jueves, 13 de mayo de 2010

Edward Hopper y el letargo generacional

Hacia los primeros años del siglo XX inició sus clases de pintura con 18 años al mando de Robert Henri, un renombrado pintor norteamericano y miembro de un grupo de artistas radicales de preguerra, que supo enseñar bajo la tutela de una frase iniciática: utilizar el arte para hacer un revuelo en el mundo. Algunos años más tarde viajó a Europa y residió en Paris, permitiéndole así conocer Holanda, Bélgica y Alemania. De esta forma y con estos simples datos, fácilmente podríamos imaginar a un Edward Hopper inquieto, curioso y permeable a las corrientes estilísticas crecientes en esa Europa bulliciosa y centro del caldero donde hirvió la historia universal; acudiendo a afiebradas reuniones de intelectuales y artistas; empapándose del espíritu vanguardista y revolucionario que se respiraba en esa época. Pero su carácter lo guió hacia otros rumbos, aún más extraños que los tiempos que vivió, o quizás mas similares a la realidad que experimentó. Es así que desde sus obras más tempranas hasta las últimas no percibimos grandes diferencias: ni estilísticas ni temáticas. Sus paisajes seguirán teniendo grandes rasgos comunes, compuestos por típicas casas de dos pisos con colores cálidos, tibios más bien, abrazadas por el sol agonizante; o edificios inesperados que interrumpen las todavía existentes porciones de cielo y tierra; sus interiores continuarán remarcando la inmensidad del lugar que habitan los personajes que lo completan, casi diríamos en una obstinada repetición. Es claro que la existencia de Hopper ha estado marcada por una aparente serenidad, o al menos ello indica la falta de información sobre su vida o la inexistencia de declaraciones o hechos puntuales y divisorios como bisagras; pero no podemos explicar su obra tras el simple develamiento de su personalidad, quizás porque escondió sus rasgos particulares tras las obras mismas. Las bruscas modificaciones en el estilo de un artista, o en la vida de un hombre, eso que algunos equivocadamente llaman evolución o crecimiento, se desprenden de dos posibles motivos: la desesperación o el agotamiento de las metas, la ineficacia para intentar alcanzar un objetivo (hojeen rápidamente un libro con obras de Picasso y comprenderán a lo que me refiero).
Solemos escuchar desde la esfera de la crítica artística que las obras de arte representan fundamentalmente el ambiente sociocultural y económico alrededor del cual han sido producidas, pero sin dudas las más logradas obras artísticas no expresan su época directamente sino complementariamente, pues el público no necesita lo que ya tiene sino todo lo contrario: la pesquisa curiosa del espectador no debe reafirmar su existencia, debe ponerla en duda constantemente. En una sociedad en cambio permanente y arrítmico, donde los movimientos de personas entre países se transforman en exilios voluntarios y profundos desarraigos, y donde aquellas cosas que nos identificaron y que nos definen desaparecen abruptamente sin nuestra mayor intervención, la nostalgia se ha convertido en un eje fundamental: al estar lejos (no solo físicamente) del país natal o la ciudad que abrigó nuestro nacimiento y crianza, reencontrar a alguien que nació en la misma ciudad o se crió en el mismo barrio nos recuerda cuánto hemos cambiado sin darnos cuenta. De esa forma funcionan las obras de arte, nos permiten vivir y presenciar lo que alguna vez tuvimos para remarcar las ausencias que todavía conservamos. Si tenemos en cuenta que el arte existirá en tanto y en cuanto persista esa desigualdad en el mundo, podremos formarnos una idea de su función. Las obras están allí: en un museo o en nuestra propia casa, en un muro o en los fragmentos de una vasija, nos permitirán identificar la gran proximidad entre los hombres de distintos siglos y alcanzar una mayor solidaridad entre cada uno de nosotros. Así, quien se posicione activa y conscientemente frente a cualquier manifestación artística estará buscando y aceptando, más allá del gusto, las consecuencias que devengan de dicho proceso de intercambio. Desde la crítica artística o de manera más global el mercado artístico se construye institucionalmente alrededor de cada obra un discurso que la respalde históricamente, y con ello se le otorga un punto específico e inamovible en el devenir de la humanidad, tomando a ésta como ordenada, lineal, irrepetible y en constante evolución; pero raras veces se hace mención a lo que esas mismas obras nos exigen y a lo que nos enfrentan. La pregunta constante que nos formulan ya desde las pinturas parietales del hombre prehistórico, fue repetida por Hopper durante toda su vida y nace de una necesidad vital y homogénea. La creación surge de la carencia, ya sea una obra de arte o un avance tecnológico; y la situación actual de nuestra sociedad incomunicada no es producto de las novedades comunicativas como Internet o los teléfonos celulares sino simplemente el impulsor de dichos inventos: se busca desesperada y erróneamente la comunicación por la inexistencia de diálogo. Si desde el nacimiento de Hopper en 1909 hasta su muerte en 1967, es decir desde la publicación del Manifiesto Futurista hasta el asesinato del Che Guevara, no ha modificado en mayor parte su estilo ni sus motivos, se debe a que ha creído incansablemente en una verdad, ha encontrado algo que no se modifica, y es esa ausencia que se mantiene a pesar de la Historia. Hopper ha comprendido que como artista es su obra, más allá de los rasgos de su personalidad, y ha tomado la voz de esa obra haciendo hablar al hombre colectivo, a cada individuo que se detenga a contemplar un cuadro suyo, a la totalidad de la humanidad en sus aspectos más bestiales, más sinceros y más despojados. ¿Cómo comprenderíamos sino la escasez de retratos o autoretratos a lo largo de su producción adulta?. El hombre no existe, existe la obra, y a partir de ella los demás hombres. Es así que una novela, unos versos o cualquier obra que haya sido producida con tal intención por un hombre particular, no debe volver hacia ese hombre y sus neurosis sino continuar la línea que ha trazado el creador para alcanzar a sus semejantes.
Al ver una obra de Hopper no es erróneo recordar la pintura al óleo de los siglos XVII y XVIII, donde se retrataba a las grandes familias reales y personajes de su corte o bien a renombrados burgueses. Tomemos Mañana en una ciudad finalizada por Hopper en 1944. En ella se observa a una mujer desnuda mirando perdidamente por una ventana abierta de par en par en el centro de un departamento aparentemente pequeño. A su derecha hay una cama desordenada que ha sido testigo del tan preciado descanso, y a su izquierda una silla cubierta de ropa se enfrenta a un mínimo escritorio. No sabemos a qué se dedica esa mujer, pero imaginamos que ha tenido un mal sueño que la mantiene inmóvil frente a la vista de una ciudad que en unos minutos comenzará a exigirle algo. Está sola, ya abandonó su juventud y aparenta no haber conformado una familia. La ciudad, también sin ropas, la mira en toda su desnudez, que apenas oculta tras la toalla que tiene entre manos: sus pensamientos son más importantes que ese cuerpo que exhibe frente al mundo, frente a su mundo. Pero es una mujer y no descuida esa imagen si está siendo observada, como reparamos en el prolijo peinado que decora su cabello y que contrasta notablemente con el desorden del departamento. Hasta aquí pareciera ser una simple escena cotidiana, y lo es. Es el momento exacto en que dudamos de nuestra propia existencia, no sabemos si sumergirnos en la ciudad o quedarnos en nuestras casas pero intuimos que esos instantes de quietud frente a la agitación son los más preciados en las sociedades burguesas. “No nos une el amor sino el espanto” escribió Borges sobre Buenos Aires y murmuraría entre labios la mujer desnuda.
Por el otro lado tomemos Mujer a la ventana del artista holandés Jan Vermeer que produjo gran parte de su obra en Delft, la misma ciudad donde nació y murió. Ahora observamos a otra mujer, vestida en este caso con una ropa que define a la perfección su posición social. Se encuentra manipulando una jarra de agua sobre una mesa contigua a la ventana semiabierta que inunda su rostro de luz. Suponemos que está contenta por la sonrisa que esboza tiernamente, y a pesar del recluido espacio donde se encuentra, entendemos que esa es una tarea reconfortante: su trabajo está allí, su existencia se define por la actividad que está haciendo y redondea su personalidad en el cálido entorno que le otorga su hogar. La mujer de Hopper, en cambio, ha trasladado su vida hacia fuera y se siente sola y vulnerable, no pertenece a ese lugar que habita y ya no reconoce su origen; el personaje de Vermeer pareciera ser cualquier mujer corriente pero es completamente individual y probablemente reconocible, mientras que la mujer que retrata Hopper ha tomado distancia de nosotros y ha renunciado al rol en el que había creído. Ciertamente Henry Miller dijo alguna vez que comprender a una mujer es comprender la época en que vivió, y quizás ejercer esa lógica y ahondar en dichas reflexiones puede llevarnos a vernos empapados por el barro que salpican las ruedas de nuestra propia vida. Consecuentemente, Hopper no solamente nos traslada a un espacio y un tiempo determinado sino que sus cuadros funcionan, no ya como las ventanas al mundo que creían estar creando los comitentes burgueses de Vermeer, sino que se transforman en duros y críticos espejos (un refrán polaco explica el rol que ha jugado la codicia a lo largo de la Historia a través de una bella metáfora, donde hubo un tiempo en que el hombre veía al mundo a través de un vidrio y otro tiempo en que, poniendo detrás una lámina de plata, solamente pudo verse a sí mismo).






La mayoría de los personajes que describe Hopper dirigen su mirada hacia algo que se encuentra fuera de la obra, miran desde dentro de sus hogares y son mirados desde afuera, cual un triste espectáculo. Sin permitir que se crucen las miradas nadie es interpelado, pero nadie sabe por quién es visto ni a quién mira. Cada uno de ellos pareciera estar habitando la ciudad en plena soledad, una ciudad donde aparenta no haber pobreza ni indigencia, una ciudad construida por y para cada uno de sus habitantes en direcciones contrarias, explicando el carácter amorfo y discordante de las grandes metrópolis. Hopper no espía pues no quita privacidad a quien representa sino que acepta el carácter público que cada uno de ellos ha adquirido inevitablemente. En ese contexto, la incomunicación y la falta de nexos aglutinantes es extrema: el autor no representa grandes grupos humanos salvo en situaciones antinaturales, como en Tomando el sol donde cinco personas yacen con trajes de oficina en sendas reposeras frente a un enorme campo flanqueado por montañas. En cambio, representará escenas invadidas por una misma sensación, aquella que produce el asomarse a un balcón en un piso elevado, la sensación de vivir en un ambiente despoblado, como si un dios demiurgo hubiese abandonado su creación. En definitiva, Hopper ilustra la consolidación y la permanencia de una individualidad ficticia que se considera invulnerable y que cree no necesitar de una comunidad, una individualidad que lleva ya severos años de existencia y supervivencia pese a sus hondas y constantes falencias. Si técnicamente está emparentado con un artista como Vermeer, esto es, en la utilización de un lenguaje plástico figurativo que funciona denotativamente, ese mismo lenguaje que aplaudía y reivindicaba la riqueza, la rectitud y los avances del imperialismo, Hopper lo utilizará para mostrar a los descendientes involuntarios de esa codicia desmedida, pobres mecanismos reemplazables. En cierta forma el Expresionismo ha sido, en los albores de un nuevo capitalismo, el portavoz de la nueva experiencia cotidiana, de la desesperación ante la novedad de la Modernidad, ante la voracidad y la desmesura antinatural de nuevas formas de trabajo; en cambio Hopper se enfrenta a una realidad distinta, no pintando ya la salida de los obreros de las fábricas sino a esos mismos trabajadores en su hábitat natural, la intimidad, y ya resignados a creer en el sistema que los envuelve. De esa forma el simple hecho de poder reconocer fácilmente las figuras en una obra de Hopper nos otorga tranquilidad, una tranquilidad a la que no nos invitan obras como las de Emil Nolde por ejemplo, pero a su vez una tranquilidad que nos motiva a entender no ya los motivos del pintor sino el motor que dinamiza dichos personajes y cómo ello nos implica (algo similar sucede con Raymond Carver o John Cheever en la literatura norteamericana). Teniendo en cuenta ese espacio al cual nos trasladan las obras de Hopper, no sería menos adecuado considerar la dimensión temporal en sus obras. En 1926 Hopper pintó a un hombre sentado en el cordón de la vereda, con los brazos cruzados y la postura encorvada, dando la espalda a una serie de comercios cerrados. La obra se titula Domingo, pero no por ello es distinta a sus otras producciones. El domingo es sinónimo de tranquilidad, esparcimiento y sosiego, es un día en que el Tiempo se modifica según el grado de nuestra desesperanza y es un tiempo extraño al trajín cotidiano que impide la reflexión. Ahora bien, la doctrina protestante se ha consolidado como el cimiento de la sociedad de clases norteamericana y ha despejado el camino para el surgimiento del capitalismo desde su nacimiento en el siglo XVI. Para ella los oficios, por viles que sean, dignifican a Dios por el mero hecho de estar sirviendo al prójimo (de hecho, el trabajo de generaciones de puritanos temerosos de Dios fue lo que hizo de Inglaterra la primera nación industrial del mundo); un Dios que había colocado en el corazón de los negociantes un profundo respeto por la propiedad privada. En la nueva sociedad norteamericana de principios de siglo ya se podía vislumbrar que ese “Sueño americano” iba a estar sostenido por el trabajo y el esfuerzo individual. El protestantismo, que se supo difundir especialmente sobre terreno estadounidense, es de la opinión de que el hombre ocioso, que no se preocupa por sus obligaciones, sucumbe a sus instintos naturales, siempre malos y pecaminosos. Es decir que el trabajo es la actividad diaria más importante para mantener nuestra fe y combatir el reinado del demonio, pero ¿qué sucede los domingos cuando ninguna de estas actividades se realizan? Los domingos son días en que el mundo reflexiona involuntariamente y agachando la cabeza, otorgan el marco adecuado para hacer un balance arbitrario y cruel de la propia vida, se admiten los errores a un Dios que duerme y al Diablo que despierta. Hegel en su Estética supo decir que el Arte es el domingo de la vida, y ello suscitó violentas relecturas de su obra por parte de los vanguardistas del siglo XX que bogaban por un arte apegado a la vida, cotidiana y eternamente; pero el filósofo no pretendía adjudicarle a la práctica artística un día de la semana ni tampoco otorgarle un espacio pequeño en la existencia humana, sino definir al arte como un espacio nebuloso de meditación profunda.
Esa inevitable meditación con que están cargados los domingos, y que aplazamos cada semana para poder continuar con nuestras vidas, tiene el carácter transformador de un suicidio, pero bajo la calma y la soledad de una ciudad inactiva que esconde a sus habitantes en pleno agón existencial: “¿Qué había hecho de su vida? ¿Era ésa o no hora de preguntárselo?” se cuestiona Roberto Arlt. Esos personajes, escondidos tras una ventana, en un bar o alejados en casas de campo, son los que retrata Hopper en pleno afán de obligarnos alcanzar en cada una de sus obras esa tranquilidad que nos permite reflexionar, esa incomoda quietud que deja aflorar la ingenuidad, y que muchas veces es confundida erróneamente con la tristeza.




Hoy Hopper, tal como gran parte del arte producido durante el siglo XX, ha perdido su carácter transformador y su peso de esperanza, viéndose reproducido en remeras, imanes y casas comerciales como el estandarte y portavoz de una joven generación que se siente representada pero fuertemente desmotivada y ligada al conformismo. En definitiva, con sus trabajos Hopper no ha pretendido ser la cara visible de esta generación desconsolada, no ha pretendido ser el líder visual del desamparo y la soledad, sino el vehiculo de cambio hacia un mundo donde sus obras ya no sean necesarias.

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