La historia de los museos es, como la Historia
a la que pertenece, un camino errático y lleno de injusticias. El museo ha
pasado de ser un sitio que únicamente buscaba aportar placer a un sitio que únicamente
aportaba conocimiento, pasando por ser el moldeador del gusto, el lugar de
resguardo de los objetos de la civilización o el espacio donde se definía el
poder del monarca o del Estado.
No es que esos objetivos fueran eliminados de
cuajo pero sí es cierto que afortunada y paradójicamente la educación como
preocupación museística se vio convocada una vez que se comenzaron a cuestionar
esas funciones. Es que en cada una de esas opciones el museo es el monstruo que
define, otorga, confirma y discrimina mientras se presenta como un sitio de
libertad y de uniformidad. Y nada de eso tiene que ver con la educación. De
arriba hacia abajo no se construye la cultura, lo único que se hace de arriba
hacia abajo son los pozos.
Durante el año 2014 “Bellos Jueves” no
solamente fue una oportunidad para ver cosas distintas dentro del museo más
tradicional de Buenos Aires sino para volver a preguntarse por el rol educativo
de los museos, para definir con más precisión sus objetivos pedagógicos y para
tensionar todas esas respuestas. ¿Qué es y qué debe hacer el área de educación
de un museo?
Las vanguardias históricas primero y las
neovanguardias después no solamente han puesto en cuestión el rol antiguo y
descontextualizador del museo sino que también, con ese mismo gesto, han
permitido poner en discusión la función del arte y la capacidad educativa que
éste tiene. Ese movimiento era casi inevitable porque, tal como dijo Gertrude
Stein en 1911: “Se puede ser un museo y se puede ser moderno, pero no se puede
ser ambas cosas a la vez”.
Es imposible entender el peso creciente de
la actividad educativa de los museos sin comprender este modo rabioso y a
contrapelo con el que comenzaron a ser vistos los museos en la segunda mitad
del siglo XX. En este sentido es fundante por su coherencia y peso coyuntural
el libro que Pierre Bourdieu y Alan Darbel publican en 1966 El amor al arte. Los museos de arte europeos
y su público, que ha significado la deconstrucción de la simbología museal
tradicional dejando ver que las diferencias de apreciación dentro de un museo
no son producto de un don natural o divino sino de accesos diferenciados a la
cultura. Y ahí se posiciona la educación.
Ahora bien, ¿cómo hacer para que siglos de
discriminación de acceso cultural se eliminen y se abran las fronteras de clase
cerradas por generaciones? La respuesta es tan lineal como compleja.
Entendiendo, primero, que la observación artística es completamente opuesta a
la observación de los productos de la industria cultural: no es un acto
inmediato y pasivo, como ver televisión, sino un proceso pausado y activo que
puede llevar días, meses y hasta vidas.
Pero no solamente eso. El museo tradicional le
otorga al espectador (le obliga a tomar) un rol ajeno a su rol social, es
decir, un rol ahistórico y asocial ajeno al tiempo que atraviesa. Y así, lentamente,
el rol educativo de un museo va tomando cada vez más responsabilidades y lo
deja frente a su sociedad con una carga ética y transformadora tan grande que
no cabe dentro de los límites físicos del edificio.
No es equivocado creer que el museo es una
de las instituciones que consolida trayectorias o propone la novedad: o bien
dice lo que existió y lo que es válido en el gran relato de la Historia del Arte,
o bien dice lo que existirá en el arte del futuro: juega con el pasado y con lo
que supone será pasado en el futuro. Parece obvio que Bellos Jueves se inscribe
más en esta segunda opción de los museos. Pero decir en el ámbito de las instituciones estatales es muy parecido a
afirmar rotundamente y, por lo tanto, sin matices.
Eso sería lo mismo que olvidar que los
mejores museos, los ideales, son los que permiten e impulsan las
contradicciones, los que explicitan las disputas y los que dejan crear “en vivo
y en directo” el conocimiento. A nivel educativo, ese es el resultado de que todos
los miembros de un museo tengan la voluntad de captar los intereses de la
comunidad y de asumir ese conflicto. El área de educación de un museo, cuando
trabaja en conjunto con las otras áreas como en el caso de Bellos Jueves puede intentar
alcanzar ese objetivo.
Sólo de ese modo la obra de Florencia Levy
en el museo fue el puntapié para pensar los espacios de la memoria; sólo de ese
modo los cambios lumínicos de Peisajovich fueron, además de arte
desmaterializado, símbolos de las luces y sombras de los museos, o la censura
visual de Orjuela trajo recuerdos de memorias militares mientras cavaba en la
realidad del narcotráfico; sólo de ese modo el banco de Lamothe se preguntó por
la abstracción de Malevich mientras irrumpía con su extraña cotidianeidad en la
sala de Manet, o “La hora americana” fue la oportunidad para saber quién tiene
la potestad de hablar sobre las minorías mientras conocíamos una corriente
artístico-intelectual ensombrecida; sólo de ese modo el desnudo artístico se
desnudó de machismo y la literatura de Cortázar junto a sus fotografías se
preguntaron las posibilidades revolucionarias de la literatura. Porque educar
en un museo es enseñar los modos de captar la potencialidad de los objetos
artísticos, no señalar las cosas que deben ser observadas. Y delante de las obras
de un museo no hay más que gente dispuesta a hacer del arte algo útil.
Por esa razón es que el área de educación de
un museo es la más huidiza e inconformista, la que debe replantearse año a año,
día a día, cómo está desarrollando su tarea. Empieza, por ejemplo, sabiendo que
la información y la educación son dos destinos opuestos, como diría Paulo
Freire. La información tiene que ver con el consumo, mientras que tomar
conciencia requiere de una apropiación transformadora.
Sin una voluntad educativa como la que busca
tener, Bellos Jueves puede terminar centralizando la actividad del museo a
partir del arte, reivindicando el espacio del museo sólo para los artistas, lo
que significaría un menosprecio por el público y un énfasis solamente puesto en
lo experimental del arte contemporáneo y no en su posible carga educativa. Porque,
en definitiva, el contenido de un museo no son los objetos sino las personas.
Ahí es cuando más fructífero se hace el vínculo entre la educación y el arte
contemporáneo, cuando éste ha terminado por comprender su rol performático, su
visibilidad y su responsabilidad.
Si se profundiza ese vínculo, la educación
en un museo permitirá encauzar las necesidades sociales y no crearlas. El mayor
objetivo de un área de educación es desaparecer, aunque suene terrible, cuando
haya logrado que todos se apropien de las herramientas. Ese sería el momento
más tierno y también el más coherente con los supuestos del arte de vanguardia.
Un área de educación no está para salvar errores curatoriales o para informar
histéricamente sino para convertir, del modo más amable, el museo en un lugar
de debate activo, y para enseñar la tensión que permita construir los varios
caminos que lleven a la disolución de las clases culturales. Ese sería el momento
más memorable y también el más coherente con el arte latinoamericano de este
nuevo siglo.
Por todo eso, y aunque no parezca, este libro
tiene más un objetivo de manifiesto que de recuento histórico: plantea las
bases, no pinta la fachada... propone, no celebra. Por eso Bellos Jueves no
"fue" y ni siquiera "es". Porque BJ se piensa como un
"será" que “será” vertebral en la medida en que podamos doblarlo,
cuestionarlo, modificarlo o sumarle de acuerdo a nuestras necesidades,
entendidas éstas fundamentalmente como necesidades aún más colectivas que las
de la colectividad artística de Buenos Aires. Y ese debiera ser también el
objetivo de un museo. Es que si Bellos Jueves puede en algún momento enseñarnos
algo eso será construir un nuevo tipo de museo.
Lo que se abre en el nuevo año de Bellos
Jueves, y seguramente también en los que le continuarán, es la pregunta sobre cuánto
del arte que se produce en Buenos Aires y que se exhibe en Bellos Jueves es potencialmente
educativo, es decir, que tiene pretensiones de atravesar lo que lo enfrenta
para transformarlo con paciencia. La respuesta que esto conlleva no hace más
que generar una pregunta útil: ¿nuestros artistas están “educados para educar”,
están acostumbrados a comunicar? Quizás sea conveniente prestar atención a Luis
Camnitzer cuando dijo que el espíritu educativo se trata de minimizar la huella
del ego y acentuar la función pedagógica. Pero, ¿debemos exigir eso solamente
a los artistas? No lo creo. Sí confío en que la guía de acá en adelante sea la
que propuso, muy humildemente, un intelectual desde el encierro, acosado por la
censura y la falta de libertad: “[el deseo de un arte educador] no contiene el
de un arte en vez de otro, sino el de una realidad moral en vez de otra. Del
mismo modo, el que desea que un espejo refleje una persona hermosa y no una fea,
no desea un espejo distinto del que tiene delante, sino una persona distinta”
Ese fue el deseo de Antonio Gramsci y el que mejor debiera resumir los
objetivos educativos de los museos contemporáneos, los de hoy.
Hoy el museo que debemos construir tiene que
poder ser una iglesia sin dioses monotemáticos, una escuela sin aulas
diferenciadas, una casa de tesoros donde reinen los materiales inservibles, un
campo de batalla donde las personas ataquen y se defiendan con las imágenes.
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