos avejentados, caras dibujadas por Norman Rockwell que aparecían desde el techo, y variados y diminutos marcos de carey que encerraban frases hermosas o una flor del sepulcro de Franz Kafka. Pero también estaban las mariposas con alas abiertas, los frascos grandes como una cabeza que encerraban serpientes brillantes en su viscosidad, los monos embalsamados que miraban a la puerta o una infinidad de móviles de madera y globos terráqueos iluminados que colgaban por sobre mi cabeza.
A cada objeto su propia historia, como aquel libro de Trakl que compró al mismo Aldo Pellegrini en la librería “El Dragón”; a cada objeto su tiempo y a cada tiempo su ubicación. Allí encerrado ese tiempo era su propia vida, porque como todo coleccionista su vida valía cada una de esas conquistas. Todo producto de la mente humana resguarda intacto su propio tiempo, y allí aquel tiempo lograba potenciarse. Y en realidad era ese el tiempo que nos unía, el tiempo de los objetos que alrededor suyo se desplegaban, porque esos objetos eran, en definitiva, las herramientas de su memoria, como lo es para mí su fotografía.
Al contrario de lo que pueda pensarse sobre un hombre que en los últimos años dejó de frecuentar la vida pública, un poco por voluntad y un poco empujado por su propia enfermedad, Bernardino (Dino era su apodo) nunca ahorró conmigo las palabras que tanto le debía al silencio de su propia casa. Me contaba sus sueños, sus recuerdos y equivocaciones. Tres anécdotas son las que mejor lo definen en este momento, y más son las que hoy lamento no haber apuntado.
El primero es un sueño atravesado en profundidad por su amistad unilateral con Jorge Luis Borges. Sentado en su sillón, mientras pasaba la mano sobre un frasco lleno de caramelos de colores, narró el sueño como si lo hubiera estado escribiendo desde el momento mismo en que se despertó: caminaba liviano por una de las diagonales de Buenos Aires y de pronto Borges a su lado con las manos sobre el bastón, cruzadas como él las tenía detrás de la espalda. Súbitamente un coro de niños saltaba de la mano por la vereda mientras entonaba una canción reconocible y que estallaba sobre las fachadas de los edificios grises. Borges le dio nombre a la canción, sin embargo él no podía escucharla.
Pero nunca me detuve a analizar aquel sueño, y mucho menos lo haré ahora si nunca podré oír ya la risa de Dino que se inflaba como una bolsa cada vez que coincidíamos. Más aún, poco vale la traducción de aquel relato onírico frente a la fuerza de una doble confesión de su inconsciente, pues mientras lo narraba entrecerró sus ojos y recostó la nuca sobre el respaldo del sillón, abandonó la luz de aquella tarde a mi confianza. Y ese fue el mayor gesto, el que expresa un hombre cada vez que se dispone a confesar un sueño.
Unos meses después, unos años después, ya no recuerdo, fue una carta enmarcada, con una letra vagamente reconocible. Extendió aquel cuadrito por sobre la mesa del jardín, el jardín de la foto, el que absorbía toda la claridad de ese barrio de casas bajas, y guiñó un ojo para que lo tomara entre mis manos. Aquella letra era la extensión de la pluma de Julio Cortazar y la respuesta a una carta escrita por el hombre que ahora me miraba de costado mientras leía. Cortazar se excusaba en esa carta de no recordar haber leído aquel cuento de Horacio Quiroga con que Dino emparentaba “Axolotl”: no más que esa fue la respuesta, una carta alejada de los sentimentalismos que encierra toda correspondencia.
Asentí asombrado por el documento que cargaba, pero más aún por la curiosidad que me provocaba aquel cuento de Quiroga, y que yo no había leído. Me llevó unos cuantos días y unos cuantos y cansados anaqueles públicos encontrar “El mono que asesinó”, y en ese lapso olvidé la carta de Cortázar: encontré que las relaciones entre ambos cuentos no eran más sorprendentes que casuales. Sin embargo perdura en mí la invitación de aquel brazo extendido sobre la mesa del jardín: era el indicador de un camino de investigación y curiosidad, era la voluntad de encontrar vagas o rotundas similitudes entre dos objetos hasta ese momento inconexos, era la introducción más simple a una imperecedera observación poética.
Por último está su humor, el de la aparición diurna de la Virgen María en la cama de Dalmiro Saenz, nadando entre sábanas empapadas de un alcohol que se resistía a secarse, por ejemplo; o el humor de los insultos que soltaba al aire pronunciados con todas las letras, aceptando el carácter lingüístico de aquellas palabras tan prohibidas; o su última humorada trágica, como aquella de los cuentos de Saki que me leía, cuando entendió que la importancia de su cuerpo sin vida debía ser trasladada por los bomberos y no por la ambulancia.
La última vez que lo vi fue lejos de su biblioteca, en una pobre habitación de hospital que parecía rechazar todo lo que él sabía o sentía. No podía rotar su cuerpo de los dolores que lo acosaban, simplemente tenía permitido flexionar las rodillas. Por eso no podía mirarme si me sentaba a su lado en uno de aquellos bancos de metal vencido. Tan solo miraba, tras sus gruesos lentes, a un punto oscuro en la pared que lo enfrentaba, y hablaba, y me escuchaba.
Uno de los innumerables días que pasé con él allí decidí leerle una frase de John Ruskin que había encontrado hacía poco en un libro sobre Van Gogh: “No es con el arte de una hora ni con el de una vida o el de un siglo, sino con la ayuda de un número infinito de almas, como se debe crear una obra hermosa. Y al igual que la subordinación del yo, el entendimiento, la inclinación pura y natural del corazón y la paciencia deben estar presentes en la creación de un cuadro, del mismo modo debemos reconocer todo ello para comprender una obra”. Leí aquello con una voz monocorde, con miedo de perturbar la pretenciosa pulcritud de aquel silencio hospitalario. Dino no me miraba, no podían hacerlo sus dos ojos mojados. Pero apoyó su mano, hinchada por los corticoides, sobre la mía y me pidió un cuaderno, y unos crayones. En aquella semana hizo un hermoso dibujo de Van Gogh, y yo sentí con fervor que lo que había leído había sido su extremaunción. Él también lo supo.

Recibí la noticia de su muerte acostado en mi cama, del mismo modo en que él la recibió: la enfermedad terminal que padecía comenzó a adueñarse de su cuerpo más rápidamente, como un líquido espeso que se desparramó sobre sus huesos y los detuvo, como la propia melancolía.
Ya no podía abrir los ojos ni hablar claramente, dos sentidos que siempre fueron, para la vida que se le escapaba, el poste de aquella carpa inmensa que era su cuerpo.
Nunca me contó sus ganas de morir, nunca habló de la muerte con todas las palabras, quizás porque era su boca la que sabía que aquellos pensamientos eran contradictorios con mi propia juventud. La vejez, me dijo Dino una vez, es la dolorosa pérdida de la capacidad de seducir.
Había recibido un llamado de él que no pude contestar unos días antes, y hoy siento acongojado que aquel pudo haber sido, que aquel era, su último llamado.
Lloré las conversaciones pendientes, su sonrisa cada vez que me veía, lloré por sus consejos y sus anhelos, por la confianza que depositó en esto que hago y en esto que soy.
Me angustié porque comprendí la muerte de un modo distinto a aquel en que siempre creí entenderla. La muerte de un familiar o una persona cercana nunca es un recordatorio de nuestra propia muerte, eso es sólo un pensamiento burdo y egoísta. Tampoco la muerte es una manifestación de lo inevitable, ni la alteridad permanente, como dijo Jean Pierre Vernant. La muerte es la explosión del tiempo cotidiano, prosaico, de aquel tiempo que no luchamos por evitarla: ni la nuestra ni la de los demás. Porque el sentido colectivo de la muerte no emparenta a los muertos con los vivos, como un efecto se emparenta a una causa, ni a un individuo con su propia muerte y la de los demás. La colectividad de la muerte está en la eterna posibilidad de perder el tiempo de estar con nuestros semejantes, y hace fuertes aquellos lazos, aunque sólo cuando ya es tarde.
Es por eso que la muerte es, la muerte de un amigo, la negación del tiempo que encierra toda relación humana, y el único final posible para una amistad entrañable.

A propósito de la exposición "Del socavón" de Fernando García Curten. Centro Cultural Borges, La Línea Piensa. Junio de 2010.

Contra las blancas y refulgentes paredes, tras la luz cristalina y denunciante de las dicroicas, resaltaba y subrayaba su presencia una silueta negra, casi opaca, que parecía haber salido de uno de esos dibujos, de esos manchones oscuros que dan la sensación de abrir grandes huecos en las paredes: Fernando García Curten, de espaldas a sus creaciones, ocultándose de ellas, con un diario bajo el brazo, la boina bien calada y vestido completamente de negro, desentonando incluso con su tez clara y su barba incolora. Estrechaba la mano de algunos desconocidos, abrazaba pausadamente a sus amigos, y absorbía palmadas comprensivas en el hombro. De haber llorado, su rostro pudo dar a entender que estaba en un velorio, como si recibiera la consolación frente a una gran y definitiva pérdida.
Sin embargo, García Curten ya se había anticipado a una escena similar, aunque curiosamente distinta: en su obra “Velorio” del año 2007 el bolígrafo negro es su única herramienta, unos trazos relampagueantes son su consecuencia. La mujer del centro, que nos mira absorta sentada sobre la banqueta alta, y el personaje de rostro desordenado y chaqueta militar, están por delante de dos hombres que lloran juntos en un gesto de brazos quebrados y que dan los ojos tristes a la última y pequeña figura: una niña desnuda, sentada en el suelo, esconde la cabeza entre sus brazos.
Todos los personajes se amontonan en la superficie del dibujo, impidiéndonos reconocer un espacio claro u ordenado, como lo pensó el Renacimiento Italiano. Para los artistas y científicos de esa generación, una obra de arte era una caja espacial que simulaba la realidad, un cuadro era como una gran ventana al mundo.
García Curten, respaldado por sus mentores del Expresionismo Alemán, comprendió que había que romper esa ventana de un violento piedrazo. A nosotros nos toca la tarea de recoger esos trozos de vidrio y construir un espejo. Es así que nos llevará tiempo reconocer el ataúd en “Velorio”, de entre los planos oscuros que emergen del suelo, e incluso reconocer que la figura allí dentro es la del propio García Curten.
Arriba, en un rincón, solitaria, pende oscilante una bombita de luz que no logra eliminar la oscuridad ni justificar los agudos contrastes. Dibujar es justamente eso: conseguir que el espacio virginal de la hoja en blanco, de la hoja iluminada, se vea trastornada por una o por miles de líneas que, como pensamientos, construyen un silogismo, a veces más oscuros que otros.
Más aún, en sus dibujos la confusión de líneas y el lento emerger de las figuras entre ellas imitan a nuestros ojos cuando los envuelve la oscuridad. Como cuando estamos en una habitación completamente oscura y de a poco comenzamos a reconocer los objetos que nos rodean, acostumbrándonos a una oscuridad que ya lentamente asimilamos.
Recuerdo haber visto esa obra allí, rodeada de otros excelentes dibujos, deteniéndome en sus detalles, observando de cerca la grafía de esas figuras y buscando resguardarlas de esas luces inquisidoras. Me sentí, en ese momento, invadido por un sentimiento profundamente extraño, como si me hubiera vuelto parte de esa obras, como si sintiera realmente la incomodidad que parecían estar gritando allí esas bocas entrecruzadas por manchas amorfas y líneas apresadas.
Busqué miradas a mi alrededor y cinco cabezas asintieron en silencio, señalando con el dedo alguna extremidad que nacía desde sus propios ojos, y desde el entramado de líneas y manchas negras, que dejaban el espacio suficiente para que naciera otra figura, pero ahora desde el vacío de lo blanco. “¡Qué lindo!”, escuché, y me sumergí, abnegado, más profundamente en ese caos perfecto que se ordenaba a veces entre hombres tensionados o tendidos, o en artistas ya olvidados, en mujeres desnudas, en figuras gritando, en la masacre de un contingente, en el péndulo de un ahorcado, en un enjambre de extremidades mutiladas, pero también en una flor, en un foco de luz, en un niño, en una pipa, en un bolígrafo, y en la propia figura descompuesta de García Curten, que se inmiscuye solitaria siempre que puede entre toda esa ola putrefacta.
Hoy puedo pensar, viendo aquellos trazos con lapicera, que algunos de sus dibujos tienen una relación directa con sus esculturas, esas maravillosas esculturas construidas con deshechos (hablar de esas esculturas aquí sería desmerecer las maravillosas palabras que Abelardo Castillo ha escrito sobre ellas).
La relación que se establece entre estos dibujos y aquellas esculturas, que se exhiben permanentemente en su Casa-Museo de San Pedro, no está en las temáticas ni en el carácter astillado, como menciona Luis Felipe Noé en el catálogo de la muestra, sino en su particularidad táctil: de cerca podemos observar cómo la lapicera ha marcado el papel, lo ha deformado con su trazo y lo ha transformado en su camino, como cuando escribimos con letra fuerte y decidida en hojas de cuaderno, y pasamos la mano en el reverso, asombrados de poder tocar nuestra letra y sentirla con los dedos. Esa misma posibilidad de palpar las figuras es la que nos acerca a sus esculturas.
Mantuve en mi memoria cada una de las siluetas, compuestas con líneas superficialmente nerviosas y desesperadas, y así pude observar y reconocerlas en cada una de las obras, para decidir no salir más de ese mundo de blancos y negros, para caminar por la calle y poder ver un linyera dibujado de ese modo o un presidente televisivo alzando un brazo hecho de líneas y rastros de tinta. Caminé hacia el otro lado de la sala, lejos de la muchedumbre que sonreía, y me crucé de brazos, apoyado en la baranda, para observar a García Curten. Me pregunté si habría comprendido que desde ese momento se tornaría indispensable para muchos de nosotros.
Salí de allí con una sensación de despojo que afloró unas cuadras más adelante, dejando detrás el griterío. Sentí, entonces, como si alguien me hubiese arrancado algo con violencia, como cuando somos víctimas de un robo, de un arrebato. Sin embargo, ello significaba también cargar un peso menos, una molestia menos para deambular. Entendí, desde ese momento, que las obras que había visto ese día significaban y representaban un fragmento de mí, eran algo que me había pertenecido hacía mucho tiempo y que alguien había decidido quitarme inexplicablemente.
Ahora creo comprender las razones de Curten cuando decidió dejar de exponer en el año 90: allí se siente uno realmente expuesto, desnudo en un territorio neutro, blanco y vacío. Afortunadamente, los dibujos intentaban luchar contra esa neutralidad, contra la situación forzada que significa una exposición. Quizás por ello, también, decidió esconderse tras la gente, continuando charlas que se tornarían superficiales al lado de sus obras. Y aunque esté ahora escribiendo esto, hay un pedazo de mi alma que se siente hondo e incompleto, que decidirá errar indefinidamente hasta el momento en que encuentre nuevamente su pieza faltante, ese trozo que se fue y que ahora está en cada dibujo de Fernando García Curten.
Y es por ello, por ser esas piezas faltantes que buscan desesperadamente, que esos dibujos pueden ser representaciones de la soledad del artista, de su incomprensión, del mundo atormentado que observa, de nuestros propios miedos, pero también pueden ser la Guerra Civil española, pueden ser el horror de una mesa de tortura, o las imperceptibles amenazas de la sociedad del espectáculo. Siempre haciendo del hombre y su representación, el tema central.
Entonces, ¿de qué modo ver ahora las irónicas instalaciones contemporáneas? ¿en qué clave comprender las pasadas exhibiciones del Di Tella? ¿Cómo buscar la fundamentación de un Hiperrealismo acechante o de las aún repetidas Vanguardias Geométricas? Porque, en conclusión, ¿qué actitud más vanguardista hubo en las plásticas argentinas que aquella decisión de dejar de participar en concursos o abandonar las salas de exposición, que supo tomar muy sabiamente García Curten?
Busco ahora palabras que me amparen y encuentro un libro de Henry Miller que aún tiene el olor de mi adolescencia. Busco mis propias líneas que subrayan párrafos enteros, iluminando lo que pensaba algunos años atrás. Azarosamente quizás, encontré las siguientes palabras: “Cuando pienso que la tarea que el artista se asigna implícitamente es la de derrocar los valores existentes, convertir el caos que lo rodea en un orden propio, sembrar rivalidad y fermento para que, mediante la liberalidad emocional, los que están muertos puedan ser devueltos a la vida, entonces es cuando corro gozoso hacia los grandes e imperfectos, su confusión me alimenta, su tartamudez es música divina para mis oídos”.
Y quizás, así, de a poco, dibujo por dibujo, acercándonos a hombres como éste, sea el modo en que terminemos de entender que la responsabilidad con que un hombre vive y crea, no es más que la forma que tiene para que el mundo sepa que no está solo en su desaparición.



martes, 12 de julio de 2011

The american way of die





En una foto tomada cerca de los inicios de la década del 60, se observa a John Rosenquist, un hombre rubio y medianamente calvo, pintando sobre un andamio a grandes alturas. La cámara captura el cuerpo de este hombre bien de cerca, transformándolo en el protagonista de la fotografía: levemente inclinado hacia atrás, la mano derecha acerca una gruesa brocha de pintor a una superficie que no logra verse plenamente, mientras que en su rostro observamos cierta concentración, y la mano izquierda sostiene una paleta con pintura.
Bajo sus pies, como si la pisara, la calle se despliega con todos sus atributos: autos que pasean sus techos por la ciudad, peatones que cruzan la avenida y un sol radiante que apenas deja algunas sombras. Pareciera un gigante que pinta un mural en la ciudad. Sin embargo, nadie lo observa, nadie logra percatarse de su presencia en las alturas. Aquel mundo pareciera estar completamente ajeno a la actividad de Rosenquist. Sólo la cámara registra su actividad. ¿Cómo es posible que no se observe a ningún transeúnte mirando hacia arriba, detenido ante la inmensidad de la obra de arte en proceso?
La respuesta es simple: Rosenquist no está creando ninguna obra de arte, sino una de las grandes publicidades que colmaron, y aún colman, las concentraciones urbanizadas. ¿Cuál es la diferencia entonces? O mejor dicho, ¿existe tal diferencia?.
Antes de convertirse en uno de los representantes del Pop Art norteamericano, John Rosenquist trabajó largos años de su vida pintando anuncios publicitarios callejeros. Sin dudas, esta pequeña discreción biográfica es relevante si entendemos que la mayor parte de los artistas Pop han bebido de los signos publicitarios como de una fuente de inspiración, pues tal como señala Irving Sandler,

“El arte Pop también puede ser considerado en sentido estrecho, como un arte que representa imágenes tomadas del arte comercial. Esto es, signos de signos. E, igualmente importante y más radical, un arte que usa las técnicas mecánicas, y por ende impersonales del arte comercial”.

Sin ir más lejos, la producción de Rosenquist, quien utiliza el aerógrafo en enormes superficies planas, se ha leído bajo la influencia de este pasado como creador de anuncios publicitarios en el sentido de una clara continuidad.
De tal manera el Arte Pop, en cierto modo, ha logrado jugar sobre aquel límite y cuestionarlo. Pero, ¿qué relación estableció con el contexto socio-político del que surgió?
En los textos que analizan el Arte Pop, es recurrente e inevitable mencionar la importancia de la cultura popular en el marco de sus producciones. Siguiendo nuevamente el razonamiento de Irving Sandler, esta emergencia de lo popular “hubiese sido impensable en el contexto de la Depresión, cuando (…) los productos de consumo no estaban al alcance ni eran disponibles” . Así, y en palabras de Buchloh, “este tipo de objetos e imaginería había tomado control total de la representación visual y de la experiencia pública de modo irreversible” .
Pero la universalización de los signos publicitarios en casi todas las regiones del mundo, era meramente una consecuencia visible de la más profunda y traumática reorganización del mundo luego de la Segunda Guerra Mundial. Aquella imagen nostálgica de la década del 60 como un período de felicidad, oculta una época de muchos conflictos políticos, sociales e ideológicos. Tratemos de imaginar un futuro donde la palabra escrita deje de existir, imaginemos que el único modo de conocer el pasado sea a partir de las obras de arte: ¿qué pasado se reconstruiría sobre la situación socio-política del mundo en la década del 60 a partir de las manifestaciones del Arte Pop? Difícilmente se deduzcan de ella la Guerra de Vietnam, el conflicto con la Unión Soviética y la crisis de los misiles, la Revolución Cubana, la guerra de liberación de Argelia, los movimientos pacifistas o los reclamos por los derechos civiles de las minorías. Y todo ello enmarcado por el progreso tecnológico y los descubrimientos científicos, que eran pilares fundamentales del desarrollo económico capitalista y que se transformaron en herramientas de su voraz capacidad de expansión:

“Es en los sesenta que la lógica del capitalismo se extiende hasta abarcar el mundo entero, destruyendo sistemáticamente todas las economías aldeanas precapitalistas que hasta entonces subsistían, y reemplazándolas por una agricultura industrializada”.

Bajo este clima el Arte Pop elige utilizar en sus obras las manifestaciones visuales más notorias de la expansión de esta nueva modalidad de colonización: el mercado y sus imágenes publicitarias. Sin embargo, Frederic Jameson señala la imposibilidad de las obras de arte Pop de dar cuenta de su contexto de emergencia: alejados de la condición gestual de la pintura norteamericana previa y de sus efectos simbólicos o metafóricos, los artistas del Pop decidieron escoger la despersonalización de los signos publicitarios y sus técnicas de producción. Las obras del Pop Art generan así una más íntima equivalencia con los productos de consumo masivo, y como tales, se presentan como fetiches alejados de su contexto de producción. Es en este sentido que Jameson entiende la obra Zapatos de polvo de diamante de Andy Warhol , y el mismo tono en que podemos comprender al Arte Pop en general.
Es aquí necesario, sin embargo, regresar sobre la obra de John Rosenquist. Si bien el Arte Pop difícilmente tratara temas sociales, uno de sus ejemplos más típicos es la obra F-111 (1962). Esta obra, de grandes dimensiones, mantiene aquellas reminiscencias de los carteles publicitarios que Rosenquist pintara de joven y que mencionamos en la fotografía del inicio. F-111 es una obra compuesta por una sucesión abrumadora de imágenes desfragmentadas y recombinadas, manteniendo asimismo el estilo descomunal y fotográfico de los carteles publicitarios: colores saturados, imágenes arquetípicas y despersonalizadas, envuelven las cuatro paredes y al potencial espectador, tal como si estuviera en alguna calle céntrica de Nueva York. Las diferencias, más allá de su ubicación (uno en la calle, el otro en el Museo), son cada vez menos precisas.
Actualmente albergada en el MOMA, el catálogo de la institución entiende a F-111 como una obra que “establece nexos inquietantes entre el militarismo y la estructura consumista de la economía estadounidense” . Sin embargo, aquella lectura no se arriesga a situar la obra como una crítica directa a aquel contexto histórico.
Jameson afirma que las obras de Warhol, cuyo eje central está en el proceso de conversión de los objetos en mercancías, deberían ser fuertes juicios políticos y críticos, pero no lo son. ¿Por qué razón? Podríamos aventurar la idea de que aquel síntoma radica justamente en la similitud que el Arte Pop ha establecido con la publicidad.
En La palabra pintada Tom Wolfe puntea lo siguiente:

“[aquellas cosas que] gustaban a los artistas Pop no eran representaciones de una realidad externa. Eran sistemas hechos a base de los signos que habían llegado a ser un lugar común en la cultura americana. Al ampliarlos y darlos al lienzo, lo que hacían estos artistas era sacarlos de su condición de mensajes para convertirlos en algo que no era mensaje ni imagen de la realidad externa”

En cierto modo, entonces, el desapego frente a aquella realidad externa, imposibilitaba al Arte Pop de generar alguna crítica política, en el sentido en que Jameson lo entiende.
Asimismo, y como escribe Buchloh, el espectador de una obra del Pop Art sufre el mismo anonimato que frente a los objetos de consumo:

“Regulados como están por los eternamente repetitivos gestos de la producción y consumo alienados, [los consumidores] son borrados (…) de todo acceso a una dimensión de resistencia crítica”.

Pero hay algo más. Borrando huellas expresivas, rasgos manuales en la producción de sus obras, el Pop Art redujo la creación artística a una más plena superficialidad. Tras esta superficialidad, que Jameson liga al decorativismo, no existe ya la advertencia al sujeto burgués que debe cambiar su vida, aquella vida que consiste en caminar por la calle sin observar hacia arriba y encontrar a un hombre pintando un enorme cartel publicitario.