- Tengo la piel roja, aunque sin
dolor, y me gusta. Es mágico seguir sintiendo el sol en el cuerpo como si este
estuviera a gusto con la invitación que uno le ha hecho.
Caminando,
nadando, es el mejor modo de decirle al sol que se lo quiere. No mirándolo con desaprensión,
ofrecerles los parpados y las palmas de las manos, quieto. Nada mejor para
obtenerlo que ganarle en movimiento, ese mismo que se le mueve adentro.
Hoy pasee por el
centro de Playa del Carmen. Sus cuadras inconducentes, que parecían abrirse
constantemente a mis ojos desesperados. Esas aperturas (mercerías,
supermercados, bicicleterias, restaurantes, bares y kioscos) no se cierran todavía,
como los de Buenos Aires, cerrados a la costumbre y la indiferencia.
Adivinamos, mirando al suelo y en un instante mientras caminamos las miles de
conversaciones y movimientos que ahí se desarrollan.
Un lugar nuevo
tiene eso, las puertas de todas las cuadras te invitan como poros a mirarlos
pero fundamentalmente a tocarlos e intentar atravesarlos. Pero estas cuadras en
especial son raras.
Pertenecen a una
de las ciudades más importantes del estado más rico de México: extranjeros, la seducción
compulsiva y soez de los vendedores, el grafismo publicitario y los movimientos
afectados de los hombres fuertes y de anteojos ahumados. No es todo más que un
escenario circular. Esta ciudad es tan pretenciosa que han exagerado hasta la numeración
de sus calles, y por lo tanto de su tamaño. Desde la playa las avenidas son, en
orden de aparición, la 1, la 5, la diez, y así sucesivamente de 5 en 5. Las
transversales se cuentan, en cambio, de a dos.
Esta diagramación
busca asimilar la ciudad con las dimensiones de aquellas de donde vienen sus
turistas. Esto no es una ciudad sino un agujero coloreado a la espera de una
crecida.
En el lapso de dos
horas de no parar de caminar por la playa me he cruzado repetidas veces con las
mismas posturas (brazos bien al costado del cuerpo, espaldas rígidas, pies
abiertos) y decidí volver a donde había dejado mis cosas cuando comencé a
encontrar copas de champagne en las manos de personas echadas sobre reposeras
repulsivamente brillantes.
Cuanto más se
acerca al mar, más superficial se vuelve la gente: imagino que es el modo que
encuentran de responderle a esa cantidad de agua que tienen delante (cuando no
lo comprenden o se han agotado de preguntarle cosas). Apenas entre a la playa
una escenografía en desuso de un castillo me recibió (seguramente pertenecía a
alguno de esos lugares de entretenimiento encerrado). Esperanzado, tontamente
iluso, creí que detrás encontraría la verdad. Sin embargo, dos hombres jugaban con
desgano con un frisbee que se les parecía.
Hay, por un lado,
estos monigotes mediterráneos que pasean sus caderas y sus cadenas en el último
trozo de tierra al lado del mar. El capital y la naturaleza, frente a frente,
se respiran delante y se juran amor barato, hipócrita e interesado.
Nadie se alarma,
todos bailan, nadie cuida realmente a nadie y todos se gritan. Mientras siguen
caminando, soleándose, nadando hacia arriba y sonriéndole a la arena, claro. No
es lícito preguntar nada que escape a la moneda o a la posibilidad de lujo.
Todo está de la tierra para arriba, afuera.
Hay otro grupo de
gente que le rinde culto a la simpleza y a la pobreza como una diosa bonita,
una respuesta desesperada a las inevitables falsas torsiones corporales que
miran día a día (por eso el yoga es una de sus prácticas, creo). Esta gente
simple ama a oriente, se despoja en apariencia de sus rasgos más materialmente
desagradables (o desagradablemente materiales o superficialmente terrenales?) y
descree y denosta aquello que lo rodea confiando en las energías individuales,
en el espíritu propio y en la alimentación regulada al propio cuerpo. Todo está
de la tierra para abajo, en el centro del magma.
Cuanto más conozco
estos dos grupos más me convenzo: a esta ciudad le hace falta una Unidad Básica,
algo que manipule y modifique lo real.
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