miércoles, 29 de enero de 2014

20/01/2014

- Estoy sentado en el Templo de Quetzatcoatl y yo tengo mas sol que la pirámide. Acá cerca, casi debajo mio, a dos escalones de distancia, una hermosa chica no mira la escalinata ni los mascarones sino que calca, en una hoja casi transparente, dos palabras de una revista: "la mina".
Del otro lado, detrás de la pirámide, aunque solo guiado por el sonido, se escuchan arrítmicas y azarosas explosiones que parecen volver a explotar mas livianamente en los otros tres puntos del sitio. Lo primero que recordé fue el destino hipotético de esta ciudad: la invasión y la destrucción.

- Es esto, esforzarse y meditar, no descansar. Subir los escalones y desde ahí cerrar los ojos, abrirlos y sonreirle a la gente. Saber que la vida es, siempre, el silencio en los oídos entre dos fuertes golpes de viento. Y yo acá arriba, dispuesto a morir.

- Acá sentado, al centro de la calzada. Y reaparece la ceremonia. El fuego, el abuelo es el camino central; el sol a un costado. A mi izquierda la salida, la superficie, el oeste. A la derecha el ocaso, Aurora, Nacho. Detrás, en el puente, la nada. Hay que mirar el fuego y no sacarle la vista.

- Ahora las montanas se convirtieron en pirámides, cuadriculadas, trazadas por las calles y construcciones que las escalonan.

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