martes, 28 de enero de 2014

16/01/2014

Recién subo a este cuarto, con mi te, por la escalera caracol de la casa de Eduardo. Ese te, prontamente frío, y un libro interesante esperan que termine de escribir esto.
Después de la tensa borrachera de anoche, demasiado citadina y europeizante, exageradamente pasiva (vinos, quesos, jamones, música en vinilo, etc) me fui casi sin dejar rastros del estudio de Daniel y el Guty hoy por la mañana. Agarre mi toalla, regrese el colchón al diván, guarde las sabanas en la bolsa y me fume un cigarrillo en la ventana. Cargue la valija por el centro, "arrastrando mis pertenencias" (esa valija fatídica en el camino al aeropuerto de Cancun) y llegue al barrio popular, mexicano y necesario de Pedregal.
Olores distintos, cruces distintos, personas al sol y trabajando (no simplemente moviéndose) que me ayudaron, aun sin quererlo, a encontrar la calle, la puerta, la chica morena que me dejo pasar y grito: "Eduardo, nos ha caído alguien". Eduardo estaba en piyama, sucio y despeinado, gordo y rector del perro gigante que intento meter su hocico bajo mi mano.

Por mas que lo intento no puedo dejar de pensar en ella y en todo lo que causo. No es amor, es algo aun sin nombre. La venia evocando, resistiéndome a su tono y su antifaz, pero la pareja de Eduardo llego a la noche (después de un día de charlas políticas) y nos hablo, sin saberlo, sobre las energías. Me sentí cómodo, otra vez, solo con ella (s) e intente contarle lo que experimente en Playa. Y ahí volvió la aurora para quemar de sol todas mis sonrisas.

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