Por Marcos Krämer
Como ocurre con los recuerdos o con los objetos
heredados, y tal como sucedía entre los incas con las momias de sus
antepasados, a veces es necesario que las obras de arte se descubran
nuevamente, que se las devuelva a la luz de las miradas transitadas por el
presente, como en una especie de rito. No solo por el cariño que produce volver
a verlas sino también por las discusiones que regeneran.
Entre el 20 de Marzo y el 22 de Abril, el Museo de
Arte Moderno de Bogotá, a través de su Departamento de Curaduría, se propuso exhibir
un reto: la selección de 100 obras escultóricas de su gran acervo patrimonial, prólogo
de lujo a la próxima edición del catálogo definitivo. Allí, finalmente, el
descubrimiento será completo: se darán a conocer públicamente las casi 3000
obras que el museo posee actualmente.
Ahora bien, ¿qué implica esta selección? ¿qué acarrea
este redescubrimiento? Fundamentalmente, una lectura transversal de la plástica
colombiana e, inevitablemente, del camino eternamente replanteado del arte
americano. Porque en este camino sinuoso de su patrimonio escultórico, dibujado
por María Elvira Ardila, curadora de la exhibición, las piezas escultóricas de
Beuys, Oldenburg, Arp, Dalí y Matta ocupan tan solo un espacio secundario y
casi irrelevante. Por el contrario, los protagonistas son otros.
En el relato de
identificación nacionalista que la década del 40 había vuelto a plantear sobre
las artes plásticas americanas, las esculturas de Edgar Negret y de Eduardo
Ramírez Villamizar tienen una trascendencia axial para Colombia. Sin
embargo, su valioso aporte no será plenamente comprendido si no mencionamos un
primer gran descubrimiento para la escultura colombiana: en 1944, el escultor
español Jorge Oteiza toma contacto directo con las esculturas megalíticas
precolombinas de la cultura agustiniana del valle del Río Magdalena, y es en aquel
mismo año cuando escribe en su Carta a
los artistas de América: “América es, teóricamente, hoy, el lugar público
para la realización de una cultura nueva. Sólo americano quiere decir mañana,
hombre del porvenir, nuevo modo de sentir y de reaparecer”.
Tomados de esas riendas, y sin perder de vista a
Torres García, Negret y Villamizar, con sus esculturas de aluminio o metales
oxidados, con sus figuras geométricas con referencias a las “abstracciones”
precolombinas, reinterpretan los secretos sagrados y ocupan así el primer
espacio de exhibición que la curaduría reservó a estos dos grandes pilares. El
diálogo entre la vanguardia modernista y la tradición precolombina y americana
se establece como fundante, dando lugar a una geometría de la esperanza.
Continuando con el relato museográfico, de cierta
linealidad histórica, María Elvira Ardila ubica a Feliza Bursztyn como la gran disruptora del lenguaje escultórico
colombiano: la inserción del movimiento en su obra Cuja (1974), tan sencilla como una cama con un motor bajo una
sábana de seda, le da el adjetivo de “cinética” a una tradición artística que lo
desconocía; y la utilización de chatarra, como en Encaje de Bruselas (1972) y Clitemnestra
(1963), ayuda a Bursztyn a tomar la discusión de género como una
preocupación personal.
Observando las producciones de los 70, las experiencias
del Pop se hacen evidentes de la mano de Naturaleza
casi muerta (1970), una cama de lata donde Beatriz González establece un nuevo diálogo con las imágenes
populares de su país, interviniéndola con una imagen emblemática de la ciudad
de Bogotá, el Señor Caído de Monserrate.
La figura de Bernardo
Salcedo, cuya irreverencia e ironía duchampiana lo han ubicado en las
líneas del Neodadaísmo, se hace explícita en las dos cajas blancas que exhibe en
esta oportunidad el MamBo: objets trouvés,
inútiles y desinteresadamente estéticos se ensamblan con el único objetivo de
provocar una discordancia. Los enormes huevos a punto de caer de las puertas
entreabiertas de la caja blanca son la imagen desolada que nos entrega Lo que Dante no sabía: Beatriz amaba el
control de la natalidad (1966).
Enseguida, una especie de minimalismo colombiano, oxidado
y rústico, consolidado durante la década del 80, se presenta con una acertada
distribución espacial: las obras monocromáticas, al ras del piso, permiten
entender muchas de las búsquedas táctiles y sensoriales de Hugo Zapata, John Castles, Álvaro Gómez y Germán Botero, entre otros.
Desde aquí, ambos trabajos de Elias Heim y Carlos Blanco
dan un cierre no decisivo al derrotero histórico de la escultura colombiana.
Dejan, con sus obras exhibidas, sin embargo, la sensación de una apertura aún
más ancha en al porvenir del arte conceptual.
Sin embargo, el recorrido finaliza con los trabajos
en cerámica de Nadin Ospina y Cecilia Ordóñez, que permiten
establecer una nueva lectura de las raíces precolombinas en el marco de la
transculturación. O bien la obra Corona
para una princesa chibcha (1990) de Ma.
Fernanda Cardozo, capaz de ser leída tras las aún latentes reivindicaciones
indígenas contemporáneas.
No obstante, de entre todas las características de la
disciplina que ha sabido invertir la escultura moderna, hay una que en esta
exhibición se destaca por sobre todas y que enfrenta al propio observador al
momento de apreciar cada una de las obras expuestas: ¿cómo mirar una obra
escultórica?
Desde la antigüedad, las artes se han visto
categorizadas o diferenciadas de acuerdo a sus objetivos más específicos. Así, durante
el Renacimiento, la pintura buscó jerarquizarse a través de una comparación con
la poesía. Ut pictura poesis,
escribió Horacio. Como la pintura es la
poesía, repetían los teóricos italianos.
Más allá de las referencias directas que
los artistas expuestos hacen a la poesía (es el caso de Salcedo y Dante, el de
Heim y Paul Celan o el de Peláez y Pessoa), es ahora la escultura moderna la que
deja ver un fundamento poético entre sus creaciones más sintomáticas. Según
Rosalind Krauss, las modernas formas escultóricas, figuras ambivalentes y
desdefinidas, no deben ser observadas desde un punto de vista determinado
visualmente sino a través de la construcción de un estado.
Este estado,
alejado plenamente de la narración y que exige un acercamiento contextual y
anímico completo es, sin dudas, el de la propia poesía. La escultura, como la
poesía, ya no representa una observación, rememora una huella. Porque así como
la poesía implica un abordaje de la palabra desacostumbrado, donde el lenguaje
no cumple las funciones que solemos atribuirle, en la escultura la posibilidad
de palpar la textura de los materiales o de acercarse a otras de sus sensaciones
choca de un modo brutal con la cotidianeidad misma de los propios materiales.
De ese modo, los metales oxidados de Villamizar, como fragmentos de estructuras
putrefactos para la vida práctica, construyen objetos reales y de gran belleza;
así, el movimiento de los motores de Bursztyn no encuentra causas ni
consecuencias; y el sistema de refrigeración de Heim es la presencia amenazante
de la muerte.
Unos años atrás Villamizar escribió: “No dejo que la geometría domine mi obra.
Creo que la expresión y la sensibilidad tienen que dominar los materiales. Lo
que primero debe tener una obra de arte es poesía; sin poesía, sin misterio,
sería apenas geometría, y ésta, sola, no es arte”.
Así, la
propuesta del MamBo no solo parece haberse propuesto marcar un recorrido amplio
de la escultura colombiana sino también subrayar los pasos que ha dado el arte
escultórico hacia los objetivos más íntimos y olvidados de las Vanguardias.
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