lunes, 1 de agosto de 2016

Los que vemos, los que no nos miran - El Flasherito diario (Nº 13 - Mayo de 2016)

La del 4 de febrero era una tarde calurosa que sentía la competencia del ardor combativo de quienes la padecíamos. El gigante árbol centenario de ese patio del centro porteño intentaba, en vano, cobijar nuestro sudor y a la vez abrazar nuestras espaldas corvadas ante los despidos. Algunos servían tereré de pie y hablaban en números cada vez más grandes emulando una trágica lotería. Otros decidimos sentarnos a esperar aparecer las caras de algunos compañeros por la puerta del patio con un gesto de esperanza y de tristeza anudado en el centro de la cara. Es que ver a los recién llegados era señal de un cuerpo más en la resistencia pero también, quizás, de un nuevo empleo arrebatado.
Es cierto que ya no teníamos los huevazos cerca de los pies o el hielo sobre los hombros que nos tiraron aquel fatídico 29 de enero en pleno corte de calle motivado por la sorpresa, pero las calmas gotas de sudor en esa tarde de asamblea por momentos lograron convertirse en lágrimas: 500 compañeros del Ministerio de Cultura habían sido despedidos y ahí estábamos para decidir qué hacer. Algún que otro sollozo involuntario brotaba cuando quien hablaba, después de haber pedido la palabra, contaba su caso y narraba los números de su lugar de trabajo. Escuchábamos todo: las palabras masticadas y los silencios elocuentes. Nuestros oídos estaban tan atentos que incluso podíamos escuchar el lento crepitar de varios puños cuando se cierran.
Hoy, tras un bajo porcentaje de costosas reincorporaciones, los números de despidos en las distintas jurisdicciones estatales trepa más allá de los 40.000 (http://www.obderechosocial.org.ar/docs/inf_trim1_2016.pdf). Si bien ya hemos hecho unas cuantas cosas, es momento de intentar reflexionar sobre el porvenir de la acción político-cultural.

En estos tres meses en que participé activamente de asambleas, votaciones, discusiones, debates y actividades urgentes en relación a los despidos estatales y la política de ajuste hubo una expresión que llamó mi atención y que merece ser puesta a discusión: dar visibilidad. “Tenemos que hacer visible la lucha”, “estamos visibilizando nuestro reclamo”, “hay que visibilizar la protesta de los compañeros despedidos”, etc. Esa palabra constantemente utilizada esconde un posicionamiento evidente pero fundamentalmente trae encadenada una estrategia, un comportamiento y ciertos efectos que es momento de rever.
Hacer visible algo resume una ubicación ideológica en el mapa político contemporáneo desde el momento en que esos grupos se asumen invisibles, es decir, por fuera de la visibilidad reinante. Inmediatamente después, y casi en simultáneo, visibilizarse se torna el objetivo fundamental, la meta y el mayor logro o, por lo menos, el primer gran escalón para eso que vehiculiza la visibilidad: la reincorporación de los trabajadores o la actualización de los salarios, entre tantos otros reclamos posibles.
Por definición visibilizar es hacer visible mediante un procedimiento o dispositivo algo que normalmente no se puede ver a simple vista. Y acá viene el primer problema. Bajo esa definición de la visibilización la expresión “normalmente” refiere al mundo de las imágenes de la normalidad, es decir, el conglomerado audiovisual que reina en la industria cultural. Por lo cual hacer visible algo es llevarlo a la arena de ese mismo compendio de imágenes donde conviven, generalmente, los productos visuales más nefastos. Visibilizar en este sentido es igualar, normalizar...anular.
No estoy diciendo con esto que me opongo a las movilizaciones y protestas en la calle, nada más alejado de mi práctica política diaria. Tampoco digo que sea algo inútil porque las reuniones espontáneas en la calle producto de hechos abruptos o aquellas que rememoran una fecha trágica, sirven para configurarse como un colectivo contundente. Sirven para visibilizar al otro, pero siempre dentro del colectivo que nos incluye, un otro conocido. Es el caso de la marcha del 24 de marzo pero también la de un grupo de vecinos que sale a cortar la calle por un apagón eterno; es el caso de todas las protestas callejeras del período 2000/2002, o la reunión improvisada de cientos de trabajadores el 29 de enero de este año frente al Ministerio de Cultura. Estas multitudes se piensan desde su fuerza conmemorativa, su hartazgo o su trágica sorpresa pero siempre como inmediatas.
Pongo acá en duda las movilizaciones y protestas organizadas y planteadas con antelación y orientadas a los adversarios políticos, aquellas que desde el vamos pretenden visibilizar una lucha que se cuece hace días, meses, años. Aquellas acciones políticas en la calle que no son consecuencia inmediata sino suceso mediado por la organización política y las ansias de visibilidad. Por eso la planificación de estas multitudes, en cambio, se piensa inicialmente desde la imagen: entienden su cuerpo hacia los demás, y luego como una respuesta.  
Pensemos en eso un poco más: ¿hacia dónde suelen ir esas movilizaciones o dónde buscan desarrollarse esas protestas?, ¿a quién le reclaman? Sea Plaza de Mayo, el ministerio de turno o la dependencia afectada, todas recaen en algo que es interesante de destacar.
Hace más de dos siglos atrás las movilizaciones y protestas se dirigían a los lugares donde estaban las autoridades a las que les reclamaban sus pedidos y ante los que manifestaban su reclamos: podemos citar las primeras jornadas de la Revolución Francesa, o la propia Plaza de Mayo atestada de gente en 1810, o incluso más atrás en el tiempo la protesta de los obreros egipcios en el Palacio Real hacia 1170 a.c, para tomar algunas. Hoy en día cuando vamos a la Plaza de Mayo por los despidos o cuando gritamos frente a un ministerio, las autoridades no están efectivamente ahí. Entonces, ¿ante quién protestamos?

Mi idea es que hoy esas acciones se hacen solamente para ser visibilizadas, para ser vistas, es decir, asumiendo la existencia de otra autoridad: la de la imagen, la de la fotografía, la de los medios masivos de comunicación. Es cierto que ser conscientes de esa autoridad (entendida en el sentido de autoritaria, despótica y discriminadora)  es un buen punto de inicio. Sin embargo el acto de hacer visible lleva consigo cierta idea sobre la imagen y su circulación. Y son justamente estos conceptos escondidos los que considero errados. Porque la autoridad de la imagen rige, sin que lo sepamos del todo, los modos en que organizamos las acciones políticas. Cuando buscamos ser parte del mundo visual masivo lo que no observamos es que ofrecemos el cuello ante los requisitos de la imagen informativa: espectacularidad, acostumbramiento, perspectiva, linealidad argumentativa, realismo, etc. Y hacer esto es caer en la marea de imágenes que desde el trabajo político-cultural buscamos combatir. Lo que debemos es tratar de escaparle a estos mecanismos de control.

Al momento de finalizar una de las acciones que hicimos en estos meses un amigo militante de un partido de izquierda con cara triste y voz pesada me dijo: “Deberíamos haber cortado la calle”. “¿Te parece? ¿Para qué? Así está bien”, señalé. “Para visibilizar mejor el reclamo”, respondió. Mi amigo, además de militante, es pintor. Entonces le recordé que tanto él como yo trabajamos con imágenes y que sabemos en profundidad lo que significa crearlas, y lo que pretendemos que suceda cuando son leídas. “Ninguna imagen digna de ser considerada como tal se termina en su superficie -le dije- y creo que un corte de calle hubiera sido una imagen superficial en ese sentido, contundente pero imposible de analizar para quienes tenemos enfrente en un sentido político”.

En las circunstancias en las que estamos cualquier imagen de consumo rápido se lee y agota en su planicie porque para el conglomerado audiovisual que dicta las leyes de la imagen ésta no es otra cosa que superficie descriptiva. Entonces, ¿qué significa visibilizarse, ser visto por el otro?, ¿bajo qué condiciones deberíamos buscarlo?

En La política de las imágenes Didi-Huberman escribe: “Una forma sin mirada es una forma ciega. Ciertamente, le hace falta la mirada, pero mirar no es simplemente ver, ni tampoco observar con mayor o menor "competencia": una mirada supone la implicación, el ser-afectado que se reconoce, en esa misma implicación, como sujeto. Recíprocamente, una mirada sin forma y sin fórmula no es más que una mirada muda. Se precisa forma para que la mirada acceda al lenguaje y a la elaboración, única manera, para esa mirada, de "entregar una experiencia y una enseñanza", es decir una posibilidad de explicación, de conocimiento, de relación ética (...)” (Didi-Huberman, Georges “La emoción no dice YO. Diez fragmentos sobre la libertad estética” en Jaar, Alfredo (ed.), La política de las imágenes, Metales Pesados, Chile, 2008, p. 41-42).

En tales circunstancias hacerse visible, hacer visible una lucha o un reclamo, es algo más que plantear una imagen contundente y sin fisuras. Hacerse visible exige buscar la implicación del otro, su relación ética, lo único que verdaderamente torna el reclamo en algo visto. Y lo que queremos es ser vistos, no simplemente hacernos notar.

Un corte de calle, una protesta o una marcha son imágenes significantes que inmediatamente se colman con la “Historia de las imágenes de protesta” que para cada cual es distinta pero a fin de cuentas, y fundamentalmente para aquellos cuyas voluntades políticas queremos persuadir, es siempre la misma: la del estorbo sin análisis, la del muro de consignas sin comprensión humana, la de “la grieta” sin solución. La imagen de un corte de calle, para un transeúnte despistado o un reaccionario recién llegado, no es más que eso: se queda en la evidencia de un conflicto embravecido y “violento”, en bronca mal entendida. La chance de que estos posibles espectadores lean en profundidad el reclamo se esfuma ante la imagen. Ofrecerles la imagen repetida a la que ellos podrán, equivocadamente es cierto, cambiarle el disfraz, las pancartas y los colores por las tantas otras marchas, cortes y manifestaciones “molestas”, es una estrategia que redunda. Más aún si, como trabajadores de la cultura, también pretendemos “entregar una experiencia y una enseñanza”, como dice Huberman. La “Marcha del Silencio” por el fiscal Nisman fue una prueba firme de que incluso esas estrategias ya fueron adoptadas por la derecha, una prueba más de los ejes desde donde comienza a construirse una nueva hegemonía visual, y la clave para saber de qué tipo de estrategias e imágenes ancestrales, aunque nos cueste, debemos despegarnos fundamentalmente si entendemos la visibilización como intrínseca a la lucha. La salida entonces no está en machacar con imágenes contrarias y construir una superposición eterna de imágenes planas en lucha que se niegan una a otra. Justamente eso es lo que hay que modificar.

Todas las luchas buscan hacerse visibles desde la lógica de la visualidad bidimensional: las marchas van hacia adelante, ofreciendo sus pancartas y banderas a una mirada que se encuentra enfrente, y la multitud se distribuye en perspectiva, fugando hacia atrás; un corte de calle se planta frente a los automovilistas, reclamando que los vean. Aun cuando nadie saque ninguna foto de eso, todas ellas se organizan hacia un punto de visión único. Nadie se corre de la columna que avanza y abre líneas transversales (de hecho irse de la columna es ocultarse) pues todos los ojos (todas las cámaras) miran la marea de gente. Pero hay que escaparle a esa lógica porque si no caemos en el diario matutino, en la cámara boba televisiva, y eso significa regalarles a los dueños de la imagen el valor de nuestros productos visuales para que los utilicen a discreción: sin saberlo nos extraen plusvalía cultural. Quizás el objetivo sea el de negar la imagen misma entendida superficialmente, es decir, darle volumen, engrosarla. Crear formas de protesta que no puedan ser capturadas ni explicadas por el ojo de una cámara, es decir, que no puedan ser leídas bajo la mirada del razonamiento instrumental de la comunicación comercial.

Y acá es donde las estrategias políticas se transforman en visuales y nos exigen escuchar el eco de las estrategias artísticas para atender a sus conclusiones. Porque tal como dice Didi-Huberman: “La imagen creada por el artista es algo completamente diferente a un simple corte practicado en el mundo de los aspectos visibles. Es una huella, un surco, un coletazo visual del tiempo que ella quiso tocar (...) Es la ceniza mezclada, más o menos cálida, de una multitud de hogueras” (Didi-Huberman, Georges “La emoción no dice YO. Diez fragmentos sobre la libertad estética” en Jaar, Alfredo (ed.), La política de las imágenes, Metales Pesados, Chile, 2008, p. 51)

El arte, al trabajar con la producción y lectura de signos e imágenes, se puede conformar cada vez con más fuerza como el sitio donde se desplieguen signos utópicos e imágenes proyectivas que redefinan la propia visibilidad como forma de comunicación de los reclamos, sin dejar de ser el lugar de debate de lo real. En 2005 Brian Holmes veía que una de las alternativas del arte político bien entendido (ese que interviene en los medios y en la calle, y que no produce representaciones) era el de la protesta carnavalesca. De esta modalidad John Jordan es el padre y el Grupo Etcétera la versión actual y porteña en plena calle (aunque también se ha difundido en el seno de las agrupaciones de izquierda más tradicionales). Sin embargo aún tras esta redefinición desde lo artístico las imágenes de las protestas sólo pasan de ser masivas a espectaculares, y no dejan de ser imágenes capturables de intervenciones artísticas innovadoras en marchas tradicionales. Tal como señaló Ana Martín: “(...) el hecho de haber primado lo creativo sobre lo efectivo (...), y la diversión por encima del compromiso, ha convertido a la lucha en una especie de juego, donde los valores estéticos han prevalecido, en ocasiones, sobre los políticos (...) y se han dejado de lado los criterios tradicionales de la militancia (...) el compromiso, el trabajo colectivo y, sobre todo, la articulación del discurso” (Martin, Ana “Autocrítica del carnaval” en: ramona, nº 55, Buenos Aires, octubre de 2005 pp. 44-45).

Pero esto no se trata de hacer una crítica al activismo artístico sino en reconocer qué estrategias del campo del arte le caben mejor a nuestro objetivo de lucha. En ese sentido la acción de Atención Flotante (Taller Flotante, AlaPlástica, La Dársena, El Levante) en 2015 es tan relevante para nosotros por su disruptividad con las dos tradiciones de donde bebe su accionar: la del arte político y la de las luchas anticapitalistas. La acción en territorio, la confianza en el proceso didáctico recíproco y la búsqueda de horizontalidad en la construcción son ejes para ellos: repiensan los productos artísticos a la par de los modos de organización y resistencia. Y quizás algo muy pequeño de eso tuvo la acción cultural que realizó el colectivo de trabajadores ATACA el 20 de febrero de este año frente al MNBA: una puesta en la calle y hacia los peatones de los museos y espacios culturales afectados por la política estatal. Un proceso inabarcable para una cámara.

Creo entonces que si desde el campo político-cultural continuamos ofreciendo las ya conocidas imágenes de la lucha, la visibilización nunca va a ser tal porque nunca pasará por la conciencia crítica de aquellos que esperamos que reaccionen y se organicen ante la injusticia. Es que, tal como dice Didi-Huberman: “El acto de ver no es el acto de una máquina de percibir lo real en tanto que compuesto por evidencias tautológicas (...) Dar a ver es siempre inquietar el ver, en su acto, en su sujeto. Ver es siempre una operación de sujeto, por lo tanto una operación hendida, inquieta, agitada, abierta” (Didi-Huberman, G, Lo que vemos, lo que nos mira, Buenos Aires, Manantial, 1997, p. 47)

Por eso no hay que construir imágenes ni buscar la visibilización en un sentido formal. Habrá que construir otro tipo de acciones: que no puedan ser comprendidas con un simple golpe de vista, que no puedan ser vistas con los ojos culturalmente hegemónicos. Y que ni siquiera puedan ser vistas, porque las miradas agitadas y abiertas no se construyen con nuevas imágenes sino con trabajo cultural territorial en constante protesta. Trabajemos ahí donde sea necesario mutar unos ojos por otros. No construyamos objetos o acciones visibles sino sujetos de cambio. Y ya sabemos que tenemos, como mínimo, cuatro años de trabajo. Porque ver, y fundamentalmente ser vistos, puede ser una trampa mortal. Una hermosa fábula al respecto:

“(...) El pobre animalito que va a morir se queda viendo nomás, mira al león que lo mira. El animalito ya no se ve él mismo, mira lo que el león mira, mira la imagen del animalito en la mirada del león, mira que, en su mirarlo del león, es pequeño y débil. El animalito ni se pensaba si es pequeño y débil, era pues un animalito, ni grande ni pequeño, ni fuerte ni débil. Pero ahora mira en el mirarlo del león, mira el miedo. Y, mirando que lo miran, el animalito se convence, él solo, de que es pequeño y débil. (...) Así mata el león. Mata mirando. Pero hay un animalito que no hace así, que cuando lo tapa al león no le hace caso y se sigue como si nada, y si el león lo manotea, él contesta con un zarpazo de sus manitas, que son chiquitas pero duele la sangre que sacan. Y este animalito no se deja del león porque no mira que lo miran... es ciego. "Topos", les dicen a esos animalitos". (Subcomandante Marcos, “El león mata mirando”, en Cartas y manifiestos, Buenos Aires, Planeta, 1998)


Entonces visibilizar debiera ser construir sentido desde el punto ciego, es decir desde la no-imagen. Y saber cuál es ese punto ciego de la cultura es un objetivo que tenemos que discutir tanto las organizaciones políticas como los trabajadores de la imagen, en tanto trabajadores de la cultura. Y como tales tenemos la potencia suficiente como para impedir que los tautológicos sigan comprendiendo y produciendo la cultura de esa manera. El cambio es nuestro, no de ellos. Así, queda hecha la invitación...


Azul Blaseotto - "El amor vence al odio"
(Dibujo documental in situ, marcador sobre papel, 18x15cm)



sábado, 30 de julio de 2016

FRAN (en "Escenario Prestado", Acto 2, Galería Gachi Prieto)

¿Mmmmmate o café? No sé, creo que café no hay más. Tengo muy pocas ganas de levantarme. Levantarme no es el mejor verbo: apoyar el pie es difícil después de la cosa esa que me hicieron. Estoy harto de esto. Sí, un ratito más... ahí está. Nadie se muere por dormir más. Pero no... ¡esa máquina! Por el ruido debe ser un taladro enorme o una moladora. Deben estar cortando cerámicos, aunque no están tan avanzados en la obra: todavía ni pusieron el encofrado. No, claro. La máquina esa no suena tan grande como una retroexcavadora, ni tan chiquita como un destornillador automático. Es algo intermedio, y más constante. ¿Qué será? El sonido es fuerte así que deben estar dándole a algo muy macizo que... bueno, ya me desperté, no hay vuelta atrás. Están construyendo ese edificio desde hace... ¿Cuánto? Unos meses, unos cuantos meses, muchos más de los que llevo acá encerrado sin salir. Encerrado en la cama no, encerrado en mi departamento, pero es casi lo mismo: después de la biblioteca la cama es el mueble más grande. ¡Re loco! La cosa es que no salgo de ninguno de los dos lados. Aunque debiera decir la verdad... ¿la verdad?, ¿a quién? No, está bien. Puedo salir, sí, pero con un montón de trámites en el medio, burocracias de transporte mejor dicho. Y todo por un estúpido accidente. Nunca necesité a nadie, a-na-die. Mi autonomía la construí solito, señores, y mi inmovilidad también. De golpe y porrazo... un porro, podría ser. Igual es difícil moverme sólo ahora. Aunque... “Ana, ¿me alcanzás el libro ese que está ahi?”. No, ahora no, ¿mate o café? Lo bueno era que me hacía el desayuno. Igual yo puedo hacérmelo. El tema es que no tengo tantas ganas, y que no hay más café. Creo... debería haber café porque el otro día cuando le hice uno a Lucio no terminé la bolsa. Hay café, sí sí, hay... Salvo que Ana se haya hecho el último café. ¿No había un tango con ese nombre? Sí, un tango podría escribir. La mina que lo deja cuando está con un problema de salud y que le termina el café. ¡Buenísimo! ¡Qué boludo que soy, por dios! Me tendré que tomar un mate... al fin y al cabo funciona tan bien como el café para hacer la digestión. O mejor. Hace como dos días que no cago, que no “voy de cuerpo” como diría mi abuela. Podría llamarla a ella para que me traiga café. Pero no, si llega a ver el estado en el que está esta casa va a empezar a decirme que no puedo vivir así, que el arreglo había sido otro, que mi única obligación era mantenerla. O quizás no dice nada que es peor, porque ya no me grita más, no sé por qué. Va a empezar a mirar en silencio: los rincones del cielorraso, los zócalos que se están saliendo, las manchas de humedad de las paredes, todas las migas que voy tirando al pie de la mesa. Es un enchastre. En realidad hacer mate es un enchastre: la yerba vieja que se salpica en el borde del tacho de basura (esa pared debe tener manchas de yerba, seguro), la yerba nueva que se cae al piso cuando lleno el mate (sí, un porro me voy a hacer). ¿Tengo hambre? Si pudiera moverme iría al bar que está a la vuelta. Sí, si pudiera moverme también arreglaría la llave del baño, y creo que pierde el inodoro en la parte de abajo. No, el café funciona mejor para eso de la digestión. Pero no tengo café... voy al bar mejor. Aunque tengo que vestirme, y quizás bañarme. Me fumo un porro y listo. Nadie me puede decir nada que me vaya a fumar un porro a las... a las... este reloj de mierda está titilando, creí que lo había puesto en hora. Ah, se debe haber cortado la luz en medio de la noche... A ver, si ahora titila en 3:43 eso significa que la luz se cortó hace tres horas y 43 minutos. ¡Qué tarado! De todas maneras así no puedo deducir qué hora es. ¿Yo dejé ese vaso de agua ahí? ¿Pero cuándo? No me lo voy tomar, debe estar lleno de polvo. Sí, mirá cómo flota el polvo en el aire: siempre me gustó eso. El sol... los cilindros esos de luz que proyecta en la pared a través de la cortina están muy definidos, y de este lado, así que debe ser casi el mediodía. En el bar no me van a dar el desayuno ya. Bueno, de cualquier manera nadie me puede decir nada si me fumo uno ahora. Los demás deben creer que estoy pintando un montón, que estoy aprovechando el reposo para darle vueltas a mi obra o para pensar una nueva exposición. Lamento desilusionarte... desilusionarlos. Bueno, vamo´arriba... no es tan difícil esto
SAL                        TAN                       DO                         EN                          U                            NAPATA... Uff, muy bien. Debería hacer algo con todas estas cosas. Me entorpecen el paso, la vista... todo. Al menos colorean el espacio. Hace frío. Uy, ¿por qué mierda no puedo ordenar la ropa en lugar de tenerla colgada toda sobre la silla? No, no me voy a agachar, es imposible. Le apuesto a mi propia desidia, a mi propia inmovilidad, que esa remera va a estar ahí tirada hasta que... Ana.... No. Sentado quizás llego, ¿a ver? No. Mate, mate, vamos a hacer un mate. Nos levantamos otra vez... No, no. ¿Por qué pienso en plural? No veo gente desde hace semanas. ¿Por qué en plural? Ah claro, sobre mi pierna izquierda parece que cargo el peso de dos hombres, debe ser eso. O el de un hombre y un pibe. Necesito hielo, sí, hielo. Estar parado en las dos patas afianza la idea de individualidad, uno se cree más hombre: las únicas manadas son las de los animales cuadrúpedos. ¡Flor de teoría política acabo de hacer! Alguien nos enseña a creer que parados, erguidos, somos nosotros en su totalidad, ¡tal cual! ¿Si no por qué festejan tanto cuando un bebé se para por primera vez? Me gusta: un hombre que en señal de denuncia empieza a andar en cuatro patas. ¿Los anarquistas son animales de dos o de cuatro patas? Nunca entendí su individualismo. En fin, tengo que acordarme de leer más sobre eso. No, ni loco prendo la tele ahora. Ver la televisión a esta hora es la última señal de la agonía cultural, y yo me resisto. Aparte me tendría que parar otra vez... aunque podría verla desde la computadora: ¿está prendida? ¡No, basta de noticias! Esto me duele. Casi no me acuerdo lo que era estar parado... “Como un bebito”, dicen todos. Si supieran... si supieran que aunque vuelva a caminar voy a seguir sin poder pararme. Estoy mal, de verdad... “Quedate tranquilo, nos vemos cuando puedas sostenerte por tu cuenta”. Fue muy divertido cuando me dijo eso. Confieso que me reí un poco cuando colgué el teléfono. Las cosas de ella estaban guardadas todas en uno de los armarios, todas. Y las mías acá tiradas todavía como una payana desastrosa: tengo que juntarlas antes de que caiga la piedra. Si... Es fabuloso cómo nos apropiamos del espacio, cómo lo violentamos. Hablando de espacio: el mate, el mate. El camino hasta la cocina creo que es el menos minado de cosas. De acá para allá sólo queda un piso de cerámicos: voy a confiar en mis medias.
O                            TRA                       VEZ                        VAMOOOOOOO... Pava, mate... están. Yerba sólo para dos, para dos mates: el de ahora y el de la tarde. Después, chau. Tendré que esperar que alguien venga a visitarme y le pido yerba... voy a hacer eso. ¿Pero quién? Están todos allá afuera ahora, caminando, trotando, cogiendo, ¡qué se yo! ¿Y si me como unas galletitas? ¡Un asco, están todas húmedas! A ver, a ver... desde acá se ve mejor todo: la ventaja de vivir en un monoambiente. Fuga en perspectiva, Ucello y el parquet. Los renacentistas deben haber sido todos muy ordenados, ¿no? Esto es un desastre. Las sillas de plástico, la mesa ratona (¿para qué carajo tengo ese silloncito de mimbre?), las muletas esas contra la pared como si se burlaran de mí: tranquilas contra la pared, sin sostener a nadie, completamente al pedo. Tengo que tirar esas bolsas con... ¿botellitas o tapitas? No veo bien. Ah, no, latas de atún usadas. ¿Qué hacen las cosas cuando no las usamos?, ¿se buscan otras tareas?, ¿descansan? Yo estoy cansado, creo que voy a volver a la cama... La cama... es como un lienzo en blanco, con rayas negras. Ah, eran para pintar las latas esas de atún, claro. Hasta el olor a trementina se fue de casa: se secó todo, todo. No, mucha agua, un poco menos. Listo entonces, ¿y ahora qué hago? Sólo queda esperar. Ah, la pava. ¿Habrá gas? Ahí va.

VOL                       VIEN                     DO                         Y..................... no se me cayó el mate en el camino. Gran avance. Quizás debiera correr el atril de acá, o cerrarlo definitivamente. Tengo muchas cosas y no me dejan andar bien, ese es el problema. Es como si muchas personas vivieran acá, como esas casas donde hay tanta gente que nunca ningún espacio llega a estar ordenado. Sí, estar acá es como estar con mucha gente. No me siento sólo... es que mis cosas me estorban como si fueran personas en la calle. A decir verdad no hay mucha diferencia: mi casa es mi mundo exterior, el interior está en otro lado. Eso, eso, ¿para qué quiero salir? Y eso que tengo balcón, con unas cuantas macetas. Nunca supe bien por qué las puse. No me gustan pero todo el mundo tiene macetas: las casas que me gustan, esas con espacios amplios que se pueden transitar, están llenas de verde. De verdes, muchos... y de amarillo: cuando las casas son lindas su atmósfera es amarilla. No se qué le pasó a mi cocina, antes era amarilla. Ahora está todo color amarillo grasa, casi naranja: toda pegada en los azulejos. El verde es mejor. Es increible la cantidad enorme de verdes en tan pocas macetas, y más después de un día lluvioso como este. No se habrá olvidado el paragüas acá, ¿no? ¡Qué loco! Ese paragüas ahora sería mejor muleta que las basuras esas que me miran ahí. Una metáfora medio pelotuda la mía. ¿El paragüas no tenía verde también? Igual para verde tengo el mate. Un rico mate me voy a hacer, totalmente. El agua no está todavía, le falta un poco. Hace mucho que no las riego, claro. Por suerte se largó a llover. Las primeras las trajo ella, sí. ¿Se las va a llevar también? No entiendo qué se hace en estos casos... Qué manera idiota de ocupar espacios que son las macetas. Tener macetas es un acto de crueldad. ¡Qué feo estar encerrado en una ma...! Forzar a una flor a nacer en cautiverio es una de las partes más horrorosas del ser humano, exactamente. Es peor que tener una mascota: porque las plantas no te dan cariño, te dan estatus visual, te embellecen el espacio íntimo. En una época pintaba plantas. ¿Cómo pase de pintar plantas a pintarla a Ana? No está tan mal este cuadro igual ¡eh! Un poco torcido quizás. No entiendo por qué nunca se lo llevó a su casa. ¿Estará en su casa ahora? Y yo ni siquiera salgo al balcón. ¿Y el agua? ¿Puse el fuego al máximo? Sí, sí. No paran de martillar ahí afuera, son insoportables. Por culpa de esos tipos está tan sucio el balcón, seguro. Todo oxidado. Hace un montón que no salgo. Los balcones son de las cosas más incongruentes de los edificios. En todos los balcones de mi edificio hay cosas abandonadas. Aunque me asome ahora para ver los balcones de abajo seguro que todavía están las tablas de madera del flaco del séptimo y las reposeras de playa desfondadas esas que tiene ahí pudriéndose, juntando mugre. Es que la vida privada está tan mal construida en las ciudades que los balcones son a los edificios lo mismo que un grano al cuerpo humano: un lugar donde se acumulan los excedentes desagradables. Y yo tengo todo adentro. Pensándolo bien podría dejar ahí todo lo que me estorba acá, todo. Vaciar mi departamento: dejar que se pudran afuera las cosas que más me molestan de este lugar. Sí, claro. Pero si las dejo a la intemperie se van a hacer mierda. Igual... ya están bastante estropeadas. Al menos si dejo afuera el cajón roto ese que todavía no arreglé (¿dónde lo puse?) o la mesa esta que se le saltó la pintura en las puntas... ¿Y esto? ¿Cuándo se rayó este vidrio? Con lo que me costó elegir la mesa... Al final mi idea de usar los diarios viejos como mantel no era tan buena. Aunque a Ana le gustaba leer los chistes a través del plato cuando terminaba de comer. Sí, voy a sacar todo. Al menos si las dejo afuera sé por qué se van a deteriorar, cuál va a ser el motivo. De otro modo los objetos se gastan y no podés decir cómo. A mi me rodean un montón de cosas gastadas y ni siquiera soy capaz de contar la historia de sus roces. ¿Y ese perchero cuándo mierda se cayó? Ah no... Bueno, no, lo del hueco de la puerta del armario es otra cosa. Un golpe fuerte, violento, eso necesitan algunas cosas. Un golpe que les desajuste toda su estructura, uno que las marque, que les marque la historia... como mi pie, exactamente. Hay que quebrar la mesa al medio para poder contar algo sobre ella. Quizás si se lo explico así me entiende... Sí, voy a hacer eso. Me voy a sacar de encima todo. Para poder caminar más tranquilo en mi casa, para eso. Porque ahora... No, no me estorban. Cuando algo te estorba lo empujás, lo sacás. Es otra cosa, ¡qué se yo! Ningún espacio de mi casa lo siento completo. Siempre hay algo que los cruza, nada se les amolda bien. Las cosas en mi casa es como si interfirieran. Interfieren delante mío. Interferencia, sí, está bien.  Es eso... Interferencias, al fin y al cabo. Sí. Inter, es adentro. ¿Y -ferencias? Inter-ferir. Ahí va... Inter es adentro. Ferir... ferir... puede ser herir. En portugés es herir. Inter-ferencia, la herida de adentro, la herida interna. Interferencia. Me gusta la palabra. Interferir es eso que le hace la muerte a la fruta que tengo abajo de la mesada pudriéndose hace días, es eso que le hacen los hongos a la parte baja de la cortina del baño, intereferir es esto. Quiero que se vayan. ¿Qué es ese ruido? Ah, la pava... ¿Dónde dejé el faso?

jueves, 14 de julio de 2016

"Al final del espectro visible" - Julia Mensch, "La vida en rojo", CC Recoleta, Junio-Julio, 2016

Al final del espectro visible

Vota tan rojo como quieras, se decolorará con el tiempo
Obrero francés en “El fondo del aire es rojo” (Chris Marker, 1977)

Varios años atrás tuve la suerte de pasear por Nueva York con una parte de mi familia. Deambulábamos en grupo por las calles llenas de gente pero cada uno miraba como si estuviera sólo hasta encontrar algo digno de destacar, y en ese momento llamaba al resto para mostrárselo. En la avenida Madison encontré, metido casi en el hall de un edificio, un enorme bloque de concreto todo pintado con grafitis. Se destacaba, obviamente, contra las pulidas paredes externas de ese edificio bien cuidado. No tardé en reconocer que aquel bloque, en ese espacio minúsculo, era un pedazo del Muro de Berlín. Quizás fue la pared trunca, alta y grisácea, semidestruida, la que me trajo el recuerdo de unas filmaciones o fotografías, fragmentos de ellas, vistas hace tiempo. O quizás fue la desfachatez del grafiti colorido como un extranjero sobre el muro. No sé. En algún lugar de mi memoria estaban esos recuerdos, y en algún lugar del mundo, supuse, estaban esos trozos del muro berlinés. Entonces ahí me asaltó la pregunta ¿qué se hizo con los fragmentos de ese muro?, ¿cómo se distribuyeron los pesos simbólicos de todos esos pedazos del pasado?

Recuerdos, pedazos, lugares, fragmentos, memorias, ruinas; palabras entrelazadas que construyeron, con el pasar de las décadas posteriores a 1989, una memoria del comunismo tan difícil de atravesar como un nuevo muro de concreto. Delante de ese muro, y con herramientas que le eran familiares (en todo el sentido de la palabra) Julia Mensch busca hermanar, nuevamente, ambos lados de ese muro artificial construido con la fuerza de las historias sesgadas, de los hechos aberrantes, de los triunfos, de las equivocaciones. Ahí delante parada y con sus recuerdos familiares en la mano Julia sabe que de un lado y del otro de ese nuevo muro de conceptos los verbos se conjugan diferente: qué fue, qué es, que será el comunismo.

La vida roja comienza para Rafael Mensch en Salashi, ese pueblo ucraniano en la frontera con Polonia de donde emigró con sus hermanos en 1935, y adonde Julia volvió hace unos años en un viaje “desmigratorio” para conocer el inicio y la veracidad de esa historia, la que dio como fruto a un obrero gráfico militante, y después a un abuelo.

Algunos de nosotros podremos encontrar historias similares en nuestros pasados no tan lejanos. Conocemos gracias a la propia familia algunos de los fragmentos de esas historias de inmigración ancladas en el nombre de un abuelo, de una abuela o de alguien más lejano. Es muy fácil, por eso, plantarse frente a algunas obras de Julia reconociendo todo eso que tienen de íntimo sus instalaciones. Los objetos de los que se adueña para contar la historia política de su abuelo nos obligan con ternura a evocar objetos similares que pasaron por nuestras manos mientras escuchábamos alguna historia familiar, sea cual sea. Puedo mencionar unos cuantos de esos que me llevan y me traen desde la casa de los abuelos de Julia (sus cortinas, sus muebles y sus platos sobre la pared) hasta los rincones más visitados de la casa de los míos. Debo admitir que la traidición política familiar de Julia me genera cierta envidia (ingenua, claro), atado yo a una familia que ha pensado la política menos corporalmente. Pero aunque ninguno de los espacios de mi propia familia esté coloreado de ese rojo inconfundible, entiendo algunas de las cosas de las que esta muestra habla sin explicitarlo. La memoria, es una de ellas.

En el viaje a Ucrania que da pie a Salashi (2013) es bien claro. Julia viajó sin su familia a ese lugar inesperado pero a través de los relatos y del mapa que le habían dibujado invocó las memorias de los suyos en esa primera reconstrucción. Mientras tanto, con la ayuda de los pobladores que lentamente fue encontrando, esos otros nuevos pero extrañamente cercanos, pudo confirmar o rectificar los relatos traídos de Argentina, develando así todo lo colectiva que termina siendo la memoria individual: las memorias narradas, fragmentadas, con las que cargaba en ese viaje se vieron atraídas como por un imán a los relatos de los otros. Es ese puente construido el que da validez a la memoria. Si las memorias se reconstruyen apoyadas las unas sobre las otras, se desbarata la idea de que la memoria colectiva a la que da lugar tiene la forma de una piramide o de algo que se interpone ocultando las memorias personales: la memoria colectiva es un conjunto de memorias intersectadas, no verticalmente distribuídas y mucho menos ordenadas. Adopta así una estructura más cercana a la de los palitos chinos, sólo que fuertes, sólidos y de larga duración. Y el hecho de que la memoria construida en ese pueblo campesino, donde Rafael conoció por primera vez la palabra “comunismo”, sea colectiva y no piramidal cierra lazos más estrechos entre lo comunitario de la memoria y la búsqueda de lo comunitario en las ideas políticas de Rafael. Ambas construyen lazos fraternales e imperecederos. Memoria y política comienzan su recorrido conjunto.

Pero ese vínculo no sucede tan solo dentro de la historia de Rafael sino fundamentalmente en la obra de Julia. Porque ella no tiene como objetivo la reconstrucción memorial. Si ese hubiera sido el objetivo de antemano Salashi debiera haber ocupado el primer lugar cronológicamente hablando en lo que lleva de años la producción de Julia. Sin embargo Julia inicia esta investigación artística con otra producción. ¿Dónde está ese vínculo entre memoria y política entonces?

En algún momento comprendemos que no somos tan solo nuestras circunstancias presentes sino más bien la historia de éstas, y que para cambiarlas debemos conocer su pasado. Pero no el pasado individual sino el que nos une al colectivo. Ahí es donde la memoria y la política exigen el mismo procedimiento. Julia hace eso al entender los nudos donde se atan la vida familiar y la vida de las ideas políticas, casi una sola para los Mensch. Y ahí es donde empiezan a verse las bifurcaciones temporales y sus paralelismos voluntarios, con sus respectivas confusiones. Podría decir que cada vez que en este texto se lea “historia familiar” también podría leerse “historia política” (y sus visceversas).  “¿Dónde estoy yo en ambas historias y qué tarea me otorga esa ubicación?”, parece preguntarse Julia.

Ubicarse, pienso. El viaje de Rafael (2008-2014) es la obra de Julia que mejor escenifica, justamente, este ejercicio de situación en la doble genealogía. Con las huellas fotográficas y algunos otros objetos del viaje de su abuelo a la RDA y la URSS en 1973 Julia se embarcó en la reconstrucción de aquel desplazamiento buscando exactamente los mismos espacios donde se fotografió su abuelo para ubicarse frente a ellos y tomarse una foto con la misma cámara. ¿Qué implica este paralelismo a destiempo?

Las viejas fotografías son plomadas de la historia familiar para sumergirse en la densidad del mar de la memoria. Una fotografía, en un contexto familiar como el de Julia, es un modo de mantener un recuerdo pero también es una posibilidad de manipularlo, de crearlo a voluntad. Es que, según Joël Candau, todas las marcas que tienen la vocación de fijar el pasado construyen pasados formalizados que limitan las interpretaciones de lo ocurrido y educan la memoria y la institucionalizan[1]. Pasa esto a un nivel doméstico con las fotografías de Rafael, que construyen la memoria de ese viaje (y no de otro) pero pasa también en el fondo de esas mismas fotografías cuando se contrastan los paisajes: los lugares, los espacios, los monumentos que fueron parte de una memoria hoy sucumbieron en el combate con las memorias posteriores.

Lo que sucede es que Julia tomó esas marcas del pasado y desanduvo el camino de aquel viaje para transitar esa memoria y activarla. De un modo literal, al ubicarse exactamente en los mismos espacios que su abuelo, Julia se carga encima esa memoria para que no se transforme en memoria muerta y que cuando se active renazca en aquellos contextos y en esas circunstancias disonantes. Ver esas instantáneas de la RDA desde Argentina no habilita el constraste necesario con el presente esos territorios, que liberaría el pensamiento crítico sobre su futuro. Julia, en cambio, se obligó a meterse en el cuerpo ese modo de vivir el pasado para ver su actualidad y llegar a sus propias conclusiones. Y ese acto de corporizar la memoria la vincula más con la larga y silenciosa cantidad de memorias invisibles que pueblan las naciones, que a aquellas memorias dominantes que la llenan de monumentos, edificios y rituales. Porque, como aclara Silva Catela, las memorias subterráneas no necesitan de marcas temporales sino que usan al cuerpo como uno de sus soportes.[2] ¿Pero qué memoria es la que está corporizando Julia?

Tomar ese viaje de Rafael como una vía de transmisión de una experiencia política es asumir que “transmitir una memoria, y hacer vivir de ese modo una identidad, no consiste en legar apenas un contenido, sino una manera de ser en el mundo”[3]. Quizás en ese viaje Julia haya terminado de entender que la memoria es un marco más que un contenido y que vale menos por lo que es que por lo que se hace con él.

Y esto toca de lleno, no solamente a las propias fotografías sino también a los objetos que gritan presente en la muestra. Para empezar, la cámara Zenit con la que se tomaron los dos grupos de fotografías (una de las tantas marcas emblemáticas de KZM, la empresa fotográfica soviética) es la misma. Esta confianza en la herramienta de producción visual no es un rescate meramente nostálgico: si bien implica en un grado la reutilización de un objeto familiar, por otro lado también implica la recuperación de la confianza en algo que no sabemos quién (el “dios” de la industria tecnológica) comenzó a considerar obsoleto. La historia de las tecnologías es la historia de las posibilidades de sentido que abre a cada una de las generaciones y la historia de sus arrumbamientos es la historia de sus ansias encajonadas. Los objetos familiares son la memoria tangible de la historia doméstica, así como para las ciudades sus edificios y sus calles son los espacios de la memoria urbana. Dos cosas que se contrastan en esa serie de fotografías.

Un espacio aparte merece la biblioteca de Rafael, esa que tan detalladamente construyó, guardó, ¿ocultó?, listó y volvió a construir (archivar y organizar es ser consciente de que hay una memoria que trasmitir). La presencia del libro como objeto en toda la muestra es algo destacable. El libro como objeto es una tecnología que abre y cierra la modernidad. Hay algo que une a Rafael, a Julia, a mí y a nuestros padres. Todos depositamos en el libro, hasta mi generación al menos, una confianza desmesurada como transmisor de conocimiento y de verdades. Todos, pertenecientes a una clase media lectora, confiamos en el libro, en las narraciones y en los relatos con principio y fin como transmisores válidos de herencias generacionales. La experiencia de Julia en Salashi se transformó en un libro, la biblioteca de Rafael está llena de ellos, y casualmente la casa natal de Rafael en Salashi se transformó en una biblioteca pública (sin ir más lejos, esto que estás leyendo es como si lo fuera). Ver recreada la biblioteca de Rafael entorna la puerta de la amplísima producción intelectual, cultural y editorial de un Partido Comunista que permitió que el tiempo vista hoy a esos ejemplares con el disfraz de la doctrina.

Pero hay otros objetos en la muestra que pertenecen a la historia familiar. Algunos están ahí físicamente, como el sillón, el televisor, los platos. Otros se ven en el video La vida en rojo: el diminuto manifiesto comunista, las cortinas, los muebles de la casa de los abuelos.

Y hay algo interesante en el vínculo entre la memoria y sus objetos, entre las historias y sentidos que se recrean y el modo de mostrarlos. Desde las primeras muestras de Julia hay una voluntad por exhibir esos objetos e imágenes del pasado con la claridad y transparencia que tienen los espacios museográficos: vitrinas de fotografías, producciones textuales, etc. Es que en ese modo de exposición se manifiesta la distancia histórica que toma Julia respecto de esos ideales, aunque sin abandonarlos. Las piezas de esta muestra son dispositivos que no exhiben el contenido de las ideas comunistas sino las herramientas con que sus abuelos han adoptado esa ideología política: los libros, la palabra viva, las cartas, los viajes, las fotografías. Y acá es donde se esconde lo que considero el matiz pedagógico de la obra de Julia: no trata de transferir el pensamiento del marxismo sino de enseñar una habilidad familiar, de mostrar herramientas para incorporar esas ideas. Desde la magnificencia de los espacios públicos hasta las pequeñeces del hogar, desde las fotografías turísticas y distantes de Rafael hasta la dulce carta de Isabel a su marido, persiste algo en aquel vaivén. Más allá de los programas y dogmas, persiste una creencia colectiva. En todas esas imágenes y objetos se oye un murmullo popular. A eso llamamos ideología, a ese modo que tienen las voluntades de cambio por abarcar todos los espacios de nuestra existencia, hasta asfixiarla.

Ahora bien, entre Salashi y El viaje de Rafael, en ese vaivén, pasan dos cosas interesantes. Por un lado el traslado geográfico para adentrarse en el pasado es brusco y se mueve de un lado al otro de las concepciones espaciales: desde un espacio de pocas dimensiones y casi inmóvil como Salashi, inmovilidad que le permitió al pueblo y a sus habitantes guardar varias de las experiencias que constataron los relatos familiares; hasta las brutas ciudades alemanas donde Julia recala e insiste sobre su urbanidad modificada, la que termina siendo un escenario más hostil para que sus habitantes comprendan las historias que los cruzan, como diría Maurice Halbwachs[4]. Perder o mantener las marcas espaciales es un punto de lectura para ver dónde se apoyan o dónde han quedado pataleando en el aire las tradiciones y los relatos.

Y justamente de relatos se trata el otro vínculo. En 1936 Walter Benjamin escribió un texto donde hiló un extraordinario pensamiento: la narración, entretejida con la experiencia, es el único modo de transmisión de la misma y, gracias al acto de narrar, transformable en sabiduría. Benjamin nota que la desaparición de la narración es un síntoma del empobrecimiento de las experiencias en el mundo moderno, un empobrecimiento de la comunicabilidad[5].  Y La vida en rojo está llena de narraciones: la narración visual de las fotos de Rafael, la narración de Isabel en la carta, la narración del video mismo y hasta la narración de Julia en la publicación Salashi que hace convivir su propio relato con el de sus familiares y los pobladores.

Entonces esta perduración de la narración en la línea familiar tiene menos que ver con la oralidad y más que ver con una transmisión generacional de experiencias políticas. Por eso Benjamin se pregunta: “¿Quién encuentra hoy gentes capaces de narrar como es debido? ¿Acaso dicen hoy los moribundos palabras perdurables que se transmiten como un anillo de generación a generación?”[6] Ese anillo es el tesoro que la familia Mensch buscó legar generación tras generación: la pertenencia ideológica y sus fórmulas. Sin embargo, acá lo interesante: narrar es recrear una experiencia vivida, y recrear es para Julia cepillar el pasado del comunismo a contrapelo... para generar una conducta política deudora pero completamente nueva. Algo que finalmente se explicita en el video que da nombre a la muestra.

Es que en definitiva todo se trata de estas generaciones vertidas sobre la experiencia política y cómo buscan transmitirla. En 1997 Jacques Derrida dio una breve charla llamada “Marx no es un don nadie”, que de algún modo sintetizaría su Espectros de Marx de 1993. En esa oportunidad Derrida se pregunta quién o qué porta el nombre de Marx hoy, quién puede heredarlo legítima o ilegítimamente. Pero Derrida en algo es contundente: Marx no es un cuerpo muerto sino un espectro, algo entre la vida y la muerte. Porque cuando el anuncio de la muerte de algo no cesa de repetirse, aquello en verdad no está completamente muerto. Y el comunismo, y su marxismo, es algo sobre lo que Julia no deja de volver. Pero, ¿qué pasa con ese legado? Dice Derrida: “La herencia no es un bien, una riqueza que se recibe y que se deposita en el banco; la herencia es una afirmación activa, selectiva, que a veces puede ser reanimada y reafirmada más por unos herederos ilegítimos que por unos herederos legítimos; dicho de otra manera, el compromiso político, hoy, pasa por la cuestión de saber qué vamos a hacer con esta herencia, cómo vamos a ponerla en marcha.”[7] Y exactamente eso es lo que Julia se plantea al final de este tremendo recorrido en que se enfrentó al muro conceptual del comunismo, con objetos e historias familiares que parecían débiles ante ese coloso. Y sin necesidad de bajarlo a mazazos o de explotarlo por los aires, Julia Mensch se metió por una de sus grietas conocidas, la de las herencias, para buscar el pasado de la militancia comunista y traerla de este otro lado del muro, el que le pertenece al presente y a sus puntos suspensivos. ¿Adónde tendremos que mirar? En el espectro visible, más allá del rojo, hay colores que no vemos... todavía. 





[1] Candau, Joël, Memoria e identidad, Ediciones del Sol, Buenos Aires, 2008, p 115.
[2] Catela, Ludmila da Silva, “Pasados en conflicto. De memorias dominantes, subterráneas y denegadas” en Merenson, Bohoslavsky (comp), Problemas de historia reciente del Cono Sur, Vol I, Buenos Aires, Prometeo, 2010, p 99-124.
[3] Candau, Joël, Memoria e identidad, Ediciones del Sol, Buenos Aires, 2008, p 116.
[4] Halbwachs, Maurice, La memoria colectiva, Miño&Dávila, Buenos Aires, 2011, p 191-195.
[5] Benjamin, Walter, El narrador (Introducción, traducción, notas e índices de Pablo Oyarzún, Ediciones Metales Pesados, Santiago de Chile, 2008) [disponible en http://www.catedras.fsoc.uba.ar/reale/benjamin_narrador.PDF]
[6] Benjamin, Walter, “Experiencia y pobreza” en Discursos Interrumpidos I, Buenos Aires, Taurus, 1989, p 167 (el subrayado es de todos)
[7] Derrida, Jacques, “Marx no es un don nadie” en AAVV, Espectografías. Desde Marx y Derrida, Madrid, Trotta, 2003, p 175-188.













jueves, 9 de junio de 2016

Superficies de contacto (texto de exhibición) - Clara Tomasini, Galería Acéfala, Marzo de 2016


Embeber un objeto en fijador, apoyarlo sobre papel fotográfico y exponer ese mismo papel a la luz. Con la espera el objeto se revela.  Apoyar otro objeto sobre papel fotográfico, exponerlo a la luz: la imagen se fija. Con la espera el objeto desaparece.
En un primer vistazo poco tiene que ver esto con el clásico procedimiento fotográfico, y mucho menos con la memoria. Sin embargo estas obras calan hondo en ese matrimonio desgastado entre la memoria y la fotografía dándole la oportunidad de un nuevo romance.
La tan celebrada comercialización y democratización de la fotografía se ha hecho a costas de desmerecer la experimentación técnica: la definición, la velocidad y la instantaneidad fueron los objetivos, y los enemigos incuestionables del proceder casi científico (en un sentido tierno) de la experimentación. Experimentar es arriesgarse a conocer de cerca, y a fondo, aún con sus defectos. Recordar también.
Retroceder sobre la técnica fotográfica, ir contra los avances de la tecnología, no necesariamente para avanzar más rápido sino hacia nuevos lugares. Retroceder sobre los recuerdos, ir contra la aceleración inmemorial, no necesariamente para hundirlos atrás sino para conocerlos mejor. Con las obras de Clara el tacto se convierte en un modo distinto de recordar, alejándose completamente de lo visible.
Clara apoya insectos, flores y retazos y le regala a nuestros ojos la sensación de tactilidad de esos objetos. Sus fotografías no son exhaustivas representaciones de cosas del mundo sino sencillamente su superficie de contacto, el modo en que se posaron en el papel: aquello que entregan al tacto pero que no vemos. Por eso Clara está al borde de la fotografía, en el mejor límite entre ver y tocar, un límite tan indefinido como lo que queda de los objetos que imprime. Así despeja de un tumbo la definición tradicional de “memoria fotográfica”: ahora es también memoria táctil. Es que, ¿cuánto más memoria del mundo tiene la textura de un objeto que una imagen de él?
Pero lo más hermoso de estas verdaderas huellas fotográficas es que no son tanto una metáfora de los recuerdos pasados sino más bien de los recuerdos futuros: cuando Clara apoya con delicadeza cada objeto sobre el papel en verdad no sabe qué imagen van a entregar. En cualquier conexión con el mundo, así como en cualquiera de estas imágenes de Clara, nunca sabremos qué sombras, qué recuerdos va a proyectar cada vínculo humano, cada hecho… cada objeto. Y esperar para verlo o presenciar su desaparición es parte del hermoso atractivo de estas fotografías, y del mecanismo de la memoria.


Marcos Krämer, Marzo de 2016



miércoles, 8 de junio de 2016

vEsHo jUeBeh - El Flasherito Diario (Nº 12 - Diciembre de 2015)


Hace muy poco tiempo la utopía de los Bellos Jueves se acabó. Así, abruptamente y sin previo aviso el  ciclo que organizaba el MNBA se canceló de un día para el otro. Muchos son los que han llorado ante las redes sociales, muchos también los que festejaron en pos de una supuesta mejor conservación de las obras, y algunos pocos los que alentaron una convocatoria por internet para volver a revivir el ciclo (alojada actualmente en change.org). Haremos aquí un repaso, no tanto de las cinco ediciones que lograron hacerse en 2015 sino de la situación sobre la que nos permite reflexionar esta repentina cancelación. Estas palabras no buscan develar un chusmerío ni mucho menos tratar de culpar a nadie de nada. Estas palabras son un muy humilde intento por develar hacia dónde salimos cuando tenemos estos problemas en la producción de cultura: de los laberintos no se sale por arriba sino atraveasando las paredes.

En la publicación que se editó sobre Bellos Jueves 2014 cerré mi texto con una cita de Antonio Gramsci. En esas palabras Gramsci apoyaba la idea de que no podemos exigirle al arte que eduque sin antes lograr una realidad moral distinta. Con esta cita, bastante esperanzadora por cierto, pretendí darle un matiz militante a las posibilidades futuras frente a las que se paraba el ciclo para el año 2015: una mejor explicitación de los nexos curatoriales,  una menor opacidad visual de los vínculos entre moderno/contemporáneo, y una mayor apertura del consumo visual del arte contemporáneo con el objetivo de impedir que Bellos Jueves se convierta solamente en un lugar y un momento de reunión mensual para los mismos participantes del campo artístico de Buenos Aires. Algo que de algún modo también señalaba Alejo Ponce de León en la misma publicación: “El ciclo revela algunos de los mecanismos esenciales de la comunidad artística porteña y de las cosas que la hacen feliz”, escribió.

Sin embargo, sabiendo que Bellos Jueves estaba en plena gestación, brindábamos por convertir el ciclo en un lugar desde donde poder doblarlo, cuestionarlo y modificarlo. El voto era para construir un Bellos Jueves más dialogal y menos endogámico. No quiero hacer un elogio del diálogo para no darle cabida a un discurso político reaccionario e irritante que se viene escuchando hace varios meses y que repite como un mantra estúpido la necesidad del diálogo como mera herramienta publicitaria mientras pretenden que las protestas, los reclamos y las movilizaciones populares “dialoguen” con la policía o con la sordera estatal. No, no quiero quedarme con ese tipo de diálogo. Pero la idea del diálogo fue parte fundante de los objetivos del Bellos Jueves allá por 2014: un diálogo que buscaba situar en mismas condiciones al arte contemporáneo y a las ya museificadas representaciones del arte universal/latinoamericano; y en la misma medida un nuevo diálogo entre un museo y su público.

En este nivel institucional Bellos Jueves buscó incursionar en el formato de la peña, hacer del museo un espacio de encuentro. Y esto es lo que más nos interesa. Porque desde ese lugar resulta más paradójica la intempestiva cancelación del evento. Las peñas son eventos que definen un espacio de modo espontáneo y consensuado por un grupo social. Las peñas se arman improvisadamente en pisos de tierra por el propio empuje de las necesidades de festejo o de reunión. Por eso es extraño que se ofrezca un espacio tipo peña. Porque las peñas no se ofrecen antes de existir la necesidad de reunirse. Y si suponemos que la institución-museo (por extensión, el Estado) supo oír esa necesidad de reunión artística, por el otro lado esa misma institución ahora ha tomado arbitrariamente la decisión de que esa necesidad ya no existe: así de histérica es la creación o la cancelación de estos espacios cuando no nacen de abajo hacia arriba, como respuesta a necesidades cocinadas a fuego lento.

Por eso debería resultarnos más violenta la cancelación. No porque se nos acabó la fiesta sino porque los mismos que parecían escucharnos ahora decidieron por sobre nosotros. Y lo han hecho, además, esgrimiendo el viejo argumento de la “reorganización interna” (ver Facebook Institucional 16/09/2015). Palabras fácilmente reconocibles para cualquiera que haya sido despedido de una empresa privada durante años de neoliberalismo feroz con el respaldo de la flexibilización laboral.

Vamos a aclarar los tantos. Bellos Jueves no se canceló por la nota que publicó La Nación sobre los peligros que corrían las obras (ver “Patrimonio: ¿quién cuida las obras del Museo Nacional de Bellas Artes?” en La Nación, 30/08/2015) sino no hubiera salido a desmentir rápidamente ese peligro (ver “Las políticas de inclusión del MNBA también molestan” en Facebook Institucional, 31/08/2015). Bellos Jueves tampoco se canceló por las opiniones del nuevo director Andrés Duprat (ver “El desafío de meter el Museo de Bellas Artes en el siglo XXI” en La Nación, 11/09/2015) ya que éste todavía no está en ejercicio de su cargo.

El problema de Bellos Jueves es el que escondía en su regazo. Chocó con eso que más se distancia de la dinámica espontánea, colectiva y autogestiva de los centros culturales: los meandros y misterios de la política estatal. Es que, como dice Rudolf Rocker, el Estado es obra de algunos individuos aislados mientras que la cultura extrae sus orígenes de la comunidad entera.

La cancelación de Bellos Jueves se liga, de este modo, a la extraña y también bastante despótica decisión de desplazar a algunos países participantes de la Bienal del Mercosur.  En ambos casos las cancelaciones se vieron teñidas de disputas políticas o económicas. Es decir que, ¡vaya sorpresa!, las manifestaciones culturales que se proyectan desde los sitios hegemónicos donde la disputa por el poder es bien fuerte están todavía más regidas y condicionadas por los vaivenes del sistema político y/o del económico. Vieja conclusión, nuevo tiempo.

Pero queda algo más por pensar hacia el interior de la comunidad artística. Tanto en el caso de los Bellos Jueves como en el de la Bienal del Mercosur las reacciones tomaron la forma de los petitorios virtuales: un modo bastante poco contundente si lo que se quiere es modificar el estado de la cuestión. Lo que sucede es que el mundo del arte aún tiene mucho que aprender de las estrategias de los colectivos sociales y de las organizaciones populares, que lejos están de dejar flotando una propuesta en internet (o al menos lo hacen de la mano de otras tácticas), y más cerca están de poner el cuerpo y manifestarse, de exigir a cara descubierta y de gritar cuando eso es necesario. La última vez que sucedió esto en el campo artístico, allá por 2012 con los Artistas Organizados (un nombre bastante ingenuo que dejaba en claro una historia previa de no-organización), la voluntad colectiva se diluyó copiando los peores vicios de la izquierda argentina.

Bellos Jueves nace en el seno de un modo de producir cultura que tiene sus valores pero que también tiene sus grandes defectos. Bellos Jueves dejará en nosotros una enseñanza sobre cómo y desde dónde se pueden generar efectos más duraderos. Es claro que esa larga duración de los efectos culturales no se consigue generando solamente un encuentro de calendario ni efímeras relaciones entre artistas, sino confeccionando y dándole visibilidad a los diálogos que hacen posible la cultura.

No por casualidad lo único que hasta ahora ha pervivido a la cancelación de Bellos Jueves, aún con sus traspieses por cierto, son las “Visitas rapeadas”. Esa experiencia, de la que fui una de las tantas piezas junto a lxs raperxs y a la coordinación de Villa Diamante, se expandió en estos últimos meses a una presentación en Tecnópolis y a una reciente y muy pertinente fecha en La Noche de los Museos. La experiencia de las visitas rapeadas son fruto y dan como fruto un diálogo que sólo en apariencia parece cerrado e inmóvil. El proceso de confección de las visitas rapeadas es arduo y de búsqueda de consensos: no todo puede ser permitido ni todo puede ser objetado alrededor de una obra de arte. El producto terminado de cada visita rapeada es la conclusión de una serie de elaboraciones, conversaciones y tráfico de información diversa y heterogénea (en distintas direcciones) que hacia el final da cuenta, bajo la forma de una o tres canciones, de un aprendizaje: tanto de quien canta como de quien les habla. Edición tras edición ambos (lxs raperxs y yo) nos hemos visto enfrentados a nuevos conocimientos, a nuevas lecturas y a desafíos distintos por la variedad de obras elegidas y por la variedad de personalidades. Ese mismo proceso es lo que se torna inevitable pensar cada vez que se escucha una de esas canciones: detrás de una letra, detrás de un ritmo y de una percepción se esconden un sinnúmero de aportes, confluencias ideológicas y necesidades sentimentales. Detrás de cada bit, detrás de cada rima se esconde un mes de pura vida y preguntas genuinas sobre la producción artística y sus contextos. ¿Qué queremos decir HOY sobre lo que ayer o hace siglos se produjo en el mundo? Y ahora me doy cuenta que esa es también la mejor pregunta que podemos hacernos ante un proyecto trunco como Bellos Jueves, ante la posibilidad de seguir creando estos espacios.

martes, 5 de abril de 2016

De mañana

No lo podía creer
cuando levanté la vista tu sueño estaba ahí
atrás de un biombo acurrucado
con la espalda al cielo todavía
hinchándose al compás de mis pasos tenues de madrugada cenicienta

te oía respirar la cama
moverte antes y después
del sonido que hago cuando froto mis dos hombros

te oía acariciar el colchón con los empeines
y desplegar las líneas de tu pelo
como si la noche vieja se hubiera vuelto líquida

Entonces
para no dejar de escuchar tu chapoteo
aprendí
volví a aprender
a hacer las cosas todavía más banales

Cuidé con el tórax destemplado
que no se me cierren los oídos del cansancio
y prendí en silencio (y despacio)
una hornalla de coronas calladitas

la pava, el mate, la palma de mi mano
en blanco
esperando uno dos tres movimientos

Y así a cada pliegue de las sábanas
una frase me explotaba en silencio entre los dedos
y el crujir de tu colchón me amanecía
cubriéndome con ámbar las dos hojas

Durmiendo al lado mío me enseñaste
¿sabés?
a leer con la voz acuclillada en la garganta
a desmenuzar mis movimientos con ternura
a pedirle al resto de los muebles un espacio
y correrlos con los ojos
para que quepan todos tus espasmos

Así durmiendo me enseñaste
que el sonido de mis pies
que mis pies en realidad
no son más que un ruido tremebundo
hueco, desolado
que lejos de darme vida
me prohíben escucharte
y visten la mañana de pura atrocidad

No te vayas de la cama
no
desanudes la hoja blanca de tus piernas
no permitas que vuelva a embrutecer
este espacio con mis sones digitales

No despiertes todavía
por favor dejame al menos abrazarte a la distancia
con un bostezo enamorado con palabras que se abren
y se abren
y se abren
para dejarle a la mañana un recoveco




martes, 4 de agosto de 2015

4/08/2015

En el bloc de notas de mi celular tengo dos entradas con tu nombre