sábado, 30 de junio de 2012

Ut sculptura poesis. Esculturas en la colección del MAMBo (Revista de Arte Magenta - Junio 2012)



Por Marcos Krämer

Como ocurre con los recuerdos o con los objetos heredados, y tal como sucedía entre los incas con las momias de sus antepasados, a veces es necesario que las obras de arte se descubran nuevamente, que se las devuelva a la luz de las miradas transitadas por el presente, como en una especie de rito. No solo por el cariño que produce volver a verlas sino también por las discusiones que regeneran.

Entre el 20 de Marzo y el 22 de Abril, el Museo de Arte Moderno de Bogotá, a través de su Departamento de Curaduría, se propuso exhibir un reto: la selección de 100 obras escultóricas de su gran acervo patrimonial, prólogo de lujo a la próxima edición del catálogo definitivo. Allí, finalmente, el descubrimiento será completo: se darán a conocer públicamente las casi 3000 obras que el museo posee actualmente.

Ahora bien, ¿qué implica esta selección? ¿qué acarrea este redescubrimiento? Fundamentalmente, una lectura transversal de la plástica colombiana e, inevitablemente, del camino eternamente replanteado del arte americano. Porque en este camino sinuoso de su patrimonio escultórico, dibujado por María Elvira Ardila, curadora de la exhibición, las piezas escultóricas de Beuys, Oldenburg, Arp, Dalí y Matta ocupan tan solo un espacio secundario y casi irrelevante. Por el contrario, los protagonistas son otros.

En el relato de identificación nacionalista que la década del 40 había vuelto a plantear sobre las artes plásticas americanas, las esculturas de Edgar Negret y de Eduardo Ramírez Villamizar tienen una trascendencia axial para Colombia. Sin embargo, su valioso aporte no será plenamente comprendido si no mencionamos un primer gran descubrimiento para la escultura colombiana: en 1944, el escultor español Jorge Oteiza toma contacto directo con las esculturas megalíticas precolombinas de la cultura agustiniana del valle del Río Magdalena, y es en aquel mismo año cuando escribe en su Carta a los artistas de América: “América es, teóricamente, hoy, el lugar público para la realización de una cultura nueva. Sólo americano quiere decir mañana, hombre del porvenir, nuevo modo de sentir y de reaparecer”.

Tomados de esas riendas, y sin perder de vista a Torres García, Negret y Villamizar, con sus esculturas de aluminio o metales oxidados, con sus figuras geométricas con referencias a las “abstracciones” precolombinas, reinterpretan los secretos sagrados y ocupan así el primer espacio de exhibición que la curaduría reservó a estos dos grandes pilares. El diálogo entre la vanguardia modernista y la tradición precolombina y americana se establece como fundante, dando lugar a una geometría de la esperanza.

Continuando con el relato museográfico, de cierta linealidad histórica, María Elvira Ardila ubica a Feliza Bursztyn como la gran disruptora del lenguaje escultórico colombiano: la inserción del movimiento en su obra Cuja (1974), tan sencilla como una cama con un motor bajo una sábana de seda, le da el adjetivo de “cinética” a una tradición artística que lo desconocía; y la utilización de chatarra, como en Encaje de Bruselas (1972) y Clitemnestra (1963), ayuda a Bursztyn a tomar la discusión de género como una preocupación personal.

Observando las producciones de los 70, las experiencias del Pop se hacen evidentes de la mano de Naturaleza casi muerta (1970), una cama de lata donde Beatriz González establece un nuevo diálogo con las imágenes populares de su país, interviniéndola con una imagen emblemática de la ciudad de Bogotá, el Señor Caído de Monserrate.

La figura de Bernardo Salcedo, cuya irreverencia e ironía duchampiana lo han ubicado en las líneas del Neodadaísmo, se hace explícita en las dos cajas blancas que exhibe en esta oportunidad el MamBo: objets trouvés, inútiles y desinteresadamente estéticos se ensamblan con el único objetivo de provocar una discordancia. Los enormes huevos a punto de caer de las puertas entreabiertas de la caja blanca son la imagen desolada que nos entrega Lo que Dante no sabía: Beatriz amaba el control de la natalidad (1966).

Enseguida, una especie de minimalismo colombiano, oxidado y rústico, consolidado durante la década del 80, se presenta con una acertada distribución espacial: las obras monocromáticas, al ras del piso, permiten entender muchas de las búsquedas táctiles y sensoriales de Hugo Zapata, John Castles, Álvaro Gómez y Germán Botero, entre otros.

Desde aquí, ambos trabajos de Elias Heim y Carlos Blanco dan un cierre no decisivo al derrotero histórico de la escultura colombiana. Dejan, con sus obras exhibidas, sin embargo, la sensación de una apertura aún más ancha en al porvenir del arte conceptual.
Sin embargo, el recorrido finaliza con los trabajos en cerámica de Nadin Ospina y Cecilia Ordóñez, que permiten establecer una nueva lectura de las raíces precolombinas en el marco de la transculturación. O bien la obra Corona para una princesa chibcha (1990) de Ma. Fernanda Cardozo, capaz de ser leída tras las aún latentes reivindicaciones indígenas contemporáneas.

No obstante, de entre todas las características de la disciplina que ha sabido invertir la escultura moderna, hay una que en esta exhibición se destaca por sobre todas y que enfrenta al propio observador al momento de apreciar cada una de las obras expuestas: ¿cómo mirar una obra escultórica?

Desde la antigüedad, las artes se han visto categorizadas o diferenciadas de acuerdo a sus objetivos más específicos. Así, durante el Renacimiento, la pintura buscó jerarquizarse a través de una comparación con la poesía. Ut pictura poesis, escribió Horacio. Como la pintura es la poesía, repetían los teóricos italianos.

Más allá de las referencias directas que los artistas expuestos hacen a la poesía (es el caso de Salcedo y Dante, el de Heim y Paul Celan o el de Peláez y Pessoa), es ahora la escultura moderna la que deja ver un fundamento poético entre sus creaciones más sintomáticas. Según Rosalind Krauss, las modernas formas escultóricas, figuras ambivalentes y desdefinidas, no deben ser observadas desde un punto de vista determinado visualmente sino a través de la construcción de un estado.

Este estado, alejado plenamente de la narración y que exige un acercamiento contextual y anímico completo es, sin dudas, el de la propia poesía. La escultura, como la poesía, ya no representa una observación, rememora una huella. Porque así como la poesía implica un abordaje de la palabra desacostumbrado, donde el lenguaje no cumple las funciones que solemos atribuirle, en la escultura la posibilidad de palpar la textura de los materiales o de acercarse a otras de sus sensaciones choca de un modo brutal con la cotidianeidad misma de los propios materiales. De ese modo, los metales oxidados de Villamizar, como fragmentos de estructuras putrefactos para la vida práctica, construyen objetos reales y de gran belleza; así, el movimiento de los motores de Bursztyn no encuentra causas ni consecuencias; y el sistema de refrigeración de Heim es la presencia amenazante de la muerte.

Unos años atrás Villamizar escribió: “No dejo que la geometría domine mi obra. Creo que la expresión y la sensibilidad tienen que dominar los materiales. Lo que primero debe tener una obra de arte es poesía; sin poesía, sin misterio, sería apenas geometría, y ésta, sola, no es arte”.

Así, la propuesta del MamBo no solo parece haberse propuesto marcar un recorrido amplio de la escultura colombiana sino también subrayar los pasos que ha dado el arte escultórico hacia los objetivos más íntimos y olvidados de las Vanguardias.




lunes, 18 de junio de 2012

Lajos Szalay - La mirada sin lugar (Revista de Arte Magenta - Junio de 2012)


Por Marcos Krämer

Quienes nunca han visitado un ciudad lejana deberán evocarla siempre influenciados por relatos ajenos o tan solo mirando un mapa con atención, con ansias. Así su geografía, los nombres de sus calles, el dibujo de su trazado o los ríos que la atraviesan comienzan a agrandarse y a tornarse fantasiosos, alucinantes frente al mapa. Pero hay veces en que la desesperanza es un inmenso obstáculo a la imaginación.
Lajos Szalay llegó a Tucumán en 1949 con 40 años de edad, en busca de trabajo, abandonando el rastro de la guerra y lo que ella había hecho de Paris y de su país natal, Hungría. Con varios e importantes premios a cuestas, es nombrado jefe de la sección de dibujo del Departamento de Artes de la Universidad de Tucumán. ¿Qué trajo en sus valijas? ¿Qué decidió dejar olvidado?
Cuando Szalay llegó a la Argentina no solo había sido un observador partícipe de la Segunda Guerra Mundial sino que se había detenido a mirarla mientras la padecía, mientras la transitaba. Su rol como corresponsal de guerra no le había dado la oportunidad de observar desde un sillón el horror que padecía un continente sino que debía estar en constante movimiento. Szalay no disparaba un fusil pero tampoco podía conversar con los oprimidos por aquellas balas. Su tarea era otra: observar detenido mientras transitaba. Desde allí, no ha dejado de hacer ninguna de las dos cosas: porque dibujar se transformó en un sinónimo de movimiento. Sí, lo sé, puede parecer extraño, porque dibujar algo, siempre es parecido a detenerlo, a congelar su movimiento o a representarlo en un papel inmóvil.
Para una generación como la mía, y como tantas otras que no han tenido la desagradable oportunidad de presenciar o ser conscientes del desarrollo de una guerra, es difícil describir o apenas desentrañar todos las contradicciones y silencios que generan las guerras en sus huérfanos, en sus muertos y en todos aquellos que han decidido callar. Por el contrario, hoy, todo hecho catastrófico o desagradable sólo parece suceder sólo a distancia, desde la inmóvil y coloreada pantalla de un televisor. Frente a ello, la movilidad y la tinta negra de Lajos Szalay vuelven a ser necesarios.
Cuando Szalay se hace cargo de la cátedra de dibujo, el Instituto Superior de Artes lo tenía todo, la Universidad de Tucumán lo tenía todo. Hasta nuestro país llegaría a tenerlo. La pintura, la escultura, el grabado, la danza, las artes dramáticas, la música y las artes gráficas tenían un objetivo común, construido y orientado por la propia universidad: la educación del gusto estético de la sociedad. En este plan de difusión y de extensión cultural, los principales objetivos de la enseñanza no eran otros que el de la práctica artística y su inserción social: se crearon talleres, se presentaron espectáculos, conciertos, exposiciones, conferencias. Eran grandes metas, sin dudas, porque la esperanza era inmensa, como la sonrisa de un niño; pero a la vez limpia, como su llanto acongojado.
¿Qué ansias eran las que guardaba este húngaro emigrado?, ¿sobre la base de qué reconstruiría esa esperanza este hombre atravesado por la guerra?, ¿qué porción de aquella lejana infancia aún quedaba en el cuerpo de Szalay?
Los dibujos que en 1954 compiló la universidad en una monografía visual retoman pequeñas obras en tinta entre 1937 y 1954. No están ordenadas cronológicamente sino por temas. Los casi 150 dibujos están allí nombrados como lo que son para Szalay, pequeñas representaciones de grandes conceptos: La madre, El abuelo, La familia, El profesor. Cada uno de esos dibujos son grandes y rotundas declaraciones que le escapan a la particularidad y a la compleja lógica que se desprende de las experiencias, esa lógica que en la adultez nos señala las diferencias entre las cosas y que no nos permite generalizar. Esos dibujos son para aquel Szalay desesperanzado lo que su niñez era respecto de su propia adultez, la creencia de que el mundo entero era capaz de ser comprendido con pocos años, con pocas líneas. Porque sólo para los niños una madre es “la” madre, un amigo es “la” amistad.
Pero aquel hombre, que según sus contemporáneos tucumanos deambulaba “entre el ensimismamiento oriental y la claridad mediterránea”, no había tenido una niñez solamente cobijada entre los cómodos márgenes que mi generación y mi clase puede reconocer. A los 9 años había exhibido en una exposición infantil de la ciudad de Viena dibujos con temas bélicos. Sin dudas, esa también era su infancia. Y por eso están allí también, entre aquellos dibujos publicados, El muerto, El hombre enfermo, Piedad, El hospital, La guerra, Apocalipsis, La venganza, entre tantos otros.
La mayor parte de esos dibujos parecen haber sido hechos por la misma línea, desde el principio hasta el final, una línea infinita. Muchos han dicho que esa línea de Szalay es una línea torturada. Pero, ¿quién tortura a quién? ¿acaso el dibujante hace sufrir a la línea o hay algo que ya ha hecho sufrir a la mano?
Durante su tarea como corresponsal Szalay, por miedo a perjudicar su mano hábil, aprendió a dibujar con la izquierda: debió erradicar un movimiento innato. La tortura es un dolor que se nos impone, una sufrida sensación que no estamos dispuestos a enfrentar y de la que nunca podremos aprender. Dure el tiempo que dure toda tortura, por efímera que sea, se transforma en una carga negra, opaca, como las líneas que dibuja Szalay. Nuestro país y Tucumán son testigos de ello: hay algunos que pudieron contarlo y desprenderse aunque sea por un rato de esa carga, otros aún no han aparecido para hacerlo.
Aquella carga, transportada por la mirada de Szalay durante tantos años, es la que ha quedado plasmada en los dibujos publicados en 1954. Una carga que no reconocía el lugar donde estuviera: entre 1937 y 1954 Szalay había estado en Budapest, Paris, Buenos Aires y Tucumán, había transitado por todas ellas sin dejar de observar, y en el poco tiempo que pasó en Buenos Aires cuando llegó a la Argentina, realizó 25 frescos dibujos en tinta que se publicaron de inmediato. Nuevamente dibujaba en tránsito, sin detenerse.
Los desastres de la guerra y la infancia se habían desarraigado para Szalay, eran ya recuerdos en constante movimiento, recuerdos sin lugar. Por eso la quietud de sus dibujos es sólo aparente: las líneas se retuercen, viajan, rodean casi sin fin a los personajes que crean.
Pero Szalay no observaba desastres fácilmente reconocibles ni documentaba hechos particulares sino todo lo contrario (hasta representaba escenas bíblicas), y eso nunca puede transformarse en un reproche frente a la ferviente necesidad de ser narrada que tiene la desgracia. Porque, como señaló Jean Paul Sartre, “que un obstinado, en una habitación cuyas ventanas dan a un campo de reclusión, pinte compoteras, no es demasiado grave: peca por omisión. El verdadero crimen consiste en pintar el campo de reclusión como si fuera una compotera”.
Antes de que se despidiera, los jóvenes dibujantes supieron que Szalay no dejaba en Argentina un estilo sino una responsabilidad. Aurelio Salas, Carlos Alonso y Fernando García Curten fueron quienes mejor lo entendieron. Pero hoy es necesario preguntarse: ¿qué responsabilidades sienten ahora las nuevas generaciones?

“Lajos Szalay, la línea maestra” – Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori
Desde el 2 de Junio de 2012 al 15 de Julio de 2012
Av. Infanta Isabel 555 (CABA)

http://www.revistamagenta.com/index.php/lajos-szalay-la-mirada-sin-lugar/