martes, 18 de mayo de 2010

Walter Malosetti y la Memoria

Ya cerrada la noche y finalizado el concierto, las luces coloridas de una calle céntrica y el intermitente sonido de la ciudad disfrazaban la soledad de un martes por la medianoche. Los reflectores de la entrada del teatro eran los únicos que se animaban a iluminar esa calle maltratada. Decidimos ir a cenar cerca del teatro, así que caminamos con sus cosas: mi padre y él, adelante, llevaban el amplificador apoyado sobre un carrito y la guitarra enfundada; en tanto que Sara y yo optamos por seguirlos, con la otra guitarra y una valija plagada de libros y discos. Hacia delante, la oscuridad solamente permitía reconocer dos estampas cansadas y en trabajoso esfuerzo por cargar los bultos, mientras caminaban entre grandes fragmentos de baldosas rotas e intentaban mantener torpemente el equilibrio en un movimiento pendular, casi chaplinesco.
Entramos a un enorme restaurante que parecía estar finalizando su jornada, ya que los rostros de los mozos no desmentían el cansancio, y tres o cuatro parejas se dispersaban por el local tras alguna columna o cerca de los baños, como con la vergüenza de haber sido descubiertos desnudos.
Luego de sentarnos, y mientras Walter elegía el plato que iba a comer, golpeó sus palmas sobre la mesa, rítmicamente pero con presurosa velocidad, y recordé una de las canciones que había interpretado esa noche: “Grama”, aquella que escribió por la memoria de su difunta esposa. Lo recordé lejos e imposible, remoto sobre el escenario, recortada su silueta por dos haces de luz cálida, desdibujadas sus facciones bajo la sombra que proyectaba la visera de su boina negra, en pleno contraste con el brillo de la guitarra. Ahora podía observarlo bien, pero aún lejano, como todas las personas que no conocemos plenamente: en su rostro ovalado, enmarcado por una barba recortada, tan blanca como el poco pelo que tenía sobre las sienes y que dejaba ver la palidez de su piel, se conjugaban dos ojos verdes inquietos, como sus dedos sobre el diapasón. Miraba hacia todos lados con la impaciencia de un ratón rodeado por el temor, aunque divertido, y atropellaba las palabras en sus labios para decirle algo a mi padre. Fue allí cuando noté la presencia del medallón colgando de su cuello y que, inmenso, no se detenía sobre mis ojos a causa de los bruscos movimientos de Walter. Solamente veía el brillo intermitente de un disco metálico sobre su camisa negra, como cuando vemos batir sus alas a una paloma en plena noche.
La vergüenza y el respeto se confundieron en mí y me impidieron participar en las conversaciones que se desarrollaban. Intenté calcular la edad de ese hombre mayor, pero los enérgicos gestos que hacía mientras hablaba exhibieron una contradicción con los años que imaginaba, así que abandoné rápidamente mi intento.
Luego, mientras escuchaba el eco de una risa ahogada dentro de algún vaso, y dado el vago y superficial aspecto monacal en el que me permitían creer sus manos grandes y el abdomen ligeramente abultado, pude imaginar en él al abad de algún monasterio de la Alta Edad Media. Es curioso cómo, muchas veces, la rigurosa o excesiva observación de la cotidianeidad, el incesante contacto que establecemos con nuestro propio entorno, pueden llevarlo a uno a establecer similitudes inesperadas entre los objetos, parecidos físicos desopilantes y conclusiones inmensas, del tamaño de una ley natural, con el regocijo de haber encontrado la conexión oculta entre los seres de este mundo. Esa expectación detenida, densa y fructífera, es, en definitiva, la causa de que hoy comprendamos mejor algunos de los retratos que abundaron en la historia de la pintura occidental, pero que no han sido percibidos, en su momento, como infinitos productos de esa observación peculiar, la del artista, sino como afirmaciones de una destreza técnica.
Absorto en mi meditación, volví a mirar a Walter: con las cejas arqueadas, el ceño fruncido, el mentón hacia lo alto y los labios fuertemente inclinados hacia adelante, parecía estar escuchando las dubitativas preguntas de este núbil miembro de una Orden Mendicante, envuelto también en esos pálidos hábitos que caracterizaban la austeridad reinante.
Volví a seguir la conversación. Había comenzado a hablar sobre su infancia en Palomar, sobre la relación entre los trenes y las familias, entre aquel jefe de estación que era su padre y las tardes enteras que pasaba allí con sus hermanos. Detuvo su relato y me miró nuevamente, con una concentración tan fuerte que sentí inmediatamente que estaba tratando de adivinar lo que mi rostro expresaba. Comprimió su cara en un gesto, dejó libre una carcajada y continuó su historia, bajo las inmensas placas de zinc que cubrían la estación, observando desde lo bajo los rostros volátiles de los pasajeros, entre los mismos y cariñosos empleados ferroviarios, entre los sonidos únicos de un tren en movimiento. Parecía estar poniendo a prueba mi atención. De repente, un gesto cortó el aire y ensordeció el sonido metálico que imaginaba, disipando el vapor que ya se había formado en el paisaje que construía: Walter apoyó su mano sobre el brazo de mi padre, nos miró rápida y alternadamente con la presurosa alegría de un niño emocionado y nos contó la historia del telégrafo.
El contacto cotidiano que mantenían, tanto él como todos sus hermanos, con el bullicioso ambiente ferroviario, les permitió aprender rápidamente el lenguaje Morse.

- Tic, tic-tic, tic-tic, tic. Escuchábamos y memorizábamos, nada más –dijo con la boca llena de palabras alborozadas- Y después de unos meses nos transmitíamos secretos durante la cena, con el mango de los cuchillos sobre la mesa. ¡Escuchá!

Tomó rápidamente el cuchillo más cercano, el de Sara, sin siquiera pedirle permiso ante la complaciente mirada de ella, que aparentaba ya conocer la historia. Giró el cubierto con claridad entre sus manos y apoyó lentamente la empuñadura sobre la mesa, apartando lo que había sobre ella. Acomodó su cuerpo en la silla para inclinarse, y parecía estar arrojándose sobre la guitarra otra vez. Recordé súbitamente el retrato que Sabat hizo de Malosetti, donde ese mismo movimiento se resume sobre el instrumento, y que, con el simple trazo de un lápiz negro, no alcanza a vislumbrarse el rostro pero sí deja ver su espalda curvada hacia adelante, los brazos protectores y el mechón de pelo que ahora intentaba caer tímidamente sobre la mesa.
Nos inclinamos nosotros también, encerrando ese espacio desde donde se escuchaba nacer una confesión:

- Tic, tic-tic, tic-tic, tic, tic, tic-tic- y el sonido del cuchillo opacó el ruido de los otros cubiertos que chocaban en el restaurante- ¿Y? ¿Alguien entendió lo que dije?. Lo preguntó con una sonrisa colgando de sus labios, una sonrisa que amaneraba con caer atronadoramente.

El silencio permitió aceptar nuestra ignorancia, e incluso incomodó a Sara, que esta vez estaba sorprendida.

- ¡Pelotudo! Eso les estaba diciendo, a ustedes.

Dejó caer finalmente esa risa estrepitosa, que no tardó mucho en contagiarnos, y se recostó sobre el respaldo de la silla. Volví a ver el brillo que colgaba de su cuello. Sus ojos se achicaron, y la respiración entrecortada develaba a un niño travieso que mostraba todos sus dientes.
El mozo llegó para tomar nuestro pedido. Walter irguió su espalda, llenó de aire su pecho y cruzó los brazos, alejándose de la mesa, tratando de recuperar la seriedad con la solemnidad de un militar de alto rango. Sin embargo, el movimiento elocuente de sus cejas lo dejaba en evidencia: las movía hacia arriba y hacia abajo, empujando todas las arrugas de su frente rítmicamente, luchando contra su seriedad, como cuando un niño intenta reírse inmediatamente después de haber llorado.
Alcancé a ver el medallón detenidamente ahora, de frente a mí y abarcando perfectamente el centro de su pecho. Era un medallón redondo de un metal ya oscurecido, tan grande como el diámetro de un vaso, con incisiones que dibujaban dentro del perímetro las iniciales de su nombre, difícilmente reconocibles. Eran dos letras sensualmente curvilíneas que entrelazaban sus trazos sin violar el marco circular, pero generando un curioso juego con la coincidencia de sus formas. Tal como si viéramos un laberinto desde el cielo, resultaba complejo saber dónde comenzaba una letra y terminaba la otra: sus extremos se arqueaban serpentinamente una y otra vez, volviendo sobre sí mismos y formando un rítmico y abigarrado conjunto de curvas. Ese medallón era único. Se lo habían obsequiado a Walter algunas décadas atrás cuando viajó al pequeño pueblo italiano donde habían nacido sus raíces, y donde aún quedaba gran parte de su ascendencia albanesa, que huyó despavoridamente de su patria, buscando refugio.
Cuando llegaron nuestros platos, Walter comió con una energía irreconocible, casi sin emitir palabra alguna. Recordé, entonces, una costumbre albanesa para la cual el momento de las comidas es un tiempo en el que se lucha con la muerte, y por ello la conversación es algo más que el impedimento de esa agonía. Quizás sin saberlo, Malosetti estaba dejando sobrevivir una costumbre, y detrás un pensamiento, una respuesta tentativa a la más misteriosa pregunta humana. Pues de eso se componen las tradiciones, ese tipo de fuerzas vitales esconden los más extraños e incomprensibles hábitos: comienzan allí, la memoria y el arte, a compartir fundamentos. Porque el arte es, antes que nada, un proceso de simbolización que traduce la memoria colectiva y que expresa un universo único de creencias y costumbres. Es por ello que un exterminio, una conquista, la destrucción de una cultura, comenzarán siempre por la destrucción de su capital simbólico, por la relativización de esa alteridad: cinco siglos atrás, en el Cuzco de Pizarro, se erigieron construcciones eclesiásticas literalmente sobre las antiguas y milenarias construcciones incaicas; nueve años atrás, en la invasión estadounidense a Irak, los primeros objetivos a bombardear fueron los edificios de culto. ¿Qué tipo de fuerzas inconmensurables esconden esas obras de arte? ¿de qué contextos cosmológicos se las ha querido arrancar?
Reaccionarias e inconformables por naturaleza, las formas artísticas que pertenecieron y formaron parte de cada cultura se han negado a amoldarse o esconderse ante la presencia de estilos importados, luchando en cada momento contra su desaparición y resurgiendo cada vez con más fuerza.
Volvió a brillar el medallón, con un movimiento oscilante, y observé otra vez sus complejas curvas. Walter echó su espalda hacia atrás, satisfecho por la comida, y lo imaginé nuevamente como un monje medieval, en una época en que la polifonía del jazz era impensada. Fue allí cuando recordé el arte celta, el arte irlandés de principios de nuestra era, aprisionado por los preceptos de una nueva religión, el catolicismo. Evangelios ilustrados como el de Durrow, Lindisfarne o Kells, que hoy se guardan bajo llave como meros ejemplos de una etapa del arte irlandés y se celebran como frutos de un contacto cultural, son en realidad una manifestación más de esas fuerzas agónicas subliminales que cualquier cultura emite en forma desesperada durante un proceso forzado de resquebrajamiento. Tal como las obras del barroco americano, los manuscritos ilustrados irlandeses forman parte de las huellas de una cosmogonía que pretendió ser extinguida y que expresa sus impulsos vitales como lo que son, sordos movimientos tras el telón decorativo.
La evangelización del territorio irlandés, uno de los pocos que aún no había sido inculcado en los preceptos del dios católico-apostólico-romano, se inició con el arribo de Patricio en 432, enviado por el Papa Celestino. Gracias a este monje, en nombre de quien hoy se beben abundantes litros de cerveza incluso en Buenos Aires, se aplicaron estrictas reglas monásticas en el proceso de evangelización. En este proceso, se buscó sobreponer el repertorio costumbrista católico por sobre las milenarias tradiciones celtas que allí convivían, una operación que para esos siglos ya se había logrado en casi todo el territorio europeo. Es en los monasterios, en esos nuevos centros culturales medievales, donde los evangelios ilustrados han sido producidos. Estos folios, solían preceder cada uno de los libros que contiene el Nuevo Testamento y, por lo tanto, contenían la representación del símbolo con que se identifica a cada uno de los Evangelistas, es decir, a cada uno de los hombres que escribieron la historia de Cristo. En el sector continental de Europa, en aquellos monasterios franceses o alemanes que desplegaban su poder, tanto en forma simbólica como práctica, sobre un vasto conjunto de territorios, estas ilustraciones consistían en una tímida representación espacial donde se ubicaba al personaje: algunas veces acompañado de ciertos motivos decorativos que, como tales, se limitaban a escoltar avergonzadamente a las figuras. Sin embargo, las miniaturas producidas en las islas del norte, manifiestan una reticencia a aceptar estos parámetros: en el centro, pequeñas, las figuras de Mateo, Marcos, Juan y Lucas, se ven enmarcados por gruesas y predominantes guardas de cintas entrelazadas que forman curvas serpentinas, círculos que contienen espirales, alternancias de trenzas rítmicamente distribuidas y coloreadas casi ardientemente, cuando el dorado divino se hermana con colores como el rojo, el violeta, el marrón o el verde.
Tan infinitos e indescifrables son estos planteos geométricos, tal preponderancia se le otorgaba a la hora de colocar la pluma sobre el folio, que esos mismos juegos cromáticos y curvilíneos comienzan a tomar lentamente el protagonismo de la página entera, donde las figuras lucen su ausencia y es complejo incluso encontrar el símbolo de la cruz, escondido por estas líneas que, ensimismadas, parecen querer devorar todo lo extraño.
Ahora bien, ¿cómo interpretar dicho protagonismo? Si conociéramos las fíbulas, las espadas o los altares celtas anteriores a la llegada de Patricio, podríamos comprender por qué, pese a la ferviente aceptación de la Fe, estos mismos monjes parecen volcar desesperadamente las mismas figuras que unos siglos atrás eran sinónimo de prestigio, de valor y de jerarquía en los poblados ágrafos anteriores. Es que aquí, la fuerte pertenencia a una forma de expresión arraigada en los sustratos de una cultura, traiciona inconscientemente hasta las reglas más estrictas, aún habiendo sido éstas dictadas por Dios.
Encuentro en estos entrelazados irlandeses una similitud con el jazz de Malosetti. El pintor paulista Bravelli señaló una vez que el jazz es para aquellos que aman la geometría y el sexo por partes iguales. En su ritmo, la geometría; en sus improvisaciones, lo sensual. Y es en estos manuscritos irlandeses donde el intrincado pero acompasado caos logra ser traducido en algo misterioso, palpitante y extrañamente agradable, como algunas flores exóticas que encandilan con sus colores o proporciones exageradas.
Se produce en estos manuscritos la prueba fiel de que hay ciertas vías de expresión en el ser humano que evolucionan de acuerdo a su necesidad y a la búsqueda de la forma más correcta de transmisión de los verdaderos sentimientos. Con Walter Malosetti sucede exactamente lo mismo, sólo que en su música, en sus narraciones y en sus gestos, lo que se pone en juego es el recuerdo individual de la niñez, que para él, y para cada uno de nosotros, parecer ser algo universal, parece tener un sustrato cultural. Sucede que la infancia es un relato tan lejano para los hombres mayores, tan progresivamente difuso, que necesita ser confirmado o revivido a través de fotos o relatos, necesita ser narrado y escuchado para tornarse nuevamente real, para reconstruirse. Y es allí donde la memoria y el arte comparten raíces. Quizás ese ritmo quebrado del lenguaje Morse aprendido con total naturalidad, ese ritmo que Malosetti tuvo que decodificar para comprender, y volver a codificar para transmitir, no fue más que el primer paso para transformar a la música y al jazz en su modo de vida. O quizás fue realmente su hermano quien le enseñó el camino de la música. La literatura generalmente se expresa con las mismas palabras con las que hablamos, la pintura compone con imágenes conformes a las de nuestra realidad, pero la música, con los sonidos, inventa un idioma al que no accedemos más que con nuestra imaginación, evocativamente, como cuando construimos vagamente el recuerdo de un instante a partir de un olor, con esa percepción en la piel, típica de la infancia, que algunos grandes hombres aún mantienen vigente.

jueves, 13 de mayo de 2010

Librería "El Gaucho"

Fue exactamente así como la descubrí, sin proponérmelo. Deambulaba rabiosamente por la zona de Primera Junta, cabizbajo por haber recibido la noticia de que una de mis librerías preferidas había sido reemplazada, en el lapso de dos meses, por algún kiosco imperceptible que seguramente volvería a ser reemplazado por alguna casa de activación de celulares. Pienso en ese mecanismo de casualidades, en ese orden lógico en el que confiaban incluso los dadaístas para producir sus obras; recuerdo la sorpresa que me produjo ver su fachada atiborrada de colores y formas filatélicas. Pienso también que de la misma forma encontramos los libros más inesperados: revolviendo, hurgando, cansando nuestras espaldas, llenando nuestras manos de polvo, se desenvuelve por fin la epifanía y presenciamos cómo un oxímoron se materializa entre nuestro anhelo y el precio del volumen.
Sin embargo, observo hoy, con tristeza, que la comodidad y agilidad de la compra virtual nos ha despojado de ese maravilloso momento, donde un libro tontamente abandonado se cruza con nuestra necesidad y es devuelto a su lugar de origen, la biblioteca. Algo así decía Benjamin: los libros han sido hechos para estar en bibliotecas, no en el circuito comercial, y la tarea del lector es la de regresar al libro a su lugar de origen. Observo también, con ironía, que un adolescente puede, por estos días, conformar una biblioteca básica de literatura universal sin haber conocido nunca una librería, sin haber escuchado nunca el sordo rumor de una librería vacía y sin haber agotado nunca sus manos más que sobre el teclado de una computadora.
De todas formas aún tenemos la facultad de imaginar una librería ideal: algunos la dibujarán con angostos pasillos entre altas y apretadas estanterías, o bien con bibliotecas sin fondo para poder ver a la borrosa figura femenina que compra en el sector contiguo; otros se deleitarán con un local pequeño, de dos contundentes pisos plagados de volúmenes y con la libertad suficiente para sentarse en el suelo alfombrado sin ser interrumpido por una jauría de turistas curiosos o el estridente silbido de una máquina de café.
“El Gaucho” es exactamente así, y no ha cambiado demasiado desde la primera vez que la encontré hace algo más de cuatro años. Ubicada en Neuquén al 800, en la delicada y tempestuosa confluencia con una diagonal transitada, ésta olvidada librería se encuentra protegida por autores tan disímiles como García Lorca y Giordano Bruno, que hoy, convertidos sus nombre en calles poco significativas, rodean las inmediaciones del local simbolizando la sorpresiva variedad de volúmenes que podemos allí encontrar. De todas formas, si decidimos enfrentarnos a este gaucho literario, debemos saber que para desenterrarle algunas palabras memorables o consejos oportunos, antes es necesario conocerlo en profundidad y observarlo con detenimiento. Las despreocupadas mesas de libros que flanquean la entrada al local, cual manos cuarteadas por el uso del rebenque, nos invitan amigablemente a aceptar que la diferencia entre comprar y robar es muy tenue, como bien supo Fierro: Margaret Mead, una antología de poetas uruguayos o la colección de obras de Premios Nobel de Literatura, se regalan como la prostituta del pueblo al insultante precio de dos o tres pesos. Al fin, apenas ingresados al local, recorriendo nuestra vista hacia los cuatro puntos cardinales y saboreando las ráfagas de viento que ingresan por la puerta, sentimos la aventura que nos deparará recorrer junto a este gaucho los inmensos campos de sabiduría que nos aguardan, a pesar de la estrecha superficie que ocupan sus toscas estanterías de hierro y que se despliegan en profundos y laberínticos pasillos, inicialmente inaugurados por satíricas y enormes caricaturas de nuestros escritores más reconocidos.
Como todo hombre de pueblo, el gaucho es un personaje ambiguo, pero paralelamente complejo de abordar. Sin embargo, los rótulos colocados sobre las estanterías nos permitirán ubicarnos perfectamente en cada uno de los pasillos, en cada uno de los estantes y escoger alfabéticamente el autor de la disciplina más extraña. Así, y consecuentemente con la pulcritud y prolijidad de Francisco (el hombre que nos mira desde el escritorio de la entrada) encontraremos paradójicas exégesis del mundo de la escritura: la Filosofía, representada aquí por Jenofonte, Kierkegaard o Confucio es acompañada por los estantes vecinos de Esoterismo y Psicología; más hacia el fondo, por el quinto pasillo, el estante Lucha Armada es sostenido por libros acerca de Roca y Rivadavia. Si mencioné la dificultad que entraña comprender o conocer a un gaucho de estas características en su plenitud, es porque solamente encontraremos los títulos más extraños colocándonos en cuclillas y observando los estantes más bajos, recordando la posición del clásico baqueano hurgando en las huellas prometedoras. Frutos de nuestra búsqueda serán una autobiografía de Victoria Ocampo editada por Sur en tres ornamentados y lujosos tomos, una inexplicable edición francesa del Adán Buenosayres, un desconocido libro de Durrell o el infaltable y molesto tomo de crítica literaria de Paul Groussac. Abro cada uno de los libros y leo el precio garabateado en sus primeras hojas, me incorporo triunfante y giro para interrogar con la mirada al hombre de la entrada, quien asiente con la cabeza, se acerca y dice: “Los precios son como los vientos de la Pampa, un susurro”. Consternado, subo las escaleras y asomo la cabeza por el segundo piso. Pensé inmediatamente en la biblioteca babilónica, pero atesoraré la descripción y les dejaré a ustedes el privilegio de experimentar la emoción de una nueva conquista. Saliendo ya, volviendo a cruzar la puerta, recordé a Juan Dahlmann: “Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado”. Un duelo a cuchillo con un gaucho desconocido.

Edward Hopper y el letargo generacional

Hacia los primeros años del siglo XX inició sus clases de pintura con 18 años al mando de Robert Henri, un renombrado pintor norteamericano y miembro de un grupo de artistas radicales de preguerra, que supo enseñar bajo la tutela de una frase iniciática: utilizar el arte para hacer un revuelo en el mundo. Algunos años más tarde viajó a Europa y residió en Paris, permitiéndole así conocer Holanda, Bélgica y Alemania. De esta forma y con estos simples datos, fácilmente podríamos imaginar a un Edward Hopper inquieto, curioso y permeable a las corrientes estilísticas crecientes en esa Europa bulliciosa y centro del caldero donde hirvió la historia universal; acudiendo a afiebradas reuniones de intelectuales y artistas; empapándose del espíritu vanguardista y revolucionario que se respiraba en esa época. Pero su carácter lo guió hacia otros rumbos, aún más extraños que los tiempos que vivió, o quizás mas similares a la realidad que experimentó. Es así que desde sus obras más tempranas hasta las últimas no percibimos grandes diferencias: ni estilísticas ni temáticas. Sus paisajes seguirán teniendo grandes rasgos comunes, compuestos por típicas casas de dos pisos con colores cálidos, tibios más bien, abrazadas por el sol agonizante; o edificios inesperados que interrumpen las todavía existentes porciones de cielo y tierra; sus interiores continuarán remarcando la inmensidad del lugar que habitan los personajes que lo completan, casi diríamos en una obstinada repetición. Es claro que la existencia de Hopper ha estado marcada por una aparente serenidad, o al menos ello indica la falta de información sobre su vida o la inexistencia de declaraciones o hechos puntuales y divisorios como bisagras; pero no podemos explicar su obra tras el simple develamiento de su personalidad, quizás porque escondió sus rasgos particulares tras las obras mismas. Las bruscas modificaciones en el estilo de un artista, o en la vida de un hombre, eso que algunos equivocadamente llaman evolución o crecimiento, se desprenden de dos posibles motivos: la desesperación o el agotamiento de las metas, la ineficacia para intentar alcanzar un objetivo (hojeen rápidamente un libro con obras de Picasso y comprenderán a lo que me refiero).
Solemos escuchar desde la esfera de la crítica artística que las obras de arte representan fundamentalmente el ambiente sociocultural y económico alrededor del cual han sido producidas, pero sin dudas las más logradas obras artísticas no expresan su época directamente sino complementariamente, pues el público no necesita lo que ya tiene sino todo lo contrario: la pesquisa curiosa del espectador no debe reafirmar su existencia, debe ponerla en duda constantemente. En una sociedad en cambio permanente y arrítmico, donde los movimientos de personas entre países se transforman en exilios voluntarios y profundos desarraigos, y donde aquellas cosas que nos identificaron y que nos definen desaparecen abruptamente sin nuestra mayor intervención, la nostalgia se ha convertido en un eje fundamental: al estar lejos (no solo físicamente) del país natal o la ciudad que abrigó nuestro nacimiento y crianza, reencontrar a alguien que nació en la misma ciudad o se crió en el mismo barrio nos recuerda cuánto hemos cambiado sin darnos cuenta. De esa forma funcionan las obras de arte, nos permiten vivir y presenciar lo que alguna vez tuvimos para remarcar las ausencias que todavía conservamos. Si tenemos en cuenta que el arte existirá en tanto y en cuanto persista esa desigualdad en el mundo, podremos formarnos una idea de su función. Las obras están allí: en un museo o en nuestra propia casa, en un muro o en los fragmentos de una vasija, nos permitirán identificar la gran proximidad entre los hombres de distintos siglos y alcanzar una mayor solidaridad entre cada uno de nosotros. Así, quien se posicione activa y conscientemente frente a cualquier manifestación artística estará buscando y aceptando, más allá del gusto, las consecuencias que devengan de dicho proceso de intercambio. Desde la crítica artística o de manera más global el mercado artístico se construye institucionalmente alrededor de cada obra un discurso que la respalde históricamente, y con ello se le otorga un punto específico e inamovible en el devenir de la humanidad, tomando a ésta como ordenada, lineal, irrepetible y en constante evolución; pero raras veces se hace mención a lo que esas mismas obras nos exigen y a lo que nos enfrentan. La pregunta constante que nos formulan ya desde las pinturas parietales del hombre prehistórico, fue repetida por Hopper durante toda su vida y nace de una necesidad vital y homogénea. La creación surge de la carencia, ya sea una obra de arte o un avance tecnológico; y la situación actual de nuestra sociedad incomunicada no es producto de las novedades comunicativas como Internet o los teléfonos celulares sino simplemente el impulsor de dichos inventos: se busca desesperada y erróneamente la comunicación por la inexistencia de diálogo. Si desde el nacimiento de Hopper en 1909 hasta su muerte en 1967, es decir desde la publicación del Manifiesto Futurista hasta el asesinato del Che Guevara, no ha modificado en mayor parte su estilo ni sus motivos, se debe a que ha creído incansablemente en una verdad, ha encontrado algo que no se modifica, y es esa ausencia que se mantiene a pesar de la Historia. Hopper ha comprendido que como artista es su obra, más allá de los rasgos de su personalidad, y ha tomado la voz de esa obra haciendo hablar al hombre colectivo, a cada individuo que se detenga a contemplar un cuadro suyo, a la totalidad de la humanidad en sus aspectos más bestiales, más sinceros y más despojados. ¿Cómo comprenderíamos sino la escasez de retratos o autoretratos a lo largo de su producción adulta?. El hombre no existe, existe la obra, y a partir de ella los demás hombres. Es así que una novela, unos versos o cualquier obra que haya sido producida con tal intención por un hombre particular, no debe volver hacia ese hombre y sus neurosis sino continuar la línea que ha trazado el creador para alcanzar a sus semejantes.
Al ver una obra de Hopper no es erróneo recordar la pintura al óleo de los siglos XVII y XVIII, donde se retrataba a las grandes familias reales y personajes de su corte o bien a renombrados burgueses. Tomemos Mañana en una ciudad finalizada por Hopper en 1944. En ella se observa a una mujer desnuda mirando perdidamente por una ventana abierta de par en par en el centro de un departamento aparentemente pequeño. A su derecha hay una cama desordenada que ha sido testigo del tan preciado descanso, y a su izquierda una silla cubierta de ropa se enfrenta a un mínimo escritorio. No sabemos a qué se dedica esa mujer, pero imaginamos que ha tenido un mal sueño que la mantiene inmóvil frente a la vista de una ciudad que en unos minutos comenzará a exigirle algo. Está sola, ya abandonó su juventud y aparenta no haber conformado una familia. La ciudad, también sin ropas, la mira en toda su desnudez, que apenas oculta tras la toalla que tiene entre manos: sus pensamientos son más importantes que ese cuerpo que exhibe frente al mundo, frente a su mundo. Pero es una mujer y no descuida esa imagen si está siendo observada, como reparamos en el prolijo peinado que decora su cabello y que contrasta notablemente con el desorden del departamento. Hasta aquí pareciera ser una simple escena cotidiana, y lo es. Es el momento exacto en que dudamos de nuestra propia existencia, no sabemos si sumergirnos en la ciudad o quedarnos en nuestras casas pero intuimos que esos instantes de quietud frente a la agitación son los más preciados en las sociedades burguesas. “No nos une el amor sino el espanto” escribió Borges sobre Buenos Aires y murmuraría entre labios la mujer desnuda.
Por el otro lado tomemos Mujer a la ventana del artista holandés Jan Vermeer que produjo gran parte de su obra en Delft, la misma ciudad donde nació y murió. Ahora observamos a otra mujer, vestida en este caso con una ropa que define a la perfección su posición social. Se encuentra manipulando una jarra de agua sobre una mesa contigua a la ventana semiabierta que inunda su rostro de luz. Suponemos que está contenta por la sonrisa que esboza tiernamente, y a pesar del recluido espacio donde se encuentra, entendemos que esa es una tarea reconfortante: su trabajo está allí, su existencia se define por la actividad que está haciendo y redondea su personalidad en el cálido entorno que le otorga su hogar. La mujer de Hopper, en cambio, ha trasladado su vida hacia fuera y se siente sola y vulnerable, no pertenece a ese lugar que habita y ya no reconoce su origen; el personaje de Vermeer pareciera ser cualquier mujer corriente pero es completamente individual y probablemente reconocible, mientras que la mujer que retrata Hopper ha tomado distancia de nosotros y ha renunciado al rol en el que había creído. Ciertamente Henry Miller dijo alguna vez que comprender a una mujer es comprender la época en que vivió, y quizás ejercer esa lógica y ahondar en dichas reflexiones puede llevarnos a vernos empapados por el barro que salpican las ruedas de nuestra propia vida. Consecuentemente, Hopper no solamente nos traslada a un espacio y un tiempo determinado sino que sus cuadros funcionan, no ya como las ventanas al mundo que creían estar creando los comitentes burgueses de Vermeer, sino que se transforman en duros y críticos espejos (un refrán polaco explica el rol que ha jugado la codicia a lo largo de la Historia a través de una bella metáfora, donde hubo un tiempo en que el hombre veía al mundo a través de un vidrio y otro tiempo en que, poniendo detrás una lámina de plata, solamente pudo verse a sí mismo).






La mayoría de los personajes que describe Hopper dirigen su mirada hacia algo que se encuentra fuera de la obra, miran desde dentro de sus hogares y son mirados desde afuera, cual un triste espectáculo. Sin permitir que se crucen las miradas nadie es interpelado, pero nadie sabe por quién es visto ni a quién mira. Cada uno de ellos pareciera estar habitando la ciudad en plena soledad, una ciudad donde aparenta no haber pobreza ni indigencia, una ciudad construida por y para cada uno de sus habitantes en direcciones contrarias, explicando el carácter amorfo y discordante de las grandes metrópolis. Hopper no espía pues no quita privacidad a quien representa sino que acepta el carácter público que cada uno de ellos ha adquirido inevitablemente. En ese contexto, la incomunicación y la falta de nexos aglutinantes es extrema: el autor no representa grandes grupos humanos salvo en situaciones antinaturales, como en Tomando el sol donde cinco personas yacen con trajes de oficina en sendas reposeras frente a un enorme campo flanqueado por montañas. En cambio, representará escenas invadidas por una misma sensación, aquella que produce el asomarse a un balcón en un piso elevado, la sensación de vivir en un ambiente despoblado, como si un dios demiurgo hubiese abandonado su creación. En definitiva, Hopper ilustra la consolidación y la permanencia de una individualidad ficticia que se considera invulnerable y que cree no necesitar de una comunidad, una individualidad que lleva ya severos años de existencia y supervivencia pese a sus hondas y constantes falencias. Si técnicamente está emparentado con un artista como Vermeer, esto es, en la utilización de un lenguaje plástico figurativo que funciona denotativamente, ese mismo lenguaje que aplaudía y reivindicaba la riqueza, la rectitud y los avances del imperialismo, Hopper lo utilizará para mostrar a los descendientes involuntarios de esa codicia desmedida, pobres mecanismos reemplazables. En cierta forma el Expresionismo ha sido, en los albores de un nuevo capitalismo, el portavoz de la nueva experiencia cotidiana, de la desesperación ante la novedad de la Modernidad, ante la voracidad y la desmesura antinatural de nuevas formas de trabajo; en cambio Hopper se enfrenta a una realidad distinta, no pintando ya la salida de los obreros de las fábricas sino a esos mismos trabajadores en su hábitat natural, la intimidad, y ya resignados a creer en el sistema que los envuelve. De esa forma el simple hecho de poder reconocer fácilmente las figuras en una obra de Hopper nos otorga tranquilidad, una tranquilidad a la que no nos invitan obras como las de Emil Nolde por ejemplo, pero a su vez una tranquilidad que nos motiva a entender no ya los motivos del pintor sino el motor que dinamiza dichos personajes y cómo ello nos implica (algo similar sucede con Raymond Carver o John Cheever en la literatura norteamericana). Teniendo en cuenta ese espacio al cual nos trasladan las obras de Hopper, no sería menos adecuado considerar la dimensión temporal en sus obras. En 1926 Hopper pintó a un hombre sentado en el cordón de la vereda, con los brazos cruzados y la postura encorvada, dando la espalda a una serie de comercios cerrados. La obra se titula Domingo, pero no por ello es distinta a sus otras producciones. El domingo es sinónimo de tranquilidad, esparcimiento y sosiego, es un día en que el Tiempo se modifica según el grado de nuestra desesperanza y es un tiempo extraño al trajín cotidiano que impide la reflexión. Ahora bien, la doctrina protestante se ha consolidado como el cimiento de la sociedad de clases norteamericana y ha despejado el camino para el surgimiento del capitalismo desde su nacimiento en el siglo XVI. Para ella los oficios, por viles que sean, dignifican a Dios por el mero hecho de estar sirviendo al prójimo (de hecho, el trabajo de generaciones de puritanos temerosos de Dios fue lo que hizo de Inglaterra la primera nación industrial del mundo); un Dios que había colocado en el corazón de los negociantes un profundo respeto por la propiedad privada. En la nueva sociedad norteamericana de principios de siglo ya se podía vislumbrar que ese “Sueño americano” iba a estar sostenido por el trabajo y el esfuerzo individual. El protestantismo, que se supo difundir especialmente sobre terreno estadounidense, es de la opinión de que el hombre ocioso, que no se preocupa por sus obligaciones, sucumbe a sus instintos naturales, siempre malos y pecaminosos. Es decir que el trabajo es la actividad diaria más importante para mantener nuestra fe y combatir el reinado del demonio, pero ¿qué sucede los domingos cuando ninguna de estas actividades se realizan? Los domingos son días en que el mundo reflexiona involuntariamente y agachando la cabeza, otorgan el marco adecuado para hacer un balance arbitrario y cruel de la propia vida, se admiten los errores a un Dios que duerme y al Diablo que despierta. Hegel en su Estética supo decir que el Arte es el domingo de la vida, y ello suscitó violentas relecturas de su obra por parte de los vanguardistas del siglo XX que bogaban por un arte apegado a la vida, cotidiana y eternamente; pero el filósofo no pretendía adjudicarle a la práctica artística un día de la semana ni tampoco otorgarle un espacio pequeño en la existencia humana, sino definir al arte como un espacio nebuloso de meditación profunda.
Esa inevitable meditación con que están cargados los domingos, y que aplazamos cada semana para poder continuar con nuestras vidas, tiene el carácter transformador de un suicidio, pero bajo la calma y la soledad de una ciudad inactiva que esconde a sus habitantes en pleno agón existencial: “¿Qué había hecho de su vida? ¿Era ésa o no hora de preguntárselo?” se cuestiona Roberto Arlt. Esos personajes, escondidos tras una ventana, en un bar o alejados en casas de campo, son los que retrata Hopper en pleno afán de obligarnos alcanzar en cada una de sus obras esa tranquilidad que nos permite reflexionar, esa incomoda quietud que deja aflorar la ingenuidad, y que muchas veces es confundida erróneamente con la tristeza.




Hoy Hopper, tal como gran parte del arte producido durante el siglo XX, ha perdido su carácter transformador y su peso de esperanza, viéndose reproducido en remeras, imanes y casas comerciales como el estandarte y portavoz de una joven generación que se siente representada pero fuertemente desmotivada y ligada al conformismo. En definitiva, con sus trabajos Hopper no ha pretendido ser la cara visible de esta generación desconsolada, no ha pretendido ser el líder visual del desamparo y la soledad, sino el vehiculo de cambio hacia un mundo donde sus obras ya no sean necesarias.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Una vez quise llegar lejos (La Ballena)

Todo acto heroico siempre merece aplausos en tanto y en cuanto constituye algo inusual e inesperado. Quizás, en una segunda instancia de reflexión, una acción de tales magnitudes genere pensamientos contradictorios y constructivos, pero junto a la pasiva inmediatez del testigo inactivo que presencia dicho acto, nunca podría generar risas. Pues, más o menos mediático, y lejos de los héroes momentáneos que crean los centros de poder, el heroísmo verdadero no se construye, es natural; y como tal cuestiona las bases mismas de la cambiante sociedad, logrando enaltecer con sus gestos o palabras aquellas premisas hoy ausentes del panorama cultural.
El Proyecto La Ballena fue presentado públicamente hace algo menos de un año, en el Centro Cultural Recoleta como una creación del colectivo artístico Estrella del Oriente, compuesto por Juan Carlos Capurro, Pedro Roth, Daniel Santoro, Tata Cedrón y Marcelo Céspedes. Me ubiqué unos metros delante de los estoicos integrantes, y tras la distribución de un boletín que se explayaba más detalladamente sobre los puntos importantes del mencionado proyecto, se dio inicio a la exposición frente a un auditorio desorientado y confundido: por un lado, el proyecto tiene como base las experiencias anti-estéticas de Duchamp o Beuys donde se intentó cuestionar primero y recolocar después en el debate artístico el problema de la legitimación institucional; por el otro, en cambio, el colectivo artístico tomará como uno de sus fuertes pilares de estímulo las rigurosas leyes de Asuntos Culturales de la Unión Europea para la conservación de los objetos y obras de arte, donde se hace hincapié en su plena protección y cuidado, contrariamente al trato que reciben en dichos países los inmigrantes tercermundistas. De esta manera el proyecto pretenderá, mediante exhaustivas y variadas investigaciones de índole económica y arquitectónica, crear un barco de magníficas y cetáceas dimensiones, para lograr a través de procedimientos específicos, transformar en obras de arte a quienes decidan viajar en él; y así enviarlos al país de su deseo en forma de donación a los museos de la región donde, según el amparo legal, serán feliz y suntuosamente recibidos.
El asombro y la sorpresa se apoderaron de mi atención, y recordé inmediatamente un cuento de Héctor Hugh Munro (mundialmente conocido como Saki). Este autor inglés ha demostrado en sus historias que esa ambigua línea entre la seriedad y la risa es muy fácilmente transitable: hacia el principio presenta una situación superficialmente cotidiana, genera un clima de normalidad con pequeñas vetas absurdas en sus diálogos; pero lentamente las situaciones absurdas comienzan a tomar el terreno de la formalidad, ajustándose sin problemas al marco solemne de la situación, y allí es cuando la risa se desata, para acabar enmudeciéndose en una sonrisa en cada uno de sus sorpresivos finales. En uno de esos relatos, narra la historia de Henri Deplis, un viajante de comercio que, para promover las artes, decide hacerse tatuar la espalda por uno de los más reconocidos tatuadores italianos. Sin embargo, este artista muere inesperadamente y Deplis se queda sin dinero para pagar la obra a la viuda. En consecuencia, ésta decide donar la obra a un museo italiano para quien se consideraba trascendental poseer la última gran obra maestra del autor. Es así como Deplis se ve envuelto en disquisiciones jurídicas sobre su propio cuerpo, es detenido en las fronteras para proteger la obra y termina enrolándose, lógicamente, tras las líneas del anarquismo.
La estridente y horrorosa carcajada del señor que gesticulaba al lado mío volvió a acaparar mi atención. Durante la reservada exposición del proyecto las risas entre el auditorio poco pudieron evitarse, ya que muchas veces son el remedio desacralizador para enfrentar propuestas incomprensibles y así tornarlas ridículas o absurdas. Pero lejos de reaccionar impulsivamente, las explicaciones de los disertantes continuaron desplegándose en forma seria sobre los otros puntos del proyecto: el dinero necesario para construirlo, la base legal sobre la que se sustenta, la forma de ingresar al proyecto, etc. Indudablemente, quienes decidieron no reír han encontrado sutiles preguntas en busca de pensamientos claros y distintos; por lo tanto, aunque admito que me encontraba confundido, preferí dudar y plantearme lo siguiente: ¿hacia dónde se dirige y qué pretende este faraónico proyecto?.
En primer lugar conocemos los esfuerzos de las Vanguardias Históricas por igualar el Arte y la Vida al punto de confundirlas, mientras en vano se intentaba derrocar la tiranía de la homologación institucional. El Grupo Dada conforma el más perfecto ejemplo de las ambiciones reinantes en las primeras décadas de ese siglo veinte, y es necesario aclarar que gran parte de sus obras tenían un claro contenido político. Pero conocemos también los absurdos experimentos de las Neovanguardias que desde la segunda mitad del siglo XX oficializaron sus medios artísticos, contradiciendo sus propósitos, pues se jactaban de mantener, y aún lo hacen, los primigenios postulados dadaístas, por ejemplo, mientras descansaban sobre los cómodos y refulgentes féretros burocráticos de eventos como ArteBA. De esta forma, comprenderemos que junto a la vanguardia argentina han muerto también los principios políticos y sociales renovadores que alentaron a toda esa generación. Estrella del Oriente, aceptando quizás la imposibilidad de aniquilar la titánica máquina devoradora y comercializadora de arte, se autoproclama como Institución y pretende revertir el procedimiento de transformación: ya no veremos cómo las obras son ingeridas por dicha máquina para tornarse objetos personalizados y hieráticos donde solamente prima lo que es y no lo que transmite, sino que cada uno de nosotros como individuos se podrá ver expulsado de La Ballena así como Jonás lo ha hecho en el Antiguo Testamento, sintiendo la autonomía y libertad que toda creación necesita, comprendiendo el mensaje divino donde palabras como Arte y Vida no se reconocen como objetos contrapuestos.
En consonancia pero hacia 1953, la novela Fahrenheit 451 concluye su hipotético relato futurista con la esperanza de conformar una comunidad donde cada hombre sea un libro. Si bien Bradbury propone esa solución al conflicto generado dentro de la ficción, ¿qué diferencias encontramos con los conflictos sociales en los albores de este tercer milenio? ¿Acaso se han dejado de menospreciar las diferencias y la cultura? ¿No es la homogeneización superficial de la sociedad una forma de enmascarar con Democracia un aparato político corrompido? Si bien de severa raigambre estética, no vale tanto cuestionar su estatuto artístico como escuchar los quejumbrosos gemidos que La Ballena genera en carácter de preguntas, develando el ridículo tras la hipocresía de gobiernos que protegen las obras de arte con mayor cuidado que a los seres humanos; manifestando, en definitiva, urgentes necesidades frente a las que el debate estético queda empequeñecido. De esta forma, la exposición del proyecto bajo su factura deliberadamente ambigua, no es ya una mera presentación sino también un experimento sociológico, una forma de poner a prueba al auditorio, aguardando sus múltiples preguntas, sus quejidos o sus certeros silencios que variarán y se revelarán de acuerdo a la diversidad social que se presente.
No obstante, cualquiera sean las intenciones, el proyecto permite indagar sobre sus potenciales posibilidades de realización con la seriedad de quien lo propone, descubriendo la identidad de los implícitos enemigos de estos elevados objetivos y que, como obstáculos, impedirían su concreción. No será infantil o estúpido creer en su ejecución, así como tampoco dejará de ser exacto vislumbrar un futuro (cercano o lejano) donde hayan caído en desuso palabras como Indigencia o Exilio. Por ello, finalmente el acto heroico de La Ballena reside en la reinclusión de la Utopía como pilar fundamental de la creación, en el marco de una sociedad que traduce su desgano y descreimiento en sonoras carcajadas.

Francois Truffaut y la educación sentimental

Hacia el final de Besos Robados, Antoine y Christine, sentados en el banco de una plaza, disfrutan de un inocente amor correspondido, digno de los iniciados. Súbitamente se acerca hacia ellos un hombre anónimo e intimidante, se detiene frente a la pareja y anuncia: “Señorita, sé que no le soy del todo desconocido. Hace tiempo que la vengo observando sin que se dé cuenta, pero desde hace unos días ni intento ocultarme. Y ahora ha llegado el momento. Verá, antes de conocerla a usted nunca había amado a nadie. Odio lo provisional. Conozco bien la vida. Sé que todos traicionan a todos, pero lo nuestro será diferente. Seremos un ejemplo. No nos separaremos ni una hora. Yo no trabajo, no tengo obligaciones en la vida. Usted será mi única preocupación. Comprendo que esto es demasiado súbito para que acepte inmediatamente, y que antes desea romper los lazos provisionales que la atan a personas provisionales. Yo soy definitivo... soy muy feliz.” La pareja, que se mantuvo inmóvil durante el monólogo, se paran y caminan en silencio durante los últimos segundos de película.
Para quienes consideramos que un artista es, entre otras cosas, una persona capaz de comprender y hacernos comprender su propia visión del mundo, muchos de los nombres que han sobrevivido a guerras, pestes y crisis económicas estarían hoy sepultados bajo el duro asfalto de la posmodernidad. Pero afortunadamente el Tiempo, a pesar de su espíritu contradictorio, no nos ha privado del privilegio de presenciar las veintiuna confesiones sobre el amor, las mujeres y la infancia, que conforman la obra de François Truffaut. Un hombre que en plena década del setenta dijo: “Estamos en el siglo XX, el siglo de los filósofos. El XIX fue el de las novelas. Probablemente, en el mundo del cine, yo sigo siendo un hombre del siglo XIX que se atreve a contar historias”. Pero a la vez afirmó: “Soy un testigo del siglo XX a pesar de mi. Y a ese respecto citaré las acertadas palabras de Dalí: No te esfuerces por ser moderno. Por desgracia lo serás inevitablemente.”
Su primer largometraje Los Cuatrocientos golpes (1959) dio inicio a una tendencia cinematográfica que se denominó Nouvelle Vague, cuyos puntos fundamentales podríamos encontrarlos en el artículo “Une certain tendance du cinéma français” , especie de manifiesto escrito por Truffaut durante su etapa como crítico, iniciada a los veinte años y coloreada de una sagacidad sorprendente. En esa película pone en tela de juicio la visión idealizada de la adolescencia que cada uno de nosotros se obstina en sostener pues, para Truffaut, la adolescencia deja un recuerdo placentero sólo a aquellos adultos que son incapaces de recordar. Así, seremos testigos de las dificultades que debe enfrentar el niño Antoine Doinel (personaje que inicia aquí y durante cinco películas su vida como alter ego del director) y de la traumática relación con su madre, a la cual muchos teóricos cinematográficos adjudican la importancia de las mujeres en todas sus películas. Pero esa respuesta psicoanalítica, incompleta por cierto, no es más que producto de la inútil necesidad de explicación del arte buscada incesantemente por todo trabajo crítico. Pues, adhiriendo a las palabras de Lawrence Durrel, “aplicarle los principios freudianos a un artista es vaciarlo de su sustancia mítica, de lo que verdaderamente es” y ello significaría perder al hombre creador y consciente tras la obra. Pensemos simplemente de cuánto nos perderíamos si intentásemos comprender a Rimbaud, por ejemplo, confiando en la plena significación que encierran algunos conceptos como “Psicosis Esquizo-Afectivas”, o en el caso de Pavese, definirlo como “depresivo psicogénico”. En cualquier caso nos encontraríamos aplicando axiomas matemáticos a obras de arte. Axiomas estructurantes de un sistema que incluye, dentro de la sintomatología de los trastornos del estado de ánimo, una categoría que se define como excitación intelectual, es decir: logorrea, réplicas fáciles, memoria viva, imaginación brillante e inventiva.
De esta forma, establecer paralelismos entre la vida y la obra de François Truffaut resultaría una tarea fácil, pero a la vez poco enriquecedora, en razón de que estamos en presencia de un hombre que supo amar y comprender lo que hacía, con la convicción de que hacer una película es mejorar la vida, arreglarla a nuestro modo. Y una prueba de ello es su aclamado film La noche americana (1973) considerada la mejor película sobre cine.
Su tercera película, Jules y Jim (1962) es la adaptación de la novela homónima de Henri Pierre Roché, y presenta la historia de dos jóvenes, austriaco uno y francés el otro, que a principios de siglo entablan una profunda amistad, y que los lleva a enamorarse de la misma mujer, Catherine. Si bien Jules logra desposarse con ella, el triangulo amoroso no tarda en establecerse.
Lejos de conformar un film que abunde en desgracias, llantos y traiciones, Truffaut aparta hacia un lado la mala influencia de los celos y coloca en el sustrato de la relación a la amistad por sobre todas las cosas: mágicamente la mirada trágica de la infidelidad desaparece, pues una nueva moral ha sido planteada, y mientras Jean Luc Godard estrenaba su despiadada crónica en doce episodios del descenso de una mujer parisina hacia la prostitución, Truffaut componía su himno a la vida y a la muerte.
Hacia la primera mitad de la película, una canción cantada por Catherine (Le tourbillon de la vie o El torbellino de la vida) nos recuerda el tono melodramático del film y nos dice que “coincidimos una vez, luego una segunda, nos separamos una y otra vez, volvimos a reunirnos, y nos dimos afecto, luego nos separamos, solos, cada uno por su lado, envueltos en el torbellino de la vida”, mientras los acordes de una alegre guitarra saltan por detrás y dos hombres atentos aman más y más a esa mujer.
Sea cual sea la edad en la cual uno se enfrente a una película de Truffaut y presuponiendo cierto grado de sinceridad con nosotros mismos, seremos parte de una transmisión de experiencias que nos acerca y empuja de la película misma. De esta forma, al terminar de ver cualquiera de sus trabajos sentimos que hemos vivido equivocados en muchos aspectos, pero que nada es irremediable: ya sean las relaciones matrimoniales en Domicilio Conyugal (1970) o la dificultosa relación entre el mundo de la infancia con el mundo adulto en La piel dura (1976) o la aceptación de la muerte en La habitación verde (1978). Su forma de presentarnos una situación sin necesidad de establecer una opinión puntual, nos recuerda a los diversos autorretratos que Rembrandt a realizado a lo largo de su vida en un afán de comprender por qué lo único inmutable eran sus ojos, absortos y atentos en su propio rostro.
En este sentido es que nos aproximamos a su personaje más autoreferencial, Antoine Doinel. A través de él y junto a él aprenderemos que el rencor no es un sentimiento sino una postura que adoptan los débiles frente a la vida, aprenderemos también que los celos son tontos si uno no es capaz de asesinar o que una obra de arte no sirve para liquidar viejos problemas porque sino ya no lo es.
Antoine Doinel es la consecuencia de la profunda simbiosis que se estableció entre Truffaut y Jean-Pierre Leaud desde Los cuatrocientos golpes y durante toda una vida. Una amistad paternal que navegaba entre el aprendizaje y la admiración y que ha madurado hacia un trabajo conjunto de elaboración de un personaje cinematográfico como nunca antes y hasta ahora se ha visto. La maduración de un niño, de un joven y de un adulto para quien las mujeres y la literatura son alcanzables solamente a través del amor. Siempre con una despreocupación característica de una personalidad como la de Charlot. Es de esta manera que Doinel y Truffaut imaginan y llevan a cabo sus proyectos, bajo los preceptos básicos de un sistema artístico que los envolvió desde un primer momento y que les permite tener el coraje de hablar sobre lo que conocen, lo que han sentido y lo que vivirán. Y es allí donde Balzac entra en juego y despliega un claro entramado de influencias bajo los aspectos más sutiles. Aquí vale detenernos un momento pues, a este respecto, el ejercicio de la escritura y la lectura se establecen como imprescindibles en el cuadro cinematográfico que compone, y encontraremos referencias literarias (y fundamentalmente a la palabra escrita) completamente desnudas a la mirada ingenua, que desde allí establecerán una penetrante relación con la praxis vital, con la cotidianeidad de los personajes. De esta forma, muchos de sus protagonistas serán parte de un proceso de asimilación de la literatura que nos recuerda a la afiebrada señora Bovary engendrada por Flaubert.
Es sumamente sorprendente el encantamiento que produce en ciertos hombres el hábito de la lectura o la escritura, hasta convertirse en necesidades fisiológicas, incluso en hombres cuyas historias personales se diferencian completamente, como es el caso de Truffaut y Flaubert. Debo aclarar que mi intención no es igualarlos desde el plano de lo artístico sino desde la importancia que le otorgaron a la palabra escrita, ya sea en forma de cuento, de novela, de carta o de guión. Pero, a pesar de pequeñas diferencias temáticas, Truffaut intenta alcanzar la mano de su compatriota para estrecharla fuertemente y coincidir con él en la importancia que adquiere la memoria y los recuerdos en la elaboración de una obra artística.
Es decir que en sus películas, aunque resulte paradójico, las palabras (como le mot juste de Flaubert) se deslizan fluidamente frente a nuestros ojos predominando por sobre las imágenes, que naturalmente, se nos presentan como el reflejo de la luz sobre los objetos. Y así sentiremos la presencia de Truffaut en cada diálogo, en cada carta y en cada libro que aparezca en sus películas.
Como decía anteriormente, la infancia, el amor y la vida como oposición a la muerte omnipresente, conforman los ejes temáticos reconocibles de su obra. Sin embargo, sería adecuado añadir que en el momento de realizar una visión abarcativa de sus films encontraremos ciertas claves que nos ayudaran a comprender las relaciones que se establecen, en el mundo de Truffaut, entre sus tópicos más recurrentes. Estas claves, como perlas de un hermoso collar, son atravesadas por un hilo incorpóreo que explica la lógica subterránea de lo que vemos; se establece una conexión esencial y recurrente: el Arte. Así, Antoine Doinel se reconcilia con su adolescencia a través de la figura de Balzac, Charlie Kohler abandona su exitosa carrera pianística por irreconciliables decepciones amorosas, Bertrand Morane decide escribir un libro para recordar a las mujeres que pasearon por su vida y Lucas Steiner dirige una pieza teatral desde el exilio.
Pese a todo, y teniendo en cuenta las características mencionadas hasta aquí, la tarea de situar generacionalmente a Truffaut no ha sido excesivamente fácil. ¿Desde dónde sino situar a un hombre que de cara a la década del setenta se animó a sostener que “la vida no es nazi, ni comunista, ni gaullista, sino anárquica”? . ¿Desde dónde establecer vínculos cronológicos con un hombre que comprendió que todo lo que se halla en los dominios de las emociones reclama lo absoluto? El único camino posible, si es que nuestra curiosidad no ha sido saciada, es comprender a la Nouvelle Vague desde su perfil más relevante, es decir, despojándonos de todo el lenguaje cinematográfico y empapándonos del adanismo más absoluto.
Aquel grupo de jóvenes y agudos críticos cinematográficos que se protegieron bajo el ala de André Bazin, se vieron frente a la oportunidad de poder transformar con sus talentos aquel cine que denostaban y de seguir los pasos, con su cámara-stylo, de aquellos a quienes consideraban autores. El fruto de ese proyecto, del cual también recordamos nombres como Godard con sus rupturas del lenguaje cinematográfico, Chabrol y su análisis de la sociedad burguesa o Resnais experimentando con la interdisciplinariedad artística; el fruto de ese proyecto, decía, ha logrado colocar al director de cine en el status de autor, con todo lo que ello implica. Evidentemente para Truffaut ello implicaba la combinación en el celuloide de dos puntos de vista que resultaban ser el mismo: “Nuestra mejor película es quizá aquella en la que logramos expresar al mismo tiempo, voluntariamente o no, nuestras ideas sobre la vida y sobre el cine” . Estas palabras, como granos de polen que enmarcan una concepción del arte, recorrieron el mundo depositándose sobre los oídos atentos de jóvenes directores y fecundaron su ambición artística para finalmente permitir que florezca un cine de otras características. Gran cantidad de floricultores fuera de Francia se han formado a la luz del inmenso sol de la modernidad, y aquí en Argentina debemos recordar a Leonardo Favio, Leopoldo Torre Nilsson y Rodolfo Kuhn, entre otros.
Afortunadamente, esta condición de autor que se le ha adjudicado al director de cine, lo ubica dentro del campo artístico como un ser creador e individual, y ello acarrea consigo deliberadas intenciones de trascendencia. Es decir, que si la trascendencia es enemiga del tiempo y los elegidos por los dioses mueren jóvenes, como sentenciaron los griegos, sería adecuado pensar que la labor artística es una incansable lucha contra la muerte. François Truffaut era plenamente consciente de ello y en esa forma agachaba la cabeza, apretaba los dientes y trabajaba en artículos, libros, guiones y películas, hasta que a los cincuenta y dos años dio su último suspiro. Sin embargo, polemizando a Sartre, alcanzó a decir: “Lo que hacemos es más importante que lo que somos. Si das más importancia a lo que haces te empeñarás en fabricar objetos o cosas que pueden perdurar. No perdurarán por siempre, pero si más que nosotros”.

El espíritu de la escalera

Publicar hoy en Argentina, bajo la modalidad que sea, parece ser una actividad fácil y poco original. La exuberante cantidad de ensayos, libros de ficción o revistas culturales que se exponen en nuestro país, nos puede llevar a creer que el libre albedrío creativo ha llegado a nuestras manos. Sin embargo, escribir actualmente (una acción cada vez más contrapuesta a publicar) parece haber perdido las fuertes connotaciones que supo consolidar hace unas décadas atrás, cuando la cultura argentina no se había teñido de un liberalismo escalofriante. Para algunos, ello es la consecuencia lógica de una medición lineal y progresiva del tiempo, donde todo se encuentra en la línea de montaje correcta sin conocer exactamente las piezas que componen al escritor contemporáneo. Para otros, en cambio, es el primer síntoma de una maligna enfermedad que acusará a nuestra cultura y nuestra sociedad por miles de años. Pero hay algo evidente: ya no existen para el joven escritor limitaciones políticas ni restricciones mediáticas, ya no se enfrenta simultáneamente a la hoja en blanco y al temor del exilio, o a la censura. En definitiva, parece haberse extinguido, afortunadamente, la atroz bestia enemiga del arte y del pensamiento frente a la que tantos conocidos autores han desenvainado la persistente fuerza de la coherencia, la rebeldía o la vida al precio de sus propias vidas: todos y cada uno de los escritores veían en la desigualdad o la represión, por ejemplo, el eje exacto donde encauzar sus motivaciones artísticas llevando la Libertad y el Pensamiento como estandarte. De todas formas, la disipación de ese enemigo común, que podía llevar el nombre de una forma de gobierno, de un estilo de vida o de una actitud humana frente al mundo, que aunaba los impulsos y objetivos de toda una generación internacional; dicha disipación fue ficticia e ilusoria, y de esa manera se nos ha hecho creer que esos escritores son hoy solamente buenos e inofensivos momentos de literatura, nada más, y que debemos considerarlos como el símbolo de una generación y de un siglo, como parte de un pasado remoto y lejano.
Hoy sabemos todavía que las grandes luchas se ganan a grandes enemigos, y que esas batallas, lejos de ser victorias pírricas, se premian con la caricia de la Verdad y el abrazo del Crecimiento. Pero indefectiblemente ese concepto parece haber sido trasladado y relegado al ambiente del espectáculo deportivo u otros contextos maniqueístas similares, fragmentando así la unión que lo caracterizaba y la fuerza con la que se luchaba, para otorgarle una intrascendencia inmerecida. Es nuestro deber, por lo tanto, como agentes culturales, descubrir y exponer esa fuerza opositora subrepticia que continúa dañando todos y cada uno de nuestros ámbitos de desarrollo, y finalmente intentar demoler ese mecanismo con palabras e imágenes que expresen la intemporalidad de una Ideología, convencidos de que el Arte es simultáneamente una opinión sobre la disciplina y sobre el Mundo.
“El Tiempo es un asesino que mata huyendo”, escribió Quevedo. Y como tal, le tememos, decidiendo, al fin, ni afrontarlo ni modificarlo. El Tiempo ha sido para el hombre uno de los problemas más trascendentes y porfiados: caprichoso y huidizo, las más grandes civilizaciones pretendieron aprehenderlo y comprenderlo con el afán de representarse como inmortales. Más aún, fue un gran obstáculo para aquellos grandes artistas que buscaron la creación en esos efímeros instantes de tranquilidad: “El tiempo es nuestro, no de los relojes”, parecieran gritar, yendo a contrapelo de una sociedad industrializada que busca encerrar el tiempo en un nefasto artefacto de pulsera y que reniega de los momentos de ocio. Es precisamente allí, en esos momentos de recogimiento, cuando debemos invertir nuestras fuerzas en desmenuzar contradicciones o arribar a reflexiones que tengan como objetivo hacer estallar esta concepción temporal, para regalar los fragmentos a las culturas que les pertenece. Hoy, en esta época denominada Posmodernidad, donde atributos como la velocidad, la diversidad o la parcelación de la realidad han sido mansamente asimilados, el Tiempo sigue siendo único e irrevocable, contribuyendo a que esos instantes de meditación sean cada vez más pequeños y progresivamente inexistentes. Comenzamos, por lo tanto, a concebir nuestras vidas como una mera práctica presente, incapaz de proyectarse hacia atrás o hacia delante y sin capacidad de establecer evidentes comparaciones, sin poder pensar. Porque “pensar es olvidar diferencias”, como dijo Borges.
Paralelamente, esa fragmentación que nos caracteriza nuestra época no es más que la expresión cultural de una idea de la realidad penosamente construida por abordajes específicos de problemas gigantescos, y que termina violando la búsqueda de las grandes definiciones que, como un hilo, hilvanaba las perlas del hermoso collar que hoy dudamos en llamar Humanidad.
Siguiendo esa línea, he decidido titular estas palabras como “El espíritu de la escalera”, una expresión francesa atribuida a Diderot, quien así describe el malestar de habernos quedado con las palabras en la boca durante una discusión, la horrible sensación de saber qué decir pero en el momento inoportuno, cuando el debate ya finalizó y nosotros bajamos la escalera, derrotados y conscientes de nuestra dificultad pero sin conocer sus causas. A ese interrogante se busca responder desde aquí. Desde este lugar, entonces, pretendo recuperar ese tiempo necesario para decidir qué decir o qué pensar y definir un espacio donde el tiempo sea el protagonista vital e inviolable. A reconstruir, también, las ligazones que unían las solemnes frases categóricas, y así volver a armar las definiciones que con tanta valentía fueron gritadas por nuestros antepasados y que han sido abandonadas sin volver a ser pensadas, siendo relegadas al inmerecido lugar de los sobrecitos de azúcar; se pretende, asimismo, que este espacio se transforme en un lugar para escribir las cosas que queremos leer, con la necesidad como eje imperante de la creación, no como el fruto de una obligación semanal con nuestros lectores. En resumen, será de mi agrado generar un lugar donde los lectores tengan la posibilidad de observar y discutir los problemas desde un espacio y un tiempo determinado en nuestras vidas cotidianas, plenamente influenciadas por un Arte donde el tiempo deja de ser dinero y comienza a ser pensamiento.