lunes, 30 de diciembre de 2013

26/12/2013

- Tengo la piel roja, aunque sin dolor, y me gusta. Es mágico seguir sintiendo el sol en el cuerpo como si este estuviera a gusto con la invitación que uno le ha hecho.
Caminando, nadando, es el mejor modo de decirle al sol que se lo quiere. No mirándolo con desaprensión, ofrecerles los parpados y las palmas de las manos, quieto. Nada mejor para obtenerlo que ganarle en movimiento, ese mismo que se le mueve adentro.
Hoy pasee por el centro de Playa del Carmen. Sus cuadras inconducentes, que parecían abrirse constantemente a mis ojos desesperados. Esas aperturas (mercerías, supermercados, bicicleterias, restaurantes, bares y kioscos) no se cierran todavía, como los de Buenos Aires, cerrados a la costumbre y la indiferencia. Adivinamos, mirando al suelo y en un instante mientras caminamos las miles de conversaciones y movimientos que ahí se desarrollan.
Un lugar nuevo tiene eso, las puertas de todas las cuadras te invitan como poros a mirarlos pero fundamentalmente a tocarlos e intentar atravesarlos. Pero estas cuadras en especial son raras.
Pertenecen a una de las ciudades más importantes del estado más rico de México: extranjeros, la seducción compulsiva y soez de los vendedores, el grafismo publicitario y los movimientos afectados de los hombres fuertes y de anteojos ahumados. No es todo más que un escenario circular. Esta ciudad es tan pretenciosa que han exagerado hasta la numeración de sus calles, y por lo tanto de su tamaño. Desde la playa las avenidas son, en orden de aparición, la 1, la 5, la diez, y así sucesivamente de 5 en 5. Las transversales se cuentan, en cambio, de a dos.
Esta diagramación busca asimilar la ciudad con las dimensiones de aquellas de donde vienen sus turistas. Esto no es una ciudad sino un agujero coloreado a la espera de una crecida.
En el lapso de dos horas de no parar de caminar por la playa me he cruzado repetidas veces con las mismas posturas (brazos bien al costado del cuerpo, espaldas rígidas, pies abiertos) y decidí volver a donde había dejado mis cosas cuando comencé a encontrar copas de champagne en las manos de personas echadas sobre reposeras repulsivamente brillantes.
Cuanto más se acerca al mar, más superficial se vuelve la gente: imagino que es el modo que encuentran de responderle a esa cantidad de agua que tienen delante (cuando no lo comprenden o se han agotado de preguntarle cosas). Apenas entre a la playa una escenografía en desuso de un castillo me recibió (seguramente pertenecía a alguno de esos lugares de entretenimiento encerrado). Esperanzado, tontamente iluso, creí que detrás encontraría la verdad. Sin embargo, dos hombres jugaban con desgano con un frisbee que se les parecía.
Hay, por un lado, estos monigotes mediterráneos que pasean sus caderas y sus cadenas en el último trozo de tierra al lado del mar. El capital y la naturaleza, frente a frente, se respiran delante y se juran amor barato, hipócrita e interesado.
Nadie se alarma, todos bailan, nadie cuida realmente a nadie y todos se gritan. Mientras siguen caminando, soleándose, nadando hacia arriba y sonriéndole a la arena, claro. No es lícito preguntar nada que escape a la moneda o a la posibilidad de lujo. Todo está de la tierra para arriba, afuera.
Hay otro grupo de gente que le rinde culto a la simpleza y a la pobreza como una diosa bonita, una respuesta desesperada a las inevitables falsas torsiones corporales que miran día a día (por eso el yoga es una de sus prácticas, creo). Esta gente simple ama a oriente, se despoja en apariencia de sus rasgos más materialmente desagradables (o desagradablemente materiales o superficialmente terrenales?) y descree y denosta aquello que lo rodea confiando en las energías individuales, en el espíritu propio y en la alimentación regulada al propio cuerpo. Todo está de la tierra para abajo, en el centro del magma.

Cuanto más conozco estos dos grupos más me convenzo: a esta ciudad le hace falta una Unidad Básica, algo que manipule y modifique lo real.

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