Aún cuando uno se mueva y viaje, la escritura es quietud: no solamente por este
efecto que produce, deteniendo dinámicamente los sucesos, sino fundamentalmente
porque exige literalmente detenerse.
Esto nada tiene
que ver con el mero pensamiento (y su supuesta lucha contra el cuerpo) sino con
la necesidad física de estabilidad que reclama la escritura.
Uno puede escribir
parado alguna frase oportuna, o en una bobina de papel (como quería Arlt) pero
para narrar el movimiento es necesario estarse quieto.
Por eso me alegra
que recién hoy pueda detenerme a escribir, tratar de ordenar y darle palabras a
estos días que, como fueron en su naturaleza, no las tienen.
Fue abrupta la
salida de Playa del Carmen y no puedo negar tampoco que tomé para mi nuevamente
esa sensación hermosa de despojo que implica irse casi sin haberlo pensado
(tengo notas en esta liberta de las rutas que, en un principio, tomaríamos pero
eso no cambia nada). Perfectamente sincronizados armamos un cajón con víveres,
una mochila escueta y almohadones para dormir en la camioneta.
(Aurora caminaba a
nuestro alrededor o nos miraba quizás deseando acompañarnos pero nunca se nos
hubiera ocurrido)
El objetivo era
conciso pero no tan claro, como supone un viaje por rutas desconocidas: dos
ruinas mayas, Ek-Balam (Jaguar negro, en idioma maya) y Chichen Itzá. Después,
yo suponía, regresaríamos. Obviamente, por la hora que era antes de salir, anochecería
y debíamos dormir para poder ver los sitios al día siguiente.
Salimos con lluvia
de la casa, las cosas detrás de la camioneta bien ordenadas y las cabezas al
frente y alzadas por la altura de la camioneta. Un auto, su interior, en el
momento inmediatamente luego de cerrar las puertas puede abrigar una amistad
mejor que cualquier frecuencia o distancia oceánica.
Eso es lo que más extraño
del auto cuando me muevo en moto: ese silencio sonreído no se puede apreciar
cuando se está uno detrás del otro sobre una moto, y es el mejor comienzo de un
buen viaje.
(Frente a mí hay
una pareja mayor de franceses que me recuerdan a mis abuelos: despliegan
asquerosamente su colonialismo sobre quien sea y donde sea, desprecian y
ordenan con el mismo gesto. Él calla, otorga, cada tanto sonríe con crueldad el
rostro amable del hombre bajito que recoge sus platos: ella habla, determina)
Apenas tomamos la
autopista la lluvia comenzó a crecer y la oscuridad la acompañaba kilometro a
kilometro. El sector del parabrisas que tenía enfrente mío estaba completamente
empapado, cubierto de gotas que no se aferraban ni eran descubiertas con
violencia. Así, la ruta negra y escasamente coloreada por puntos de luces
estalladas era espantosa. Me asentaba más en la butaca para confiar más en las
conflictivas ruedas de la camioneta y le hablaba a Nacho, al volante, para que
despegara sus dos ojos del vidrio y no se ría de los nervios.
Detrás de cada curva
la oscuridad parecía acumularse y la lluvia daba la sensación de expulsarse
desde las plantas seductoramente abundantes del costado de la ruta.
Doblamos,
perdiendo la oscura ruta principal, a la altura de Tulum, y la cosa no
cambiaba. Los ojos festejaban cada vez que los pueblitos aparecían desde los
costados porque eran la evidencia de que la luz y el movimiento anti-mecánico todavía
existían.
Hasta que esa
existencia se hizo cruel y despótica en la cara de un policía y su
ametralladora. Un reflector gigante iluminaba a sus compañeros y parecía reírse
de las bombillas humildes de los pueblitos. Era, otra vez, una demostración
(casi filosófica) del poder que creían detentar.
Un interrogatorio
duramente familiar y unas mentiras graciosas nos dejaron seguir camino.
"Representante de ventas", dije en voz alta, y nos reímos de esa exageración.
Pero la claridad
que le habíamos robado a aquel foco duró poco. La selva le ganaba y se dejaba
aplastar, a su vez, por el bloque brutal de cielo negro.
No hicimos más de
50km antes de encontrar el desvío a Ek-Balam pero es que las distancias entre
los puntos que buscábamos eran pocas (así terminamos haciendo casi 1000km) y además
esa noche ayudaba a hacer más largo el transcurrir.
Las encrucijadas
de caminos eran como lentos y múltiples fluidos del vino más oscuro
desparramado: de repente se perdía la forma de la ruta y no se veía donde ni
como se recuperaban las ansiadas líneas paralelas.
Pero doblamos, nos
salimos de la ruta interprovincial que llegaba hasta Tizimin para tomar una
ruta menor, muy menor. Ahí ya no había luces y nosotros mismos nos iluminábamos
el camino: a eso le llaman seguridad (y también confianza)
Apenas unos kilómetros
mas entonces, siempre eran algunos kilómetros más, pequeños tramos, y llegamos
a Ek-Balam: "Z.A. Ek-Balam" anunciaba la tranquera cerrada. Era lógico,
no podíamos esperar ingresar a las ocho de la noche. Pero la idea era otra,
dormir en la puerta (la puerta de la selva a esa hora), despertar a la
madrugada, ingresar, subir a la pirámide y ver desde ahí el amanecer. Con la
camioneta detenida, con el cuerpo sin inercia ya, las luces se perdían después
de una pared oscura de plantas. Meditamos otra vez la conveniencia de dormir ahí.
Entonces le pedí a
Nacho que apagara las luces del auto y así el silencio aumentó y el cielo comenzó
a cubrirse de manchas y los ruidos del viento se hicieron más notorios. En ese
punto, plenamente conscientes de la oscuridad que nos rodeaba me di cuenta:
Ek-Balam no era ese lugar, Ek-Balam era esa noche, el jaguar negro estaba ahí y
nos había tragado lentamente. Lo dijimos, pero creo que ambos lo sabíamos con
el cuerpo cansado, era el único modo de explicarlo.
Volvimos camino,
entonces, hacia la ruta que va a Tizimin buscando algún pueblo donde poder
estacionar, comer, dormir. Calotmul fue el elegido, mas por ser la primera
plaza central que atravesábamos con dos grupitos de hombres y mujeres riéndole
a la calle mojada: más por eso que por su nombre chistoso.
Nos detuvimos en
la esquina de un almacén (abarrotes le dicen acá) y caminamos hacia adentro del
pueblo hasta donde la calle terminara o donde hubiera menos luz para dormir.
Encontramos el lugar delante de un camión como de mudanzas, y bien pegado a una
pared de piedras negras (que preanunciaría a las ruinas de Ek-Balam, ahora me
doy cuenta).
Después de comer
en la parte trasera de la camioneta unos tacos de varias verduras crudas y
mucho picante, nos lavamos los dientes parados en el medio de esa calle
desconocida y transformamos el vehículo en dos pequeñas camas.
No pudimos dormir rápidamente
(los lugares estrechos ayudan a emocionarse, como cuando uno es chico), y
hablamos largas horas con las palmas en la nuca, recostados, mirando el techo
gris y mojado, goteante, de la camioneta: esta vez hablamos de nuestra
adolescencia compartida sin ningún problema, sin creer que era algo cercano,
sin miedo a sabernos más adultos, sin precaución de volvernos tiernamente nostálgicos.
La irreverencia de crear, la educación, la necesidad de equivocarse, los
espejos y su imagen extraña (no son la misma imagen que reflejan).
Al lado de esa reconstrucción
las ruinas de Ek-Balam al día siguiente, lluvioso y brillante, no fueron nada
extravagantes. Yo miraba las piedras talladas mientras Nacho miraba los arboles
pero eso sí, cuando era cuestión de descifrar un friso lleno de glifos y
figuras del pasado coincidíamos y nos complementábamos.
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