martes, 4 de octubre de 2011

Hoy se murió un amigo

Hoy es 21 de septiembre, y murió un amigo. El día es hoy, el verbo está en pasado, y fue así que comencé a comprender la amistad como algo enmarcado en tiempos precisos. Fue mi amigo, es mi amigo, será mi amigo. ¿En qué tiempo verbal se conjuga la amistad? ¿en qué tiempo se ejerce?
Hoy por la madrugada, mientras los primeros brotes de los árboles gritaban su primavera, el invierno se apagaba en un cuerpo inmenso, de barriga cóncava como la quilla de un barco. Su nombre era (es, será) Bernardino Rivadavia, y algo más que su nombre prócero lo hacían un hombre particular.
Fue mi amigo con el tiempo porque me conoció lentamente, o porque sólo lentamente pude asimilarme a él, acercarme a sus risotadas y a su mentón escondido en el pecho. Ese tiempo de diez años que duró nuestra amistad son para mi la mitad de mi vida y para él tan solo un fragmento: cincuenta eran los años que nos separaban, los mismos que quizás permitieron mis dudas y mis preguntas.
Aún conservo una fotografía de él, bajo una boina roja y marrón que intentaba escapar de su cabeza y una bata a tono que cubría su pecho como la piel de algún animal feroz. Detrás, una confusión de plantas verdes como el metal que hacían resaltar el contorno abombado de su cuerpo. Si Rodin viviera, detendría esa imagen en una escultura, como hizo con Balzac.
Su biblioteca, ese espacio encuadernado de oscuridad donde sólo ciertos rincones se iluminaban de amarillo, era aquello que observé petrificado la primera vez que me invitó a su casa, y aquello en lo que busca transformarse mi propio departamento: ediciones en miniatura del Quijote en lengua castellana, libros de egiptología y botánica de lomos avejentados, caras dibujadas por Norman Rockwell que aparecían desde el techo, y variados y diminutos marcos de carey que encerraban frases hermosas o una flor del sepulcro de Franz Kafka. Pero también estaban las mariposas con alas abiertas, los frascos grandes como una cabeza que encerraban serpientes brillantes en su viscosidad, los monos embalsamados que miraban a la puerta o una infinidad de móviles de madera y globos terráqueos iluminados que colgaban por sobre mi cabeza.
A cada objeto su propia historia, como aquel libro de Trakl que compró al mismo Aldo Pellegrini en la librería “El Dragón”; a cada objeto su tiempo y a cada tiempo su ubicación. Allí encerrado ese tiempo era su propia vida, porque como todo coleccionista su vida valía cada una de esas conquistas. Todo producto de la mente humana resguarda intacto su propio tiempo, y allí aquel tiempo lograba potenciarse. Y en realidad era ese el tiempo que nos unía, el tiempo de los objetos que alrededor suyo se desplegaban, porque esos objetos eran, en definitiva, las herramientas de su memoria, como lo es para mí su fotografía.
Al contrario de lo que pueda pensarse sobre un hombre que en los últimos años dejó de frecuentar la vida pública, un poco por voluntad y un poco empujado por su propia enfermedad, Bernardino (Dino era su apodo) nunca ahorró conmigo las palabras que tanto le debía al silencio de su propia casa. Me contaba sus sueños, sus recuerdos y equivocaciones. Tres anécdotas son las que mejor lo definen en este momento, y más son las que hoy lamento no haber apuntado.
El primero es un sueño atravesado en profundidad por su amistad unilateral con Jorge Luis Borges. Sentado en su sillón, mientras pasaba la mano sobre un frasco lleno de caramelos de colores, narró el sueño como si lo hubiera estado escribiendo desde el momento mismo en que se despertó: caminaba liviano por una de las diagonales de Buenos Aires y de pronto Borges a su lado con las manos sobre el bastón, cruzadas como él las tenía detrás de la espalda. Súbitamente un coro de niños saltaba de la mano por la vereda mientras entonaba una canción reconocible y que estallaba sobre las fachadas de los edificios grises. Borges le dio nombre a la canción, sin embargo él no podía escucharla.
Pero nunca me detuve a analizar aquel sueño, y mucho menos lo haré ahora si nunca podré oír ya la risa de Dino que se inflaba como una bolsa cada vez que coincidíamos. Más aún, poco vale la traducción de aquel relato onírico frente a la fuerza de una doble confesión de su inconsciente, pues mientras lo narraba entrecerró sus ojos y recostó la nuca sobre el respaldo del sillón, abandonó la luz de aquella tarde a mi confianza. Y ese fue el mayor gesto, el que expresa un hombre cada vez que se dispone a confesar un sueño.
Unos meses después, unos años después, ya no recuerdo, fue una carta enmarcada, con una letra vagamente reconocible. Extendió aquel cuadrito por sobre la mesa del jardín, el jardín de la foto, el que absorbía toda la claridad de ese barrio de casas bajas, y guiñó un ojo para que lo tomara entre mis manos. Aquella letra era la extensión de la pluma de Julio Cortazar y la respuesta a una carta escrita por el hombre que ahora me miraba de costado mientras leía. Cortazar se excusaba en esa carta de no recordar haber leído aquel cuento de Horacio Quiroga con que Dino emparentaba “Axolotl”: no más que esa fue la respuesta, una carta alejada de los sentimentalismos que encierra toda correspondencia.
Asentí asombrado por el documento que cargaba, pero más aún por la curiosidad que me provocaba aquel cuento de Quiroga, y que yo no había leído. Me llevó unos cuantos días y unos cuantos y cansados anaqueles públicos encontrar “El mono que asesinó”, y en ese lapso olvidé la carta de Cortázar: encontré que las relaciones entre ambos cuentos no eran más sorprendentes que casuales. Sin embargo perdura en mí la invitación de aquel brazo extendido sobre la mesa del jardín: era el indicador de un camino de investigación y curiosidad, era la voluntad de encontrar vagas o rotundas similitudes entre dos objetos hasta ese momento inconexos, era la introducción más simple a una imperecedera observación poética.
Por último está su humor, el de la aparición diurna de la Virgen María en la cama de Dalmiro Saenz, nadando entre sábanas empapadas de un alcohol que se resistía a secarse, por ejemplo; o el humor de los insultos que soltaba al aire pronunciados con todas las letras, aceptando el carácter lingüístico de aquellas palabras tan prohibidas; o su última humorada trágica, como aquella de los cuentos de Saki que me leía, cuando entendió que la importancia de su cuerpo sin vida debía ser trasladada por los bomberos y no por la ambulancia.
La última vez que lo vi fue lejos de su biblioteca, en una pobre habitación de hospital que parecía rechazar todo lo que él sabía o sentía. No podía rotar su cuerpo de los dolores que lo acosaban, simplemente tenía permitido flexionar las rodillas. Por eso no podía mirarme si me sentaba a su lado en uno de aquellos bancos de metal vencido. Tan solo miraba, tras sus gruesos lentes, a un punto oscuro en la pared que lo enfrentaba, y hablaba, y me escuchaba.
Uno de los innumerables días que pasé con él allí decidí leerle una frase de John Ruskin que había encontrado hacía poco en un libro sobre Van Gogh: “No es con el arte de una hora ni con el de una vida o el de un siglo, sino con la ayuda de un número infinito de almas, como se debe crear una obra hermosa. Y al igual que la subordinación del yo, el entendimiento, la inclinación pura y natural del corazón y la paciencia deben estar presentes en la creación de un cuadro, del mismo modo debemos reconocer todo ello para comprender una obra”. Leí aquello con una voz monocorde, con miedo de perturbar la pretenciosa pulcritud de aquel silencio hospitalario. Dino no me miraba, no podían hacerlo sus dos ojos mojados. Pero apoyó su mano, hinchada por los corticoides, sobre la mía y me pidió un cuaderno, y unos crayones. En aquella semana hizo un hermoso dibujo de Van Gogh, y yo sentí con fervor que lo que había leído había sido su extremaunción. Él también lo supo.

Recibí la noticia de su muerte acostado en mi cama, del mismo modo en que él la recibió: la enfermedad terminal que padecía comenzó a adueñarse de su cuerpo más rápidamente, como un líquido espeso que se desparramó sobre sus huesos y los detuvo, como la propia melancolía.
Ya no podía abrir los ojos ni hablar claramente, dos sentidos que siempre fueron, para la vida que se le escapaba, el poste de aquella carpa inmensa que era su cuerpo.
Nunca me contó sus ganas de morir, nunca habló de la muerte con todas las palabras, quizás porque era su boca la que sabía que aquellos pensamientos eran contradictorios con mi propia juventud. La vejez, me dijo Dino una vez, es la dolorosa pérdida de la capacidad de seducir.
Había recibido un llamado de él que no pude contestar unos días antes, y hoy siento acongojado que aquel pudo haber sido, que aquel era, su último llamado.
Lloré las conversaciones pendientes, su sonrisa cada vez que me veía, lloré por sus consejos y sus anhelos, por la confianza que depositó en esto que hago y en esto que soy.
Me angustié porque comprendí la muerte de un modo distinto a aquel en que siempre creí entenderla. La muerte de un familiar o una persona cercana nunca es un recordatorio de nuestra propia muerte, eso es sólo un pensamiento burdo y egoísta. Tampoco la muerte es una manifestación de lo inevitable, ni la alteridad permanente, como dijo Jean Pierre Vernant. La muerte es la explosión del tiempo cotidiano, prosaico, de aquel tiempo que no luchamos por evitarla: ni la nuestra ni la de los demás. Porque el sentido colectivo de la muerte no emparenta a los muertos con los vivos, como un efecto se emparenta a una causa, ni a un individuo con su propia muerte y la de los demás. La colectividad de la muerte está en la eterna posibilidad de perder el tiempo de estar con nuestros semejantes, y hace fuertes aquellos lazos, aunque sólo cuando ya es tarde.
Es por eso que la muerte es, la muerte de un amigo, la negación del tiempo que encierra toda relación humana, y el único final posible para una amistad entrañable.

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