miércoles, 1 de agosto de 2012

Esteban Videla. Buenos Aires en sí misma (Revista de Arte Magenta - Julio 2012)


Por Marcos Krämer


Hace algunos meses atrás recorrí la ciudad de Bogotá con un hombre de ochenta años, con quien comí y caminé durante más de tres días, casi ininterrumpidamente. Veía sus piernas moverse, detenerse y cansarse con la voluntad de un caballo y su espalda cada vez más encorvada, veía su rostro cuando me miraba y señalaba alguna esquina con los labios y los ojos entrecerrados como si buscara algún recuerdo. Detrás de su rostro, siempre la ciudad, su ciudad. A partir de allí, el silencio y la contemplación.
Aquel hombre sabía que para observar una ciudad no es necesario describirla. Aquel hombre lo sabía porque aquel hombre era poeta: cada mañana escribía antes de salir a caminar.

Desearía ser yo guía de esta ciudad, ser yo hoy el que acorte las palabras, el que se detenga en cada sitio que me gusta, el que le presente la ciudad en la que vivo desde hace 25 años. Pero surgen, entonces, algunas preguntas: ¿qué mostrar de esta ciudad? ¿Qué elegir de esta ciudad donde nacimos y a la que hemos sabido apuñalar con nuestra adolescencia?
Esteban Videla también nació en Buenos Aires, en 1984, y parece haber querido responderse aquellas mismas preguntas. Las respuestas, aún frescas (el óleo puede olerse allí dentro), se exhiben en el British Arts Centre.
Las primeras vistas de Buenos Aires, esa ciudad que comenzaba a despegarse de su pasado colonial, son acuarelas y óleos realizados por artistas extranjeros en los primeros años luego del proceso revolucionario de principios del siglo XIX: aparecen allí algunas barrancas, las costas anegadas y a veces, en pequeño tamaño, escasas construcciones. Lejanos, tristes, los edificios parecen estar esperando que alguien los acerque a quien los mira, como con timidez.
Ambas experiencias, la de mirar una ciudad en pleno nacimiento y la de mirar una ciudad que nos precede, como hace Videla, marcan desde un inicio sus diferencias. No solamente por aquello que se le presenta al artista en cada siglo, como las costas ya inexistentes en la Buenos Aires de Videla, el cielo en lenta desaparición o los edificios que ahora se acercan casi hasta interrogarnos. También se diferencian por aquello que hace únicas esas experiencias: el pintor que tienen delante.

En aquellos años del siglo XIX, los pintores arribados a Buenos Aires se veían casi en la obligación de pintar con el asombro entre sus manos: un continente distinto, una ciudad en construcción, el sonido nuevo de las palabras en el ambiente. Aún sus retratos de ciudadanos, como los de Essex Vidal, llevan sobre sí esta carga de asombro, como si las obras fueran más una reproducción de lo visto que de lo vivido. Sin dudas que el siglo XIX ha dado artistas que pudieron pintar algo más que aquello que observaban. Sin embargo, estas primeras vistas son la materialización de aquella distancia implícita e inflexible entre observar algo y vivirlo.
En el caso de Videla sucede exactamente lo contrario: el pintor olvida lo que observa para vivirlo y darle vida. Porque si bien no hay figuras que deambulen por sus paisajes, no es una Buenos Aires detenida y desolada, acartonada. Hay en estas obras algo cercano al movimiento. No me refiero a la materialidad, es decir, al relieve exagerado de los óleos, casi escultóricos. Me refiero a todo lo que renunciamos cuando comenzamos a vivir, al momento en que nace el movimiento y anulamos la distancia con aquello que observamos: hay ciertos pintores que aceptan la pérdida que implica abandonar la observación y aproximarse a lo que se pinta. Por eso, quizás, Videla nos recuerde a los Expresionistas, no por su técnica.
En estas pinturas de Buenos Aires no hay asombro porque no es la primera vez que Videla se enfrenta con aquellos edificios o aquellas esquinas. No son los paisajes exóticos de un viaje al extranjero ni los paisajes de Kokoschka en sus casi eternos escapes del nazismo por todo el territorio europeo. Son más bien el monte Sainte Victoire de Cezanne, la obstinación por encontrar el modo de describir aquello que veía Cezanne todos los días desde la ventana de su taller. Por eso estas obras de Videla no se detienen en los detalles, no son ganadas por el asombro y la descripción de la minuciosidad. Quizás falten en ellas algunos pormenores que Videla ha decidido olvidar.
Pero nos equivocamos si esperamos encontrar en estas obras las efímeras delicias del reconocimiento fotográfico. Y es justamente por esa ausencia que nos detenemos a mirar estas pinturas; y también por eso no nos cuesta reconocer las esquinas, los edificios, los movimientos, aún cuando no sean perfectamente similares: porque es la ciudad vivida la que tenemos delante de nosotros, no la meramente observada. Es como cuando reconocemos a un amigo tan solo viéndolo caminar de espaldas, sin necesidad de verle el rostro o escuchar su voz: está en juego allí lo que nuestros ojos no saben que observamos, lo que atesoramos de una persona o de un paisaje sin que podamos describirlo. Por eso las pinturas de Videla no son como una cuidada serie de postales turísticas. Está aquí presente todo eso a lo que renunciamos y lo que nos devuelve la ciudad cuando comenzamos a vivirla y dejamos de observarla.
Acaso a eso haya debido enfrentarse Videla cuando comenzó a pintar estos paisajes.
Sin embargo, detenerse sobre el escenario de nuestra vida es más una lucha contra el tiempo que contra lo visible, y Videla lo sabe, o al menos eso podemos pensar cuando observamos sus cuadros.
Hay dos poemas que Borges dedica específicamente a Buenos Aires. Llevan ambos el nombre de la ciudad y están uno seguido del otro en el libro “El otro, el mismo”. Allí, cada uno de esos poemas está detenido sobre tiempos distintos, en lo que fue y en lo que es Buenos Aires para el poeta, pero la sucesión de los poemas convierte esos tiempos distintos, separados, en algo continuo y contradictorio. Son dos poemas, y no uno, sobre la misma ciudad. El primero de ellos finaliza: “Ahora estás en mí. Eres mi vaga suerte, esas cosas que la muerte apaga”, pero solo para que el otro poema comience con los siguientes versos: “Y la ciudad, ahora es como un plano de mis humillaciones y fracasos”.
Aquel “ahora” donde se juntan los tiempos es el de la escritura del poema, el del momento en que se agarra una pluma o un pincel, o unas espátulas y algunos pomos.
¿Cuál es aquel “ahora” de la Buenos Aires de Videla?, ¿a qué tiempo lo ha llevado cada una de estas vistas?. Esta que tenemos en frente es la ciudad que Videla elige mostrarnos, la que él recuerda o conserva, la que él vive. Ni la de Faradje, ni la de Roberto Arlt ni la de Quinquela. Y por allí comienza a inmiscuirse el tiempo al que se refiere esa Buenos Aires.
Si bien no podemos precisar la hora del día que se representa en sus cuadros (si es el momento cúlmine de la tarde o el de la mañana) sí podemos pensar que todos pertenecen a la misma estación, el verano. Quizás sean los propios movimientos curvilíneos de la espátula, frescos como un chapuzón, pero estos paisajes de Videla tienen la urgencia y la vehemencia del verano en Buenos Aires, de un encierro tropical. No son paisajes fríos, invernales, como los de Brueghel o Vermeer sino fervorosas y acaloradas visiones de la ciudad. Pero no son sus colores los que nos hacen pensar en el verano, porque sino también lo harían los paisajes de Kandinsky o Marc que utilizan colores similares. ¿Y de dónde surge, entonces, el verano de esta Buenos Aires? Quizás sea ese “ahora” en el que se arremolinan los tiempos para Videla: la niñez que recuerda o tal vez desea rememorar. Él mismo lo señala cuando explica que detrás de cada obra hay una historia que la auxilia: un paseo de niño o los recuerdos de su bisabuelo, por ejemplo. Porque la infancia es un momento donde no existe el frío, porque la infancia es un lugar donde siempre es verano. Y aún cuando intentemos recordar el frío nunca va a ser lo mismo que imaginarlo, porque el recuerdo trae siempre, entre sus manos transpiradas, la cálida sensación de volver a vivir olvidando los detalles de lo que hemos observado.

“Esteban Videla. Buenos Aires” – British Arts Centre Suipacha 1333 (CABA)
Desde el 4/07 al 27/07
 http://www.revistamagenta.com/index.php/buenos-aires-en-si-misma/

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