martes, 7 de enero de 2014

06/01/2014 (Mexico Profundo - Primera parte)


Aún cuando uno se mueva y viaje, la escritura es quietud: no solamente por este efecto que produce, deteniendo dinámicamente los sucesos, sino fundamentalmente porque exige literalmente detenerse.

Esto nada tiene que ver con el mero pensamiento (y su supuesta lucha contra el cuerpo) sino con la necesidad física de estabilidad que reclama la escritura.
Uno puede escribir parado alguna frase oportuna, o en una bobina de papel (como quería Arlt) pero para narrar el movimiento es necesario estarse quieto.
Por eso me alegra que recién hoy pueda detenerme a escribir, tratar de ordenar y darle palabras a estos días que, como fueron en su naturaleza, no las tienen.
Fue abrupta la salida de Playa del Carmen y no puedo negar tampoco que tomé para mi nuevamente esa sensación hermosa de despojo que implica irse casi sin haberlo pensado (tengo notas en esta liberta de las rutas que, en un principio, tomaríamos pero eso no cambia nada). Perfectamente sincronizados armamos un cajón con víveres, una mochila escueta y almohadones para dormir en la camioneta.
(Aurora caminaba a nuestro alrededor o nos miraba quizás deseando acompañarnos pero nunca se nos hubiera ocurrido)
El objetivo era conciso pero no tan claro, como supone un viaje por rutas desconocidas: dos ruinas mayas, Ek-Balam (Jaguar negro, en idioma maya) y Chichen Itzá. Después, yo suponía, regresaríamos. Obviamente, por la hora que era antes de salir, anochecería y debíamos dormir para poder ver los sitios al día siguiente.
Salimos con lluvia de la casa, las cosas detrás de la camioneta bien ordenadas y las cabezas al frente y alzadas por la altura de la camioneta. Un auto, su interior, en el momento inmediatamente luego de cerrar las puertas puede abrigar una amistad mejor que cualquier frecuencia o distancia oceánica.
Eso es lo que más extraño del auto cuando me muevo en moto: ese silencio sonreído no se puede apreciar cuando se está uno detrás del otro sobre una moto, y es el mejor comienzo de un buen viaje. 

(Frente a mí hay una pareja mayor de franceses que me recuerdan a mis abuelos: despliegan asquerosamente su colonialismo sobre quien sea y donde sea, desprecian y ordenan con el mismo gesto. Él calla, otorga, cada tanto sonríe con crueldad el rostro amable del hombre bajito que recoge sus platos: ella habla, determina)

Apenas tomamos la autopista la lluvia comenzó a crecer y la oscuridad la acompañaba kilometro a kilometro. El sector del parabrisas que tenía enfrente mío estaba completamente empapado, cubierto de gotas que no se aferraban ni eran descubiertas con violencia. Así, la ruta negra y escasamente coloreada por puntos de luces estalladas era espantosa. Me asentaba más en la butaca para confiar más en las conflictivas ruedas de la camioneta y le hablaba a Nacho, al volante, para que despegara sus dos ojos del vidrio y no se ría de los nervios.
Detrás de cada curva la oscuridad parecía acumularse y la lluvia daba la sensación de expulsarse desde las plantas seductoramente abundantes del costado de la ruta.
Doblamos, perdiendo la oscura ruta principal, a la altura de Tulum, y la cosa no cambiaba. Los ojos festejaban cada vez que los pueblitos aparecían desde los costados porque eran la evidencia de que la luz y el movimiento anti-mecánico todavía existían.
Hasta que esa existencia se hizo cruel y despótica en la cara de un policía y su ametralladora. Un reflector gigante iluminaba a sus compañeros y parecía reírse de las bombillas humildes de los pueblitos. Era, otra vez, una demostración (casi filosófica) del poder que creían detentar.
Un interrogatorio duramente familiar y unas mentiras graciosas nos dejaron seguir camino. "Representante de ventas", dije en voz alta, y nos reímos de esa exageración.
Pero la claridad que le habíamos robado a aquel foco duró poco. La selva le ganaba y se dejaba aplastar, a su vez, por el bloque brutal de cielo negro.
No hicimos más de 50km antes de encontrar el desvío a Ek-Balam pero es que las distancias entre los puntos que buscábamos eran pocas (así terminamos haciendo casi 1000km) y además esa noche ayudaba a hacer más largo el transcurrir.
Las encrucijadas de caminos eran como lentos y múltiples fluidos del vino más oscuro desparramado: de repente se perdía la forma de la ruta y no se veía donde ni como se recuperaban las ansiadas líneas paralelas.
Pero doblamos, nos salimos de la ruta interprovincial que llegaba hasta Tizimin para tomar una ruta menor, muy menor. Ahí ya no había luces y nosotros mismos nos iluminábamos el camino: a eso le llaman seguridad (y también confianza)
Apenas unos kilómetros mas entonces, siempre eran algunos kilómetros más, pequeños tramos, y llegamos a Ek-Balam: "Z.A. Ek-Balam" anunciaba la tranquera cerrada. Era lógico, no podíamos esperar ingresar a las ocho de la noche. Pero la idea era otra, dormir en la puerta (la puerta de la selva a esa hora), despertar a la madrugada, ingresar, subir a la pirámide y ver desde ahí el amanecer. Con la camioneta detenida, con el cuerpo sin inercia ya, las luces se perdían después de una pared oscura de plantas. Meditamos otra vez la conveniencia de dormir ahí.
Entonces le pedí a Nacho que apagara las luces del auto y así el silencio aumentó y el cielo comenzó a cubrirse de manchas y los ruidos del viento se hicieron más notorios. En ese punto, plenamente conscientes de la oscuridad que nos rodeaba me di cuenta: Ek-Balam no era ese lugar, Ek-Balam era esa noche, el jaguar negro estaba ahí y nos había tragado lentamente. Lo dijimos, pero creo que ambos lo sabíamos con el cuerpo cansado, era el único modo de explicarlo.
Volvimos camino, entonces, hacia la ruta que va a Tizimin buscando algún pueblo donde poder estacionar, comer, dormir. Calotmul fue el elegido, mas por ser la primera plaza central que atravesábamos con dos grupitos de hombres y mujeres riéndole a la calle mojada: más por eso que por su nombre chistoso.
Nos detuvimos en la esquina de un almacén (abarrotes le dicen acá) y caminamos hacia adentro del pueblo hasta donde la calle terminara o donde hubiera menos luz para dormir. Encontramos el lugar delante de un camión como de mudanzas, y bien pegado a una pared de piedras negras (que preanunciaría a las ruinas de Ek-Balam, ahora me doy cuenta).
Después de comer en la parte trasera de la camioneta unos tacos de varias verduras crudas y mucho picante, nos lavamos los dientes parados en el medio de esa calle desconocida y transformamos el vehículo en dos pequeñas camas.
No pudimos dormir rápidamente (los lugares estrechos ayudan a emocionarse, como cuando uno es chico), y hablamos largas horas con las palmas en la nuca, recostados, mirando el techo gris y mojado, goteante, de la camioneta: esta vez hablamos de nuestra adolescencia compartida sin ningún problema, sin creer que era algo cercano, sin miedo a sabernos más adultos, sin precaución de volvernos tiernamente nostálgicos. La irreverencia de crear, la educación, la necesidad de equivocarse, los espejos y su imagen extraña (no son la misma imagen que reflejan).

Al lado de esa reconstrucción las ruinas de Ek-Balam al día siguiente, lluvioso y brillante, no fueron nada extravagantes. Yo miraba las piedras talladas mientras Nacho miraba los arboles pero eso sí, cuando era cuestión de descifrar un friso lleno de glifos y figuras del pasado coincidíamos y nos complementábamos.

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