martes, 18 de mayo de 2010

Walter Malosetti y la Memoria

Ya cerrada la noche y finalizado el concierto, las luces coloridas de una calle céntrica y el intermitente sonido de la ciudad disfrazaban la soledad de un martes por la medianoche. Los reflectores de la entrada del teatro eran los únicos que se animaban a iluminar esa calle maltratada. Decidimos ir a cenar cerca del teatro, así que caminamos con sus cosas: mi padre y él, adelante, llevaban el amplificador apoyado sobre un carrito y la guitarra enfundada; en tanto que Sara y yo optamos por seguirlos, con la otra guitarra y una valija plagada de libros y discos. Hacia delante, la oscuridad solamente permitía reconocer dos estampas cansadas y en trabajoso esfuerzo por cargar los bultos, mientras caminaban entre grandes fragmentos de baldosas rotas e intentaban mantener torpemente el equilibrio en un movimiento pendular, casi chaplinesco.
Entramos a un enorme restaurante que parecía estar finalizando su jornada, ya que los rostros de los mozos no desmentían el cansancio, y tres o cuatro parejas se dispersaban por el local tras alguna columna o cerca de los baños, como con la vergüenza de haber sido descubiertos desnudos.
Luego de sentarnos, y mientras Walter elegía el plato que iba a comer, golpeó sus palmas sobre la mesa, rítmicamente pero con presurosa velocidad, y recordé una de las canciones que había interpretado esa noche: “Grama”, aquella que escribió por la memoria de su difunta esposa. Lo recordé lejos e imposible, remoto sobre el escenario, recortada su silueta por dos haces de luz cálida, desdibujadas sus facciones bajo la sombra que proyectaba la visera de su boina negra, en pleno contraste con el brillo de la guitarra. Ahora podía observarlo bien, pero aún lejano, como todas las personas que no conocemos plenamente: en su rostro ovalado, enmarcado por una barba recortada, tan blanca como el poco pelo que tenía sobre las sienes y que dejaba ver la palidez de su piel, se conjugaban dos ojos verdes inquietos, como sus dedos sobre el diapasón. Miraba hacia todos lados con la impaciencia de un ratón rodeado por el temor, aunque divertido, y atropellaba las palabras en sus labios para decirle algo a mi padre. Fue allí cuando noté la presencia del medallón colgando de su cuello y que, inmenso, no se detenía sobre mis ojos a causa de los bruscos movimientos de Walter. Solamente veía el brillo intermitente de un disco metálico sobre su camisa negra, como cuando vemos batir sus alas a una paloma en plena noche.
La vergüenza y el respeto se confundieron en mí y me impidieron participar en las conversaciones que se desarrollaban. Intenté calcular la edad de ese hombre mayor, pero los enérgicos gestos que hacía mientras hablaba exhibieron una contradicción con los años que imaginaba, así que abandoné rápidamente mi intento.
Luego, mientras escuchaba el eco de una risa ahogada dentro de algún vaso, y dado el vago y superficial aspecto monacal en el que me permitían creer sus manos grandes y el abdomen ligeramente abultado, pude imaginar en él al abad de algún monasterio de la Alta Edad Media. Es curioso cómo, muchas veces, la rigurosa o excesiva observación de la cotidianeidad, el incesante contacto que establecemos con nuestro propio entorno, pueden llevarlo a uno a establecer similitudes inesperadas entre los objetos, parecidos físicos desopilantes y conclusiones inmensas, del tamaño de una ley natural, con el regocijo de haber encontrado la conexión oculta entre los seres de este mundo. Esa expectación detenida, densa y fructífera, es, en definitiva, la causa de que hoy comprendamos mejor algunos de los retratos que abundaron en la historia de la pintura occidental, pero que no han sido percibidos, en su momento, como infinitos productos de esa observación peculiar, la del artista, sino como afirmaciones de una destreza técnica.
Absorto en mi meditación, volví a mirar a Walter: con las cejas arqueadas, el ceño fruncido, el mentón hacia lo alto y los labios fuertemente inclinados hacia adelante, parecía estar escuchando las dubitativas preguntas de este núbil miembro de una Orden Mendicante, envuelto también en esos pálidos hábitos que caracterizaban la austeridad reinante.
Volví a seguir la conversación. Había comenzado a hablar sobre su infancia en Palomar, sobre la relación entre los trenes y las familias, entre aquel jefe de estación que era su padre y las tardes enteras que pasaba allí con sus hermanos. Detuvo su relato y me miró nuevamente, con una concentración tan fuerte que sentí inmediatamente que estaba tratando de adivinar lo que mi rostro expresaba. Comprimió su cara en un gesto, dejó libre una carcajada y continuó su historia, bajo las inmensas placas de zinc que cubrían la estación, observando desde lo bajo los rostros volátiles de los pasajeros, entre los mismos y cariñosos empleados ferroviarios, entre los sonidos únicos de un tren en movimiento. Parecía estar poniendo a prueba mi atención. De repente, un gesto cortó el aire y ensordeció el sonido metálico que imaginaba, disipando el vapor que ya se había formado en el paisaje que construía: Walter apoyó su mano sobre el brazo de mi padre, nos miró rápida y alternadamente con la presurosa alegría de un niño emocionado y nos contó la historia del telégrafo.
El contacto cotidiano que mantenían, tanto él como todos sus hermanos, con el bullicioso ambiente ferroviario, les permitió aprender rápidamente el lenguaje Morse.

- Tic, tic-tic, tic-tic, tic. Escuchábamos y memorizábamos, nada más –dijo con la boca llena de palabras alborozadas- Y después de unos meses nos transmitíamos secretos durante la cena, con el mango de los cuchillos sobre la mesa. ¡Escuchá!

Tomó rápidamente el cuchillo más cercano, el de Sara, sin siquiera pedirle permiso ante la complaciente mirada de ella, que aparentaba ya conocer la historia. Giró el cubierto con claridad entre sus manos y apoyó lentamente la empuñadura sobre la mesa, apartando lo que había sobre ella. Acomodó su cuerpo en la silla para inclinarse, y parecía estar arrojándose sobre la guitarra otra vez. Recordé súbitamente el retrato que Sabat hizo de Malosetti, donde ese mismo movimiento se resume sobre el instrumento, y que, con el simple trazo de un lápiz negro, no alcanza a vislumbrarse el rostro pero sí deja ver su espalda curvada hacia adelante, los brazos protectores y el mechón de pelo que ahora intentaba caer tímidamente sobre la mesa.
Nos inclinamos nosotros también, encerrando ese espacio desde donde se escuchaba nacer una confesión:

- Tic, tic-tic, tic-tic, tic, tic, tic-tic- y el sonido del cuchillo opacó el ruido de los otros cubiertos que chocaban en el restaurante- ¿Y? ¿Alguien entendió lo que dije?. Lo preguntó con una sonrisa colgando de sus labios, una sonrisa que amaneraba con caer atronadoramente.

El silencio permitió aceptar nuestra ignorancia, e incluso incomodó a Sara, que esta vez estaba sorprendida.

- ¡Pelotudo! Eso les estaba diciendo, a ustedes.

Dejó caer finalmente esa risa estrepitosa, que no tardó mucho en contagiarnos, y se recostó sobre el respaldo de la silla. Volví a ver el brillo que colgaba de su cuello. Sus ojos se achicaron, y la respiración entrecortada develaba a un niño travieso que mostraba todos sus dientes.
El mozo llegó para tomar nuestro pedido. Walter irguió su espalda, llenó de aire su pecho y cruzó los brazos, alejándose de la mesa, tratando de recuperar la seriedad con la solemnidad de un militar de alto rango. Sin embargo, el movimiento elocuente de sus cejas lo dejaba en evidencia: las movía hacia arriba y hacia abajo, empujando todas las arrugas de su frente rítmicamente, luchando contra su seriedad, como cuando un niño intenta reírse inmediatamente después de haber llorado.
Alcancé a ver el medallón detenidamente ahora, de frente a mí y abarcando perfectamente el centro de su pecho. Era un medallón redondo de un metal ya oscurecido, tan grande como el diámetro de un vaso, con incisiones que dibujaban dentro del perímetro las iniciales de su nombre, difícilmente reconocibles. Eran dos letras sensualmente curvilíneas que entrelazaban sus trazos sin violar el marco circular, pero generando un curioso juego con la coincidencia de sus formas. Tal como si viéramos un laberinto desde el cielo, resultaba complejo saber dónde comenzaba una letra y terminaba la otra: sus extremos se arqueaban serpentinamente una y otra vez, volviendo sobre sí mismos y formando un rítmico y abigarrado conjunto de curvas. Ese medallón era único. Se lo habían obsequiado a Walter algunas décadas atrás cuando viajó al pequeño pueblo italiano donde habían nacido sus raíces, y donde aún quedaba gran parte de su ascendencia albanesa, que huyó despavoridamente de su patria, buscando refugio.
Cuando llegaron nuestros platos, Walter comió con una energía irreconocible, casi sin emitir palabra alguna. Recordé, entonces, una costumbre albanesa para la cual el momento de las comidas es un tiempo en el que se lucha con la muerte, y por ello la conversación es algo más que el impedimento de esa agonía. Quizás sin saberlo, Malosetti estaba dejando sobrevivir una costumbre, y detrás un pensamiento, una respuesta tentativa a la más misteriosa pregunta humana. Pues de eso se componen las tradiciones, ese tipo de fuerzas vitales esconden los más extraños e incomprensibles hábitos: comienzan allí, la memoria y el arte, a compartir fundamentos. Porque el arte es, antes que nada, un proceso de simbolización que traduce la memoria colectiva y que expresa un universo único de creencias y costumbres. Es por ello que un exterminio, una conquista, la destrucción de una cultura, comenzarán siempre por la destrucción de su capital simbólico, por la relativización de esa alteridad: cinco siglos atrás, en el Cuzco de Pizarro, se erigieron construcciones eclesiásticas literalmente sobre las antiguas y milenarias construcciones incaicas; nueve años atrás, en la invasión estadounidense a Irak, los primeros objetivos a bombardear fueron los edificios de culto. ¿Qué tipo de fuerzas inconmensurables esconden esas obras de arte? ¿de qué contextos cosmológicos se las ha querido arrancar?
Reaccionarias e inconformables por naturaleza, las formas artísticas que pertenecieron y formaron parte de cada cultura se han negado a amoldarse o esconderse ante la presencia de estilos importados, luchando en cada momento contra su desaparición y resurgiendo cada vez con más fuerza.
Volvió a brillar el medallón, con un movimiento oscilante, y observé otra vez sus complejas curvas. Walter echó su espalda hacia atrás, satisfecho por la comida, y lo imaginé nuevamente como un monje medieval, en una época en que la polifonía del jazz era impensada. Fue allí cuando recordé el arte celta, el arte irlandés de principios de nuestra era, aprisionado por los preceptos de una nueva religión, el catolicismo. Evangelios ilustrados como el de Durrow, Lindisfarne o Kells, que hoy se guardan bajo llave como meros ejemplos de una etapa del arte irlandés y se celebran como frutos de un contacto cultural, son en realidad una manifestación más de esas fuerzas agónicas subliminales que cualquier cultura emite en forma desesperada durante un proceso forzado de resquebrajamiento. Tal como las obras del barroco americano, los manuscritos ilustrados irlandeses forman parte de las huellas de una cosmogonía que pretendió ser extinguida y que expresa sus impulsos vitales como lo que son, sordos movimientos tras el telón decorativo.
La evangelización del territorio irlandés, uno de los pocos que aún no había sido inculcado en los preceptos del dios católico-apostólico-romano, se inició con el arribo de Patricio en 432, enviado por el Papa Celestino. Gracias a este monje, en nombre de quien hoy se beben abundantes litros de cerveza incluso en Buenos Aires, se aplicaron estrictas reglas monásticas en el proceso de evangelización. En este proceso, se buscó sobreponer el repertorio costumbrista católico por sobre las milenarias tradiciones celtas que allí convivían, una operación que para esos siglos ya se había logrado en casi todo el territorio europeo. Es en los monasterios, en esos nuevos centros culturales medievales, donde los evangelios ilustrados han sido producidos. Estos folios, solían preceder cada uno de los libros que contiene el Nuevo Testamento y, por lo tanto, contenían la representación del símbolo con que se identifica a cada uno de los Evangelistas, es decir, a cada uno de los hombres que escribieron la historia de Cristo. En el sector continental de Europa, en aquellos monasterios franceses o alemanes que desplegaban su poder, tanto en forma simbólica como práctica, sobre un vasto conjunto de territorios, estas ilustraciones consistían en una tímida representación espacial donde se ubicaba al personaje: algunas veces acompañado de ciertos motivos decorativos que, como tales, se limitaban a escoltar avergonzadamente a las figuras. Sin embargo, las miniaturas producidas en las islas del norte, manifiestan una reticencia a aceptar estos parámetros: en el centro, pequeñas, las figuras de Mateo, Marcos, Juan y Lucas, se ven enmarcados por gruesas y predominantes guardas de cintas entrelazadas que forman curvas serpentinas, círculos que contienen espirales, alternancias de trenzas rítmicamente distribuidas y coloreadas casi ardientemente, cuando el dorado divino se hermana con colores como el rojo, el violeta, el marrón o el verde.
Tan infinitos e indescifrables son estos planteos geométricos, tal preponderancia se le otorgaba a la hora de colocar la pluma sobre el folio, que esos mismos juegos cromáticos y curvilíneos comienzan a tomar lentamente el protagonismo de la página entera, donde las figuras lucen su ausencia y es complejo incluso encontrar el símbolo de la cruz, escondido por estas líneas que, ensimismadas, parecen querer devorar todo lo extraño.
Ahora bien, ¿cómo interpretar dicho protagonismo? Si conociéramos las fíbulas, las espadas o los altares celtas anteriores a la llegada de Patricio, podríamos comprender por qué, pese a la ferviente aceptación de la Fe, estos mismos monjes parecen volcar desesperadamente las mismas figuras que unos siglos atrás eran sinónimo de prestigio, de valor y de jerarquía en los poblados ágrafos anteriores. Es que aquí, la fuerte pertenencia a una forma de expresión arraigada en los sustratos de una cultura, traiciona inconscientemente hasta las reglas más estrictas, aún habiendo sido éstas dictadas por Dios.
Encuentro en estos entrelazados irlandeses una similitud con el jazz de Malosetti. El pintor paulista Bravelli señaló una vez que el jazz es para aquellos que aman la geometría y el sexo por partes iguales. En su ritmo, la geometría; en sus improvisaciones, lo sensual. Y es en estos manuscritos irlandeses donde el intrincado pero acompasado caos logra ser traducido en algo misterioso, palpitante y extrañamente agradable, como algunas flores exóticas que encandilan con sus colores o proporciones exageradas.
Se produce en estos manuscritos la prueba fiel de que hay ciertas vías de expresión en el ser humano que evolucionan de acuerdo a su necesidad y a la búsqueda de la forma más correcta de transmisión de los verdaderos sentimientos. Con Walter Malosetti sucede exactamente lo mismo, sólo que en su música, en sus narraciones y en sus gestos, lo que se pone en juego es el recuerdo individual de la niñez, que para él, y para cada uno de nosotros, parecer ser algo universal, parece tener un sustrato cultural. Sucede que la infancia es un relato tan lejano para los hombres mayores, tan progresivamente difuso, que necesita ser confirmado o revivido a través de fotos o relatos, necesita ser narrado y escuchado para tornarse nuevamente real, para reconstruirse. Y es allí donde la memoria y el arte comparten raíces. Quizás ese ritmo quebrado del lenguaje Morse aprendido con total naturalidad, ese ritmo que Malosetti tuvo que decodificar para comprender, y volver a codificar para transmitir, no fue más que el primer paso para transformar a la música y al jazz en su modo de vida. O quizás fue realmente su hermano quien le enseñó el camino de la música. La literatura generalmente se expresa con las mismas palabras con las que hablamos, la pintura compone con imágenes conformes a las de nuestra realidad, pero la música, con los sonidos, inventa un idioma al que no accedemos más que con nuestra imaginación, evocativamente, como cuando construimos vagamente el recuerdo de un instante a partir de un olor, con esa percepción en la piel, típica de la infancia, que algunos grandes hombres aún mantienen vigente.

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