sábado, 11 de abril de 2015

El museo como campo de batalla - Catálogo Bellos Jueves (MNBA, 2015)


La historia de los museos es, como la Historia a la que pertenece, un camino errático y lleno de injusticias. El museo ha pasado de ser un sitio que únicamente buscaba aportar placer a un sitio que únicamente aportaba conocimiento, pasando por ser el moldeador del gusto, el lugar de resguardo de los objetos de la civilización o el espacio donde se definía el poder del monarca o del Estado.
No es que esos objetivos fueran eliminados de cuajo pero sí es cierto que afortunada y paradójicamente la educación como preocupación museística se vio convocada una vez que se comenzaron a cuestionar esas funciones. Es que en cada una de esas opciones el museo es el monstruo que define, otorga, confirma y discrimina mientras se presenta como un sitio de libertad y de uniformidad. Y nada de eso tiene que ver con la educación. De arriba hacia abajo no se construye la cultura, lo único que se hace de arriba hacia abajo son los pozos.
Durante el año 2014 “Bellos Jueves” no solamente fue una oportunidad para ver cosas distintas dentro del museo más tradicional de Buenos Aires sino para volver a preguntarse por el rol educativo de los museos, para definir con más precisión sus objetivos pedagógicos y para tensionar todas esas respuestas. ¿Qué es y qué debe hacer el área de educación de un museo?


Las vanguardias históricas primero y las neovanguardias después no solamente han puesto en cuestión el rol antiguo y descontextualizador del museo sino que también, con ese mismo gesto, han permitido poner en discusión la función del arte y la capacidad educativa que éste tiene. Ese movimiento era casi inevitable porque, tal como dijo Gertrude Stein en 1911: “Se puede ser un museo y se puede ser moderno, pero no se puede ser ambas cosas a la vez”.
Es imposible entender el peso creciente de la actividad educativa de los museos sin comprender este modo rabioso y a contrapelo con el que comenzaron a ser vistos los museos en la segunda mitad del siglo XX. En este sentido es fundante por su coherencia y peso coyuntural el libro que Pierre Bourdieu y Alan Darbel publican en 1966 El amor al arte. Los museos de arte europeos y su público, que ha significado la deconstrucción de la simbología museal tradicional dejando ver que las diferencias de apreciación dentro de un museo no son producto de un don natural o divino sino de accesos diferenciados a la cultura. Y ahí se posiciona la educación.
Ahora bien, ¿cómo hacer para que siglos de discriminación de acceso cultural se eliminen y se abran las fronteras de clase cerradas por generaciones? La respuesta es tan lineal como compleja. Entendiendo, primero, que la observación artística es completamente opuesta a la observación de los productos de la industria cultural: no es un acto inmediato y pasivo, como ver televisión, sino un proceso pausado y activo que puede llevar días, meses y hasta vidas.
Pero no solamente eso. El museo tradicional le otorga al espectador (le obliga a tomar) un rol ajeno a su rol social, es decir, un rol ahistórico y asocial ajeno al tiempo que atraviesa. Y así, lentamente, el rol educativo de un museo va tomando cada vez más responsabilidades y lo deja frente a su sociedad con una carga ética y transformadora tan grande que no cabe dentro de los límites físicos del edificio.


No es equivocado creer que el museo es una de las instituciones que consolida trayectorias o propone la novedad: o bien dice lo que existió y lo que es válido en el gran relato de la Historia del Arte, o bien dice lo que existirá en el arte del futuro: juega con el pasado y con lo que supone será pasado en el futuro. Parece obvio que Bellos Jueves se inscribe más en esta segunda opción de los museos. Pero decir en el ámbito de las instituciones estatales es muy parecido a afirmar rotundamente y, por lo tanto, sin matices.
Eso sería lo mismo que olvidar que los mejores museos, los ideales, son los que permiten e impulsan las contradicciones, los que explicitan las disputas y los que dejan crear “en vivo y en directo” el conocimiento. A nivel educativo, ese es el resultado de que todos los miembros de un museo tengan la voluntad de captar los intereses de la comunidad y de asumir ese conflicto. El área de educación de un museo, cuando trabaja en conjunto con las otras áreas como en el caso de Bellos Jueves puede intentar alcanzar ese objetivo.




Sólo de ese modo la obra de Florencia Levy en el museo fue el puntapié para pensar los espacios de la memoria; sólo de ese modo los cambios lumínicos de Peisajovich fueron, además de arte desmaterializado, símbolos de las luces y sombras de los museos, o la censura visual de Orjuela trajo recuerdos de memorias militares mientras cavaba en la realidad del narcotráfico; sólo de ese modo el banco de Lamothe se preguntó por la abstracción de Malevich mientras irrumpía con su extraña cotidianeidad en la sala de Manet, o “La hora americana” fue la oportunidad para saber quién tiene la potestad de hablar sobre las minorías mientras conocíamos una corriente artístico-intelectual ensombrecida; sólo de ese modo el desnudo artístico se desnudó de machismo y la literatura de Cortázar junto a sus fotografías se preguntaron las posibilidades revolucionarias de la literatura. Porque educar en un museo es enseñar los modos de captar la potencialidad de los objetos artísticos, no señalar las cosas que deben ser observadas. Y delante de las obras de un museo no hay más que gente dispuesta a hacer del arte algo útil.
Por esa razón es que el área de educación de un museo es la más huidiza e inconformista, la que debe replantearse año a año, día a día, cómo está desarrollando su tarea. Empieza, por ejemplo, sabiendo que la información y la educación son dos destinos opuestos, como diría Paulo Freire. La información tiene que ver con el consumo, mientras que tomar conciencia requiere de una apropiación transformadora.



Sin una voluntad educativa como la que busca tener, Bellos Jueves puede terminar centralizando la actividad del museo a partir del arte, reivindicando el espacio del museo sólo para los artistas, lo que significaría un menosprecio por el público y un énfasis solamente puesto en lo experimental del arte contemporáneo y no en su posible carga educativa. Porque, en definitiva, el contenido de un museo no son los objetos sino las personas. Ahí es cuando más fructífero se hace el vínculo entre la educación y el arte contemporáneo, cuando éste ha terminado por comprender su rol performático, su visibilidad y su responsabilidad.
Si se profundiza ese vínculo, la educación en un museo permitirá encauzar las necesidades sociales y no crearlas. El mayor objetivo de un área de educación es desaparecer, aunque suene terrible, cuando haya logrado que todos se apropien de las herramientas. Ese sería el momento más tierno y también el más coherente con los supuestos del arte de vanguardia. Un área de educación no está para salvar errores curatoriales o para informar histéricamente sino para convertir, del modo más amable, el museo en un lugar de debate activo, y para enseñar la tensión que permita construir los varios caminos que lleven a la disolución de las clases culturales. Ese sería el momento más memorable y también el más coherente con el arte latinoamericano de este nuevo siglo.
Por todo eso, y aunque no parezca, este libro tiene más un objetivo de manifiesto que de recuento histórico: plantea las bases, no pinta la fachada... propone, no celebra. Por eso Bellos Jueves no "fue" y ni siquiera "es". Porque BJ se piensa como un "será" que “será” vertebral en la medida en que podamos doblarlo, cuestionarlo, modificarlo o sumarle de acuerdo a nuestras necesidades, entendidas éstas fundamentalmente como necesidades aún más colectivas que las de la colectividad artística de Buenos Aires. Y ese debiera ser también el objetivo de un museo. Es que si Bellos Jueves puede en algún momento enseñarnos algo eso será construir un nuevo tipo de museo.




Lo que se abre en el nuevo año de Bellos Jueves, y seguramente también en los que le continuarán, es la pregunta sobre cuánto del arte que se produce en Buenos Aires y que se exhibe en Bellos Jueves es potencialmente educativo, es decir, que tiene pretensiones de atravesar lo que lo enfrenta para transformarlo con paciencia. La respuesta que esto conlleva no hace más que generar una pregunta útil: ¿nuestros artistas están “educados para educar”, están acostumbrados a comunicar? Quizás sea conveniente prestar atención a Luis Camnitzer cuando dijo que el espíritu educativo se trata de minimizar la huella del ego y acentuar la función pedagógica. Pero, ¿debemos exigir eso solamente a los artistas? No lo creo. Sí confío en que la guía de acá en adelante sea la que propuso, muy humildemente, un intelectual desde el encierro, acosado por la censura y la falta de libertad: “[el deseo de un arte educador] no contiene el de un arte en vez de otro, sino el de una realidad moral en vez de otra. Del mismo modo, el que desea que un espejo refleje una persona hermosa y no una fea, no desea un espejo distinto del que tiene delante, sino una persona distinta” Ese fue el deseo de Antonio Gramsci y el que mejor debiera resumir los objetivos educativos de los museos contemporáneos, los de hoy.

Hoy el museo que debemos construir tiene que poder ser una iglesia sin dioses monotemáticos, una escuela sin aulas diferenciadas, una casa de tesoros donde reinen los materiales inservibles, un campo de batalla donde las personas ataquen y se defiendan con las imágenes.