jueves, 12 de diciembre de 2013

03/02/2012

Muchas cosas han pasado hasta que decidí escribir esta carta. La idea me ha rondado como molestando hasta mi capacidad de caminar y disfrutar de la lluvia. Lo hago, aún no completamente convencido, porque creo que es sano y mentalmente favorable ordenar y jugar con todos estos pensamientos en mi libreta.
No volví a escribir una carta desde la última que te he enviado, aquella que ahora podrás leer cerca de la caja floreada. He seguido escribiendo algunas otras cosas sobre papel, y con esta misma lapicera con la que te escribía un año atrás, y por eso creo adecuado contarte estas cosas, nuevamente a través de una carta.
Quizás puedas evaluar ahora sus diferencias, lo poco cuidada y amable que esta carta resultará comparada con las otras, pero también las cosas han cambiado lo suficiente como para que haya dejado de pensar en bellas palabras o en ocasionales observaciones que podrían interesarnos. Ahora recuerdo una de mis anotaciones en el diario de viaje que llevé al Norte: hacía frío, mis muslos y la cabeza estaban mojados pero no se secarían hasta que no dejara de caminar y temblar entre las calles asombrosamente pobladas de Tafí del Valle. Unos linyeras, a mi izquierda, se rieron de mi pelo sucio, de mi remera gastada y de mi pantalón agujereado.
Yo solo quería sentarme, abandonar mis piernas en una silla, y sentir el viento cálido del vapor de un té en mi mejilla. Recordé un bar hecho en maderas barnizadas que había visto por la mañana, cuando recién llegaba y las nubes se estaban acomodando. Lo recordaba cálido, lo imaginaba sonriente y lleno de gente refugiada alegremente. Entré y me senté cerca de la ventana. Pedí y me detuve a observar, mientras el primer trago de café entibiaba mi estómago. Entonces fue la ventana gruesa que me separaba de la lluvia fría, y más allá las montañas verdosas, y más allá un pequeño lago, todo brillante por la lluvia, y más acá mis manos extrañamente calientes y mis deseos de mantener aquel calor bajo el mentón. Me acordé de San Martín de los Andes, y necesité tus besos, como dos brazos cálidos. Pero luego vino mi locura, nuestra separación, y mi amor otra vez, y tu viaje, y las cartas... cartas que se transformaron en poesías, las primeras que escribí, en tu ausencia.
Escribo esto porque lo he pensado, pero nunca aún se lo he dicho a nadie. Y nunca aún lo hemos hablado como merecemos. Siempre supe que eras y serías feliz solamente lejos mío (tus últimas cartas lo decían, las que no me nombraban, los últimos libros, sin dedicatoria, también lo decían), y me costó comprenderlo. Sufrí mucho por eso, cuando no estabas para afirmarlo. Siempre lo supe, pero nunca creí que tuvieras la necesidad de demostrármelo, como has hecho en nuestro último encuentro.
Ya sé, es egoista, dirás. Es probable que todo nazca de un sentimiento de auto conservación. Porque aún no estoy preparado para saber que sin mí estás transitando el mejor momento de tu vida. Quizás porque me he convencido de que mi vida y mis circunstancias no se llevan bien con la felicidad.
Y quizás por eso también esta carta no busca una respuesta, porque es tan solo la declaración más personal e íntima de un hombre que aún no ha aprendido a jugar con sus miserias.

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