A esta altura de la vida todos
hemos perdido a alguien. Nos ha atravesado la muerte, el desamparo, el abandono
o el desarraigo. Nadie es inmune. Lo asombroso es reconocer todo eso que
hacemos, el esfuerzo que aplicamos, para “revertir lo irreversible”. Luciana Rondolini
trabaja alrededor de esto y es consciente de la contemporaneidad de su mensaje.
Sus primeros dibujos allá por
2010 cuando decidió llenarle el rostro de gemas a las personas que la rodeaban
y que ya no estaban cerca de ella fue, en sus palabras, el mejor modo de cristalizarlas. Borrarle el rostro y las
manos a una persona para ponerle una piel de joyas fue para Rondolini el modo
de detener la apariencia de las cosas en el momento previo al derrumbe.
Sin embargo esa reflexión íntima
sobre la inevitabilidad del paso del tiempo y nuestras vanas estrategias para
impedirlo llega a ser hoy en su obra más reciente una declaración sobre la
cultura pop y el mercado del arte. La inclusión de figuras populares como
Justin Bieber o Lady Gaga en los dibujos y la presentación de frutas en estado
de descomposición con gemas de plástico pegadas sobre sí son hoy el objetivo de
Rondolini.
“El mercado es ahí el que da el
valor de las cosas y las personas, el que instaura los valores: lo lindo, lo
nuevo, lo bello, lo joven, lo agradable… lo lujoso y lo brillante. ¿Hasta qué
punto esos deseos son propios o generados por la necesidad de vender cosas?”,
se pregunta.
Entonces, ¿qué conexión hay entre
la imagen de un amigo ausente y la de Justin Bieber en una revista? Ambas son
deseos imposibles, congelan la imagen de un deseo insatisfecho. Y de ese tipo
de deseos vive y se alimenta el propio mercado, principal preocupación de
Rondolini.
Pero estos dibujos que acá se
reproducen, y gran parte en verdad de la obra de Rondolini, hay que pensarlas
más como instalaciones que como simples dibujos o esculturas. Estos dibujos
dispuestos sobre la pared son acompañados
por las mismas frutas en descomposición cubiertas de gemas plásticas. De
acuerdo a las propias palabras de la artista esta forma de disponerlas tiene
que ver con una burlesca presentación comercial: los objetos valiosos (pero en
plena podredumbre) y las representaciones de sujetos portando el mismo material.
La clave aquí, como en un stand publicitario, es la fuerza de la presentación.
Pero en verdad la diferencia está
en cómo se arriba a la imagen: en las obras basadas en fotografías de amigos la
imagen es el producto del deseo construido con el tiempo y fundamentalmente con
recuerdos vivenciales; así la mano es guiada por diversos factores. En cambio
en los dibujos de íconos pop, como bien ella ha dicho, se ironiza esa
idealización. Las imágenes que utiliza de base para esas obras son, como los
propios íconos pop, imágenes ya construidas, repetidas y re-publicables sobre
las que las joyas ya no son un deseo de congelar sino una crítica de valores.
Esta es una diferencia que en cierto modo también encuentra Rondolini cuando
señala las diferencias entre el trabajo de diseñadora gráfica que hizo durante
años y el de artista que hoy transita: “Cuando yo hacía diseño gráfico siempre
pensaba primero qué era lo que iba a decir y después buscaba la manera de
decirlo, y ahora estoy tratando de a poco de hacer lo que siento que quiero
hacer y después ver qué es lo que estoy queriendo decir al respecto”. El
finalismo publicitario versus la intuición y la necesidad artística, en
definitiva.
Pero hay otra diferencia. Los
deseos que se construyen como base de una obra de arte, y que quedan insatisfechos,
dejan en el camino al menos a las propias obras, mientras que el deseo que
genera el mercado solamente deja en el camino residuos de objetos en desuso que
poco tienen de estéticos y de políticos por sí solos.
Por eso las obras de Rondolini no
pretenden ser solamente una opinión sobre el mercado en general sino también una
acción sobre el mercado del arte en particular. ¿Por qué comprar unas frutas
que sabemos desaparecerán en poco tiempo?
Cuando nos adentramos en las
posibles razones con que se puede comprar una obra de Rondolini, las frutas en
descomposición con gemas de plástico pueden enfrentarse a tres deseos: aquellos
eruditos que adquieran la obra por ser consecuentes con la necesidad de apoyar
lo efímero en contra de lo durable del mercado artístico, aquellos que compren
la obra por su gruesa conexión con el asunto y el género de las vanitas y su “mensaje ético”, o bien
aquellos que compran la obra simplemente por su belleza, por su brillo y por su
novedad. Es ahí cuando la pregunta por un arte más cambiante y escurridizo no
se hace esperar: ¿qué pasará (qué haremos) cuándo algún/a joven fanático/a de
Justin Bieber ponga en su pared una obra de Rondolini? Quizás lo que debamos
recordar y repetir a viva voz en ese momento son las palabras de Umberto Eco a
modo de advertencia: “Una civilización democrática solo se salvará si hace del
lenguaje de la imagen un desafío para la reflexión y no una invitación a la
hipnosis”.
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