martes, 4 de diciembre de 2012

Trabajo y Militancia - Entrevista a Oscar Stáffora (Revista Magenta - Diciembre de 2012)



Quien conoce por primera vez a Oscar Stáffora tendrá dificultades en pensar que aquel hombre de alta estatura y bigotes poblados, de mameluco manchado y manos trabajadoras transitó un largo tiempo por la Facultad de Derecho. Pero quienes lo conocen sí pueden imaginar, y saben, que actuó políticamente en aquella universidad y que la abandonó en un tenso clima político por la necesidad de regresar a los brazos de la Academia de Bellas Artes. Su aspecto rudo, gigante, de voz grave nos deja recrear aquellos años en que cargaba briquetas al hombro en el barrio de Retiro. Pero también nos deja adivinar el camino de sus enormes y graves esculturas: esculturas en chapa y en madera, sólo presuntamente abstractas.
Podemos leer en ellas su aprendizaje con Francisco Reyes, sus peleas estéticas con Enrique Romano y el definitivo y crucial enamoramiento de las producciones escultóricas precolombinas, aquel bastión de obras abstractas realmente alternativo que le dio a Stáffora la simbología de los materiales, la solidez de las grandes dimensiones y la bifrontalidad de una nueva perspectiva. Porque la bifrontalidad sobre la que se estructura la producción artística precolombina no solo fue la base de sus esculturas sino que también es un perfecto marco para su pensamiento político. Dos frentes jerárquicos en su obra, dos frentes jerárquicos en su vida: “Trabajo y militancia” fue el nombre que llevó su exposición retrospectiva en la Universidad de Lanús. Porque a Stáffora no es necesario rodearlo para comprender lo que piensa, no hay que girar en torno a él como en las esculturas tradicionales: ver sus obras y pensar en esas dos palabras ayudan a comprenderlo.
Escultor premiado, militante político, ex director del Museo de Quilmes y Presidente de la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos lleva adelante, junto a su obra, otra tarea fundamental para la comunidad artística: la Ley de Pensión para artistas plásticos.

OS: Hemos presentado el expediente a través de la SAAP y varias instituciones más que son Estímulo, MEEBA y varios más, y algunos artistas independientes. El proyecto, en la cámara de diputados, con número de expediente y todo, es para ver si logramos la pensión para los artistas plásticos. La idea es que se reglamente, que se establezcan pautas precisas, como por ejemplo que no se le pueda entregar a cualquiera y que realmente quienes la reciban sean aquellos artistas que no tienen otra opción o alternativa para poder sobrevivir. En mi caso, yo trabajo y lucho con otra gente que también tiene, como yo, el Gran Premio del Salón Nacional que recibí en el 2009/2010. Entonces yo quedo excluido de este régimen: estoy luchando y peleándolo por una cuestión de conciencia gremial, no porque me vaya a corresponder. Y ahora marchamos el mes que viene a conformar una comisión, la comisión directiva de SAAP: hay una propuesta para hacer una asamblea en la comisión directiva, y ya con la comisión conformada vamos a trabajar más intensamente aún. En ese equipo está Anibal Cedrón, Oscar de Bueno, Lucy Matos, Daniel Chiaravalle, y una cantidad de gente más. Además el apoyo de los miembros honorarios para poder tener más peso: Pujía, Cañas, y también el arquitecto Petrina quien nos ofreció su apoyo. Aprovecharemos esa coyuntura favorable para poder ver si la sacamos el año que viene porque muchos artistas no tienen obra social, por ejemplo.

MK: Cuando leía los fundamentos del proyecto veía que una de las cosas que más fuerza tenía era el conocimiento de modo directo que se tiene del estado de vida que lleva hoy en día un artista plástico.

OS: Claro, ¿sabés que pasa? Yo me considero un afortunado: con mi jubilación de Bellas Artes, cobro la pensión del Nacional y todavía tengo unas horas residuales de Nación. Tengo tres fuentes de ingresos y algunos alumnos, poquitos, en mi taller. Pero, ¿qué sucede? Hay artistas que se han pasado la vida luchando para poder sobrevivir. No voy a dar nombres porque sería una deslealtad, pero hay gente que se ha pasado 30 años mandando al Salón Nacional. Entonces te encontrás con artistas que están batallando, no tienen venta ni medios de vida o tienen que tener 40 o 50 alumnos para poder sobrevivir, y tener esos alumnos o tantas horas cátedra te quita la posibilidad de desarrollar tu propia obra. Otra batalla que nosotros estamos librando hace años es el hecho de que se baje el límite de los 60 años para empezar a pagarte la pensión de los Salones: en el Nacional son 60, en el Belgrano son 50. Porque cuando el artista comienza a cobrar esa pensión, que le da un deshago importante, a lo mejor no tiene las fuerzas o la posibilidad de hacer la obra, porque no le da el físico.  La normativa es esta: si vos tenés menos de 60 años cobrás un monto por la adquisición de la obra, un monto importante (aunque no tan importante: fijate que Spilimbergo, con el Gran Premio, se compró la casa de Unquillo donde murió y se fue un año de viaje a Europa, es decir que, como poder adquisitivo, el premio era muchísimo mayor), pero no empezás a cobrar la pensión hasta que cumplís los 60. Hubo muchísimos artistas que se murieron en la miseria: yo tengo amigos a los que he tenido que arrimarme para llevarle un paquete de arroz o un paquete de yerba.

MK: Entonces esto parece ir contra la idea, quizás hoy menos difundida, de que el artista debe sufrir penurias y miserias para poder crear su obra.

OS: No, no confundamos las cosas. Acá hay una cosa muy clara: vos sos periodista y tu vocación es el periodismo pero tu trabajo es el periodismo. Entonces vos tenés que tener una asignación digna más allá de que tengas otra alternativa laboral. Vos deberías tener una asignación que te permita vivir dignamente, una obra social, un aporte jubilatorio, la tranquilidad de que en la vejez vas a tener un pasar digno, etc. ¡Basta de hablar de la bohemia! La bohemia es mentira. Sesostris Vitullo se murió en la miseria y cuando los amigos lo enterraron tuvieron que juntar madera de embalaje para poder hacerle el cajón porque no podían comprarle un ataúd. Así lo enterraron a Vitullo. La famosa historia del Romanticismo y la bohemia es mentira, no existe. Uno tiene que trabajar y tratar de vivir de su obra y de hacer valer su obra. A mi entender el artista tiene que tener la valentía de decir lo que siente y, de alguna manera, aunque no sea del todo comprensible, de ponerse a la vanguardia tratando de generar nuevos hechos, sino es un artesano. Si yo me propongo hacer una obra realista, figurativa o académica, con los maestros que tuve, podría llegar a hacerla, pero no la siento, no la necesito. Necesito decir las cosas de otra manera y tratar de despertar emociones de otra manera. Yo se que es difícil, y a veces genera repulsión: pero prefiero que sea así y no ser complaciente.

MK: ¿Y en su caso cómo juega eso respecto de su obra que está en la vía pública?

OS: Los expresionistas tenían, por su compromiso social y político, la necesidad de mostrar la obra a la mayor cantidad de gente posible. Cuando hice la muestra en La Plata, me ofrecieron poner la obra dentro del Teatro Argentino pero les pedí la calle. Y expuse en el perímetro del teatro. Había como cuarenta obras. La muestra la deben haber visto 200.000 personas. Si yo la hacía en la sala ¿cuánta gente la veía? 2000 o 3000 personas. Yo así la multipliqué, y llegué a otro público. Y yo prefiero eso y no una muestra en un espacio cerrado donde la ve una elite, la familia y los amigos, y después diez tipos por día. Yo creo que el objetivo es ese. Cuando formamos la Unión de Escultores el objetivo era exponer en espacios no tradicionales justamente.

MK: Y en esa idea de exponer en la calle, cuando la obra busca ser inquietante o conmovedora, ¿no existe el temor al acostumbramiento? Es decir, que quien pasa por allí se acostumbre a verla.

OS: Yo tengo que reconocer que soy un escultor del siglo XX. Los artistas visuales o artistas plásticos del siglo XXI son ustedes. El acostumbramiento también puede darse en los propios artistas, cuando se quedan con una imagen que les dio sus frutos. (…) Nadie inventa nada, nadie es autodidacta. Todos, en algún momento, vimos algo que nos emocionó, que nos apasionó, que nos atrajo o que nos despertó algún interés y que nos llevó a recrear o reinventar una imagen. Cuando yo hice toda la serie de los monstruos de la guerra fue producto de la invasión norteamericana de Afganistán y de Irak. Cuando yo estaba en la escuela les decía a mis alumnos, mientras hacíamos los murales en la puerta: “Ustedes imagínense que anoche pasaron en el noticiero que por un error de cálculo una bomba cayó en una escuela y mató trescientos chicos”. Yo les decía que no puedo permanecer indiferente frente a esto, yo tengo que denunciarlo, tengo que mostrárselos, hacérselo ver a ustedes. Frente a eso no puedo permanecer, como hombre, como ser humano, como un tipo que se considera sensible y emotivo, absolutamente indiferente.

MK: Hablemos ahora de los Salones.

OS: Lo que hay que hacer, y es lo que nosotros estamos peleando, es facilitar fletes y lugares de concentración. Porque hacer selección por zonas no da resultado: en las provincias se presentan tres escultores y elegís dos, y acá en la capital se presentan 150 y te dejan elegir sólo 30. No hay proporción. Entonces lo que hay que hacer es concentrar todo en un lugar pero darle la posibilidad a la gente del interior de que no tenga que pagar el flete, para que puedan exponer. Y sobre todo a los jóvenes. Hay infinidad de casos. Hay que buscar alternativas, hay que buscar espacios. Yo una de las cosas que planteé en la comisión directiva es la necesidad imprescindible de hacer muestras rotativas por todo el país. Pelear, por ejemplo, para que la obra que tiene como patrimonio el Palais de Glace  y el colectivo que tiene en la puerta, hagan muestras rotativas en Paraná, en Concordia, en Nogoyá, donde sea. Pero que vayan recorriendo el país haciendo muestras. Eso hace que la gente tome contacto con la historia viva de la plástica nacional. Y hay cientos de obras en los depósitos de los museos haciéndose pelota. Y lo jodido es que la obra termina deteriorándose y no la recuperás más. Pero ese tipo de cosas las podes controlar cuando tenés una política coherente.

MK: Y llegamos ahora a la ley de museos. La ausencia de esa ley, tan necesaria, es poco coherente con las intenciones que se tienen de las artes plásticas.

OS: En realidad la ley de museos a lo que apunta es al presupuesto. Si vos tenés presupuesto podés hacer una planificación a corto, mediano y largo plazo. Lo primero que tenés que hacer, cuando te haces cargo de un museo, es una puesta en valor del patrimonio: un inventario y reconsideración de cada obra (biografía del autor, técnica, materiales, propuesta estética, temática: todo resumido y en una ficha que se ubica detrás de la obra). Una vez hecho eso tenés que establecer realmente cuál es el espacio con el que contás y cuál el presupuesto con el que contás. Y lo que tenés que tener claro es qué carácter le vas a dar al museo: o un museo netamente patrimonial o un museo con distintos segmentos, como pasa en el Caraffa, con obras patrimoniales y de valores emergentes. Si vos tenés interés en hacer ese tipo de trabajo lo que tenés que tener es un equipo realmente capacitado para hacer la selección de obra. Porque no cualquiera debería exponer en un museo: hay que jerarquizar el museo estableciendo un nivel de calidad en la obra. Y lo que se puede hacer, que es muy importante, es sacar el museo a la calle. Por ejemplo, tener la posibilidad de exponer la obra escultórica que puede ser expuesta al aire libre. O sino otras actividades: cuando yo fui director del museo municipal de Quilmes organicé una muestra didáctica con distintas obras: paisajes, retratos, grabados, esculturas. Un grupo de 40 obras. Entonces convoqué a una cantidad de instituciones: sociedades de fomento, escuelas, bancos, cooperativas, clubes, que yo sabía que tenían un espacio apto como para hacer la muestra. Así hice una muestra itinerante que estaba un mes en cada lugar. Además cada persona podía llevarse un catálogo en forma de periódico que hice con el diario zonal, proponiéndoles hacer ese suplemento con la publicidad que ellos quisieran. Entonces todo el que iba a la exposición se iba con un diario color que era el catálogo de la muestra. ¿Vos te das cuenta todo lo que se puede hacer en un museo? Tenés un sin fin de posibilidades. Lo único que tenés que saber es el presupuesto con el que vas a contar.

MK: En estos últimos meses el tema más importante en el orden de los museos públicos fue el que surgió a partir de la muestra “Ultimas tendencias II”. Allí los Artistas Organizados, en un reclamo coyuntural y genuino, hacen una denuncia al MAMBA por este canje entre donación y legitimación artística.

OS: Claro. En realidad no es donación sino que es una apropiación ilegal de obra porque se apropian de tu obra y hacen usufructo de ella. Porque a cambio de darte un espacio se apropian de tu obra. Es ilegal. Se apropian de la obra y de su propiedad intelectual.

MK: Exacto. Lo que a mi me llama la atención es que se hable de legitimación pero no se ponga en tela de juicio que el museo se acomode como el garante y rector de la legitimación. ¿No habría que cuestionar eso también?

OS: Bueno, justamente. Nosotros desde la SAAP venimos planteando que debería existir un colegio de jurados. Integrado por gente que fundamentalmente ya no tenga la posibilidad de acceder a los premios. Aquellos que ya no tenemos interés en seguir pujando para posicionarnos y ganar espacios. Entonces si vos conformás un elenco de artistas, gente que está más allá del bien y del mal, y ellos son los que realmente dan el aval para el reconocimiento de obra, es como que de alguna manera estás garantizando un cierto nivel de calidad. Por ejemplo, en la Capital Federal existe una ordenanza que establece que cuando una obra va a ser ubicada en un espacio público debe ser autorizada por el Concejo Deliberante, más específicamente por una comisión de cultura. Comisión que integra un grupo de legisladores, no la integran idóneos en la materia.

MK: Sabemos que la política es parte del entramado de los museos. Pero ¿cómo ve la relación que se establece entre los capitales privados o las figuras de ese ámbito que se insertan en los museos estatales?

OS: Mirá, yo creo que el estado tiene que resolver la parte cultural por sí mismo. Si existe un aporte desde lo privado puede ser a través de otros canales pero no a través de la vía orgánica del museo. Yo creo que usar la vía orgánica del museo para manejar fondos dentro del museo les da a los capitales privados una omnipotencia y un poderío que hace que después puedan definir políticas dentro de la estética del museo. Entonces, y esto es una opinión personal no de la SAAP, yo no lo acepto. El aporte puede ser bienvenido pero tiene que llegar por otros canales.

MK: ¿Y ese acaparamiento de lo público por parte de lo privado se le fue dando pie con la Ley de Mecenazgo?

OS: No, yo creo que la Ley de Mecenazgo está muy bien: cumple una función. Cuando funciona bien, claro, como en el caso de la Fundación Urunday. En cambio hay asociaciones de amigos, por ejemplo, que se sienten hasta con derecho a influir en la política de los museos. Cuando en realidad deben estar al servicio de la política del director del museo, no para condicionarlo. Pero lo jodido también es otra cosa: ¿vos sabías que Macri congeló los premios del Salón Manuel Belgrano? La Legislatura aumentó los premios y Macri los vetó. El que lo está peleando es Di Vruno, el presidente de APA, asociación que nuclea a todos los premiados en Salones. Porque pensemos que hoy los premios son una miseria, no pueden solventarte ni el marco.

MK: ¿Y cuál es el obstáculo para que se haga la Ley de Museos?

OS: Los obstáculos no existen en la medida en que exista una política cultural clara. Lo que sucede es que no habiendo, de parte de la Dirección de Cultura de Coscia, una política estructural… Acá lo que se busca, cualquier gobierno lo busca, es la demagogia fácil de lo populista y lo llamativo, lo que atraiga al común denominador de la gente.

MK: Sí. Y no creo que usted use el término “populismo” peyorativamente.

OS: No, claro que no. No como temor a algo sino al contrario: el populismo mal entendido. Acá en Berazategui tienen muchos centros culturales y han traído un montón de muestras importantes, de reales valores, como Pujía por ejemplo. En Quilmes, en cambio, consideran que la convocatoria popular debe tenerla el tranvía que traen para exhibir y hacer circular algunas cuadras por el centro. Fue realmente un éxito pero como aporte cultural no tiene mucha relevancia más allá del divertimento de los chicos. Lo que pasa es que en política cultural tenés que tener un proyecto muy bueno. Y lo que falta es gente capacitada. Y en el campo de la plástica no se termina de definir esa capacitación. Las escuelas de bellas artes tienen un gravísimo problema: hay dos facetas, el de las escuelas que intentan formar artistas (que en realidad nunca vas a formar artistas) o aquellas que forman docentes. Y esto también se discute en muchas partes de Europa, cosa que yo pude comprobar en un Simposio en Italia. Lo que sucede con este problema es que generalmente los que ocupan los cargos directivos de las academias son pedagogos que no lograron realizarse como artistas plásticos o artistas que no lograron realizarse simplemente. Y esos son los que pasan a los museos.

MK: Pero más allá de estas dos vertientes, en su obra y su vida hay algo aún más fundamental, que es el conocimiento político. ¿Qué rol debe tener la política para la formación del artista?

OS: Eso depende de cada artista, pero es una conducta.

MK: Entonces la política se transforma en un límite ético.

OS: Claro que es un límite ético. Había un dirigente político que decía que además de estar capacitado para ejercer su cargo también era honesto. Cuando en realidad la honestidad es una condición sine que non, porque ser honesto debería ser una cualidad innata en el ser humano. Pero hay hombres que no tienen escrúpulos.

MK: Respecto de la Ley de Pensión hay algo muy interesante, en relación al rol transversal de la política en el arte, porque supone el carácter trabajador del artista como un engranaje de la sociedad.

OS: El artista es un trabajador. En las discusiones que se dieron alrededor del proyecto de ley había quienes temían que con esa ley los artistas fueran iguales a los trabajadores. Y nosotros estábamos teniendo esas discusiones justamente en el sindicato de los encargados de edificios. En definitiva lo que vos estás haciendo es un trabajo, y eso es lo que la gente debe entender. No estoy desvalorizando el trabajo del artista, es un trabajo intelectual: como el del docente, como el del científico. Estás haciendo un trabajo. Si pensamos lo contrario comenzamos a creer eso de que dedicarse al arte nos obliga a buscar alternativamente otra forma de vida. Yo fui un laburante toda mi vida y lo voy a seguir siendo, porque esto es un laburo. Pero a mi me costó un montón, y si tengo una cierta tranquilidad económica fue después de mucho tiempo. Y trataré de vivir y de disfrutar porque soy feliz haciendo lo que hago. A lo mejor alguno me ve y considera que es una estupidez todo esto que hago…

MK: ¿Y cree que el arte puede cambiar esa visión?

OS: Yo creo que el arte no puede cambiar nada. A lo sumo podrá ayudar a generar una toma de conciencia. En determinados sectores que tienen acceso al arte. Nosotros tenemos que tener en claro que, sin ser una elite, somos un grupo minoritario: no somos la mayoría. Hace unos meses estuve en Cajabamba, Perú, y la gente nos miraba sin saber lo que veía.


La entrevista duró muchas horas más y muchas cosas más dijo Oscar Stáffora para terminar de consolidar la coherencia que lo caracteriza. “Yo no se a dónde hubiera llegado la cultura americana si no hubiera tenido la invasión española”, me dijo en un momento. Y quizás hoy Stáffora crea, milita, lucha y participa sindicalmente para reclamar algo de aquel destino truncado.


lunes, 24 de septiembre de 2012

Lo real, la memoria - "Lo real, la mirada" en el Palais de Glace (Revista de Arte Magenta - Agosto de 2012)


Por Marcos Krämer

Desde hace casi un siglo la relación entre el arte y el psicoanálisis tiene, para el público no especializado, una única manifestación: el Surrealismo. Allá por 1924, André Bretón publicaba su manifiesto y sin saberlo daba vida a la última vanguardia del siglo XX.

La muestra “Lo real, la mirada”, que exhibe hasta el 16 de septiembre una variada muestra de artistas argentinos contemporáneos, busca establecer al psicoanálisis no ya como modo de entender un estilo artístico particular sino como modo de producción y comprensión de las producciones artísticas en general.

Si bien las obras expuestas incluyen soportes, técnicas y propuestas diversas, claramente muchas de estas producciones no podrán incluirse a la perfección dentro de la tendencia surrealista. Fundamentalmente por dos razones: en primer lugar, el surrealismo se ha diseminado en pequeñas dosis en una gran cantidad de movimientos, tendencias o artistas individuales desde su disolución; en segundo lugar, los mismos artistas que aquí se presentan no se consideran como un grupo ni mucho menos. Y quizás esa sea una de las mayores virtudes de su curador, Luciano Lutereau. Porque desde la lectura del texto curatorial que introduce la exhibición logramos comprender que el afán y objetivo de la muestra es el de ofrecer la gran capacidad abarcadora del psicoanálisis para el abordaje de las manifestaciones artísticas, sean estas las pinturas de Labaké, el automóvil de Montecucco o las imágenes digitales de Fabiana Barreda. Así, la exhibición se construye alrededor de varios ejes temáticos: la escena, la pantalla, la cosa, el velo y la mirada del retrato, nucleando las obras en torno a estos conceptos.

Sin embargo, mientras todos estos ejes se incluyen en las palabras iniciales de Lutereau, hay un solo eje que ha merecido un cierto ocultamiento: la mirada del retrato. Y es precisamente allí donde más mérito logra la exhibición, más específicamente en la fotografía de Clara Tomasini.

Luego de observar la proliferación de colores, los grandes tamaños de las pinturas o el modelo a escala real de un auto ficticio, la pequeña fotografía de Tomasini, “Autorretrato” (2011), es la invitación a la más íntima y cuidada observación. Y es aquí donde ingresa un aspecto que ha trabajado el psicoanálisis: la memoria.

La fotografía privada, la que muchos de nosotros hacemos en circunstancias cotidianas, tiene un profundo anclaje con la memoria. Funciona, a destiempo, como una útil herramienta para su reconstrucción: ella nos ayuda a recordar una fiesta entretenida, la cara de nuestros abuelos, o la sonrisa perdida de nuestra propia infancia.

La obra de Tomasini esta allí, frente a nosotros, aunque también a destiempo, remitiéndonos a un pasado que intuimos, que no conocemos con exactitud. Quizás sea el color amarronado del blanco y negro, o las pocas prendas antiguas que ella viste en la imagen. Nos remite, es cierto, a alguna foto de bordes recortados, ya amarillenta, de alguna caja familiar (la fotografía de Tomasini tiene la medida de la palma de una mano). Pero es algo más: la fotografía está hecha sobre un vidrio transparente, como si la hubiera pintado a mano con acuarelas, con las hermosas imperfecciones del trabajo manual. Y tiene la delicadeza con la que, quizás, nuestros abuelos tomaban la cámara entre sus manos. Es lógico, utilizó en ella una técnica ancestral, de los inicios de la fotografía (el colodión húmedo) cuando la práctica fotográfica aún buscaba desprenderse del lastre de la pintura. La fotografía hace tener memoria a la materia bruta, escribió  Benjamin.

La memoria es una forma de ficción, y viceversa. Pero aún cuando nos esforcemos por reconstruir la memoria perdida en la imagen de Tomasini, nunca lo lograremos: la circunstancia de esa fotografía, su contexto, es irrecuperable pues no nos pertenece, es de ella y solamente de ella. Porque es un autorretrato. Entonces, otras son las preguntas: ¿cómo construimos la memoria?, ¿cómo recordamos?.

Para Freud el aparato perceptivo funcionaba como un “block maravilloso”: una tableta compuesta por una capa de cera oscura, enmarcada en un papel, sobre la cual se coloca una fina hoja transparente. Se escribe sobre la hoja con un punzón, y cuando se quiere borrar sencillamente se levanta delicadamente este papel. Sin embargo, la capa de cera guarda de modo permanente la huella de lo que se ha escrito. Esta capa es la memoria.

Pero esta memoria, esta lámina de cera, no resguarda ordenada y separadamente los recuerdos: todo lo que hemos escrito, en momentos distintos, se mezcla, se cruza. Si pasara la mano sobre la mesa de madera en la que escribo, o la mesa de cualquier bar, en las que se han escrito cartas o direcciones sobre un papel, sentirán que aún guardan, para siempre, las marcas superpuestas de todas esas letras, en relieve. La memoria es un conjunto de largos sucesos atropellados.

La fotografía de Tomasini no representa su cuerpo ni ningún otro elemento con una “perfección fotográfica”. Su figura se entremezcla y se encima con el fondo que tiene detrás, con las hojas de una planta que tenía cerca, con los propios accidentes del revelado, como si fueran paños traslúcidos. Porque la fotografía de Tomasini no es una herramienta de la memoria. La fotografía de Tomasini es la memoria. En el Manifiesto Surrealista André Bretón escribió: “El hombre se convierte, principalmente cuando deja de dormir, en juguete de su memoria.” Y el surrealismo ha dado espacio a excelentes fotógrafos: Man Ray, Nathan Lerner, Jacques-André Boiffard.

La muestra propone, dijimos, que el psicoanálisis pueda convertirse en una teoría estética apta para la producción de imágenes, es decir, convertirse en un marco de contención suficientemente amplio para que los artistas creen sus obras. Sin embargo debemos ir más allá si pretendemos ampliar los límites del arte: debemos encontrar los objetivos mismos de la producción artística, y desde allí (y solo luego de ello) encontrar las teorías que nos permitan producir. Entonces, ¿cuáles son esos objetivos?

La exhibición se presenta, desde un primer momento, como la separación entre “lo real” y “la mirada”, y entiende “lo real”, según palabras del curador, de acuerdo a la teoría psicoanalítica de Lacan: lo real es lo que se muestra, sin dar lugar a los símbolos, a las intuiciones o al ser. Y lo que se muestra tiene como eje la propia mirada subjetiva. Sin embargo hay algo aquí que no se tiene en cuenta: la finalidad de la mirada.

Entender las obras expuestas como meras “formas de la mirada” o a los propios artistas como “sujetos afectados por un deseo de ver” nos impide comprender lo que muchas de estas obras tienen allí atravesado. Toda mirada se establece frente a lo real con voluntad de modificarlo, cargada de un mayor o menor nivel de inconformismo. Mirar es siempre estar posicionado y buscar transgredir lo real con esa mirada, subvertirlo, revolucionarlo. Y es esa mirada crítica lo que debemos encontrar en las obras expuestas: la batalla que proponen las fotografías de mujeres de Hersilia Álvarez, la crítica de los cerebros autónomos de Pelissier, el frágil comportamiento de la memoria en la obra de Tomasini. Todos allí, a los gritos, en voz baja o en silencio; en nombre de la civilización occidental, del género femenino o a cuenta personal, tienen el deseo íntimo de modificar lo que han observado. 

Quizás entonces lo que falte aquí para comprender la mirada, además de una teoría psicoanalítica, sea una teoría política. Para los surrealistas, el conocimiento del inconsciente debía tener como única consecuencia: su completa liberación, el majestuoso, brutal y anárquico desencadenamiento de los deseos; mientras que para Freud, el psicoanálisis debía lograr reinsertar al hombre en su sociedad, casi mansamente. Así, tal como los surrealistas, debemos pensar que el psicoanálisis es la base de la libertad individual, pero que la libertad social, siempre que la deseemos, solo se logra a través de la política y su compromiso por modificar esa realidad. La mirada es, así, el punto de confluencia de esas dos libertades. Y sólo desde allí se plantea en disyunción con lo real, mostrándolo pero para combatirlo.

“Lo real/ La mirada”” – Palais de Glace. Posadas 1725 (CABA)
Desde el 16 de agosto de 2012 al 16 de septiembre de 2012

Artistas: Hersilia Alvarez, Fabiana Barreda, Pablo De Monte, Leo Garibotti, Carolina Gori, Andres Labake, Ana Montecucco, Marcelo Pelissier, Natalia Pendas, Luciana Rondolini, Gustavo Silveti, Clara Tomasini, Julia Zárate

miércoles, 1 de agosto de 2012

Esteban Videla. Buenos Aires en sí misma (Revista de Arte Magenta - Julio 2012)


Por Marcos Krämer


Hace algunos meses atrás recorrí la ciudad de Bogotá con un hombre de ochenta años, con quien comí y caminé durante más de tres días, casi ininterrumpidamente. Veía sus piernas moverse, detenerse y cansarse con la voluntad de un caballo y su espalda cada vez más encorvada, veía su rostro cuando me miraba y señalaba alguna esquina con los labios y los ojos entrecerrados como si buscara algún recuerdo. Detrás de su rostro, siempre la ciudad, su ciudad. A partir de allí, el silencio y la contemplación.
Aquel hombre sabía que para observar una ciudad no es necesario describirla. Aquel hombre lo sabía porque aquel hombre era poeta: cada mañana escribía antes de salir a caminar.

Desearía ser yo guía de esta ciudad, ser yo hoy el que acorte las palabras, el que se detenga en cada sitio que me gusta, el que le presente la ciudad en la que vivo desde hace 25 años. Pero surgen, entonces, algunas preguntas: ¿qué mostrar de esta ciudad? ¿Qué elegir de esta ciudad donde nacimos y a la que hemos sabido apuñalar con nuestra adolescencia?
Esteban Videla también nació en Buenos Aires, en 1984, y parece haber querido responderse aquellas mismas preguntas. Las respuestas, aún frescas (el óleo puede olerse allí dentro), se exhiben en el British Arts Centre.
Las primeras vistas de Buenos Aires, esa ciudad que comenzaba a despegarse de su pasado colonial, son acuarelas y óleos realizados por artistas extranjeros en los primeros años luego del proceso revolucionario de principios del siglo XIX: aparecen allí algunas barrancas, las costas anegadas y a veces, en pequeño tamaño, escasas construcciones. Lejanos, tristes, los edificios parecen estar esperando que alguien los acerque a quien los mira, como con timidez.
Ambas experiencias, la de mirar una ciudad en pleno nacimiento y la de mirar una ciudad que nos precede, como hace Videla, marcan desde un inicio sus diferencias. No solamente por aquello que se le presenta al artista en cada siglo, como las costas ya inexistentes en la Buenos Aires de Videla, el cielo en lenta desaparición o los edificios que ahora se acercan casi hasta interrogarnos. También se diferencian por aquello que hace únicas esas experiencias: el pintor que tienen delante.

En aquellos años del siglo XIX, los pintores arribados a Buenos Aires se veían casi en la obligación de pintar con el asombro entre sus manos: un continente distinto, una ciudad en construcción, el sonido nuevo de las palabras en el ambiente. Aún sus retratos de ciudadanos, como los de Essex Vidal, llevan sobre sí esta carga de asombro, como si las obras fueran más una reproducción de lo visto que de lo vivido. Sin dudas que el siglo XIX ha dado artistas que pudieron pintar algo más que aquello que observaban. Sin embargo, estas primeras vistas son la materialización de aquella distancia implícita e inflexible entre observar algo y vivirlo.
En el caso de Videla sucede exactamente lo contrario: el pintor olvida lo que observa para vivirlo y darle vida. Porque si bien no hay figuras que deambulen por sus paisajes, no es una Buenos Aires detenida y desolada, acartonada. Hay en estas obras algo cercano al movimiento. No me refiero a la materialidad, es decir, al relieve exagerado de los óleos, casi escultóricos. Me refiero a todo lo que renunciamos cuando comenzamos a vivir, al momento en que nace el movimiento y anulamos la distancia con aquello que observamos: hay ciertos pintores que aceptan la pérdida que implica abandonar la observación y aproximarse a lo que se pinta. Por eso, quizás, Videla nos recuerde a los Expresionistas, no por su técnica.
En estas pinturas de Buenos Aires no hay asombro porque no es la primera vez que Videla se enfrenta con aquellos edificios o aquellas esquinas. No son los paisajes exóticos de un viaje al extranjero ni los paisajes de Kokoschka en sus casi eternos escapes del nazismo por todo el territorio europeo. Son más bien el monte Sainte Victoire de Cezanne, la obstinación por encontrar el modo de describir aquello que veía Cezanne todos los días desde la ventana de su taller. Por eso estas obras de Videla no se detienen en los detalles, no son ganadas por el asombro y la descripción de la minuciosidad. Quizás falten en ellas algunos pormenores que Videla ha decidido olvidar.
Pero nos equivocamos si esperamos encontrar en estas obras las efímeras delicias del reconocimiento fotográfico. Y es justamente por esa ausencia que nos detenemos a mirar estas pinturas; y también por eso no nos cuesta reconocer las esquinas, los edificios, los movimientos, aún cuando no sean perfectamente similares: porque es la ciudad vivida la que tenemos delante de nosotros, no la meramente observada. Es como cuando reconocemos a un amigo tan solo viéndolo caminar de espaldas, sin necesidad de verle el rostro o escuchar su voz: está en juego allí lo que nuestros ojos no saben que observamos, lo que atesoramos de una persona o de un paisaje sin que podamos describirlo. Por eso las pinturas de Videla no son como una cuidada serie de postales turísticas. Está aquí presente todo eso a lo que renunciamos y lo que nos devuelve la ciudad cuando comenzamos a vivirla y dejamos de observarla.
Acaso a eso haya debido enfrentarse Videla cuando comenzó a pintar estos paisajes.
Sin embargo, detenerse sobre el escenario de nuestra vida es más una lucha contra el tiempo que contra lo visible, y Videla lo sabe, o al menos eso podemos pensar cuando observamos sus cuadros.
Hay dos poemas que Borges dedica específicamente a Buenos Aires. Llevan ambos el nombre de la ciudad y están uno seguido del otro en el libro “El otro, el mismo”. Allí, cada uno de esos poemas está detenido sobre tiempos distintos, en lo que fue y en lo que es Buenos Aires para el poeta, pero la sucesión de los poemas convierte esos tiempos distintos, separados, en algo continuo y contradictorio. Son dos poemas, y no uno, sobre la misma ciudad. El primero de ellos finaliza: “Ahora estás en mí. Eres mi vaga suerte, esas cosas que la muerte apaga”, pero solo para que el otro poema comience con los siguientes versos: “Y la ciudad, ahora es como un plano de mis humillaciones y fracasos”.
Aquel “ahora” donde se juntan los tiempos es el de la escritura del poema, el del momento en que se agarra una pluma o un pincel, o unas espátulas y algunos pomos.
¿Cuál es aquel “ahora” de la Buenos Aires de Videla?, ¿a qué tiempo lo ha llevado cada una de estas vistas?. Esta que tenemos en frente es la ciudad que Videla elige mostrarnos, la que él recuerda o conserva, la que él vive. Ni la de Faradje, ni la de Roberto Arlt ni la de Quinquela. Y por allí comienza a inmiscuirse el tiempo al que se refiere esa Buenos Aires.
Si bien no podemos precisar la hora del día que se representa en sus cuadros (si es el momento cúlmine de la tarde o el de la mañana) sí podemos pensar que todos pertenecen a la misma estación, el verano. Quizás sean los propios movimientos curvilíneos de la espátula, frescos como un chapuzón, pero estos paisajes de Videla tienen la urgencia y la vehemencia del verano en Buenos Aires, de un encierro tropical. No son paisajes fríos, invernales, como los de Brueghel o Vermeer sino fervorosas y acaloradas visiones de la ciudad. Pero no son sus colores los que nos hacen pensar en el verano, porque sino también lo harían los paisajes de Kandinsky o Marc que utilizan colores similares. ¿Y de dónde surge, entonces, el verano de esta Buenos Aires? Quizás sea ese “ahora” en el que se arremolinan los tiempos para Videla: la niñez que recuerda o tal vez desea rememorar. Él mismo lo señala cuando explica que detrás de cada obra hay una historia que la auxilia: un paseo de niño o los recuerdos de su bisabuelo, por ejemplo. Porque la infancia es un momento donde no existe el frío, porque la infancia es un lugar donde siempre es verano. Y aún cuando intentemos recordar el frío nunca va a ser lo mismo que imaginarlo, porque el recuerdo trae siempre, entre sus manos transpiradas, la cálida sensación de volver a vivir olvidando los detalles de lo que hemos observado.

“Esteban Videla. Buenos Aires” – British Arts Centre Suipacha 1333 (CABA)
Desde el 4/07 al 27/07
 http://www.revistamagenta.com/index.php/buenos-aires-en-si-misma/

sábado, 30 de junio de 2012

Ut sculptura poesis. Esculturas en la colección del MAMBo (Revista de Arte Magenta - Junio 2012)



Por Marcos Krämer

Como ocurre con los recuerdos o con los objetos heredados, y tal como sucedía entre los incas con las momias de sus antepasados, a veces es necesario que las obras de arte se descubran nuevamente, que se las devuelva a la luz de las miradas transitadas por el presente, como en una especie de rito. No solo por el cariño que produce volver a verlas sino también por las discusiones que regeneran.

Entre el 20 de Marzo y el 22 de Abril, el Museo de Arte Moderno de Bogotá, a través de su Departamento de Curaduría, se propuso exhibir un reto: la selección de 100 obras escultóricas de su gran acervo patrimonial, prólogo de lujo a la próxima edición del catálogo definitivo. Allí, finalmente, el descubrimiento será completo: se darán a conocer públicamente las casi 3000 obras que el museo posee actualmente.

Ahora bien, ¿qué implica esta selección? ¿qué acarrea este redescubrimiento? Fundamentalmente, una lectura transversal de la plástica colombiana e, inevitablemente, del camino eternamente replanteado del arte americano. Porque en este camino sinuoso de su patrimonio escultórico, dibujado por María Elvira Ardila, curadora de la exhibición, las piezas escultóricas de Beuys, Oldenburg, Arp, Dalí y Matta ocupan tan solo un espacio secundario y casi irrelevante. Por el contrario, los protagonistas son otros.

En el relato de identificación nacionalista que la década del 40 había vuelto a plantear sobre las artes plásticas americanas, las esculturas de Edgar Negret y de Eduardo Ramírez Villamizar tienen una trascendencia axial para Colombia. Sin embargo, su valioso aporte no será plenamente comprendido si no mencionamos un primer gran descubrimiento para la escultura colombiana: en 1944, el escultor español Jorge Oteiza toma contacto directo con las esculturas megalíticas precolombinas de la cultura agustiniana del valle del Río Magdalena, y es en aquel mismo año cuando escribe en su Carta a los artistas de América: “América es, teóricamente, hoy, el lugar público para la realización de una cultura nueva. Sólo americano quiere decir mañana, hombre del porvenir, nuevo modo de sentir y de reaparecer”.

Tomados de esas riendas, y sin perder de vista a Torres García, Negret y Villamizar, con sus esculturas de aluminio o metales oxidados, con sus figuras geométricas con referencias a las “abstracciones” precolombinas, reinterpretan los secretos sagrados y ocupan así el primer espacio de exhibición que la curaduría reservó a estos dos grandes pilares. El diálogo entre la vanguardia modernista y la tradición precolombina y americana se establece como fundante, dando lugar a una geometría de la esperanza.

Continuando con el relato museográfico, de cierta linealidad histórica, María Elvira Ardila ubica a Feliza Bursztyn como la gran disruptora del lenguaje escultórico colombiano: la inserción del movimiento en su obra Cuja (1974), tan sencilla como una cama con un motor bajo una sábana de seda, le da el adjetivo de “cinética” a una tradición artística que lo desconocía; y la utilización de chatarra, como en Encaje de Bruselas (1972) y Clitemnestra (1963), ayuda a Bursztyn a tomar la discusión de género como una preocupación personal.

Observando las producciones de los 70, las experiencias del Pop se hacen evidentes de la mano de Naturaleza casi muerta (1970), una cama de lata donde Beatriz González establece un nuevo diálogo con las imágenes populares de su país, interviniéndola con una imagen emblemática de la ciudad de Bogotá, el Señor Caído de Monserrate.

La figura de Bernardo Salcedo, cuya irreverencia e ironía duchampiana lo han ubicado en las líneas del Neodadaísmo, se hace explícita en las dos cajas blancas que exhibe en esta oportunidad el MamBo: objets trouvés, inútiles y desinteresadamente estéticos se ensamblan con el único objetivo de provocar una discordancia. Los enormes huevos a punto de caer de las puertas entreabiertas de la caja blanca son la imagen desolada que nos entrega Lo que Dante no sabía: Beatriz amaba el control de la natalidad (1966).

Enseguida, una especie de minimalismo colombiano, oxidado y rústico, consolidado durante la década del 80, se presenta con una acertada distribución espacial: las obras monocromáticas, al ras del piso, permiten entender muchas de las búsquedas táctiles y sensoriales de Hugo Zapata, John Castles, Álvaro Gómez y Germán Botero, entre otros.

Desde aquí, ambos trabajos de Elias Heim y Carlos Blanco dan un cierre no decisivo al derrotero histórico de la escultura colombiana. Dejan, con sus obras exhibidas, sin embargo, la sensación de una apertura aún más ancha en al porvenir del arte conceptual.
Sin embargo, el recorrido finaliza con los trabajos en cerámica de Nadin Ospina y Cecilia Ordóñez, que permiten establecer una nueva lectura de las raíces precolombinas en el marco de la transculturación. O bien la obra Corona para una princesa chibcha (1990) de Ma. Fernanda Cardozo, capaz de ser leída tras las aún latentes reivindicaciones indígenas contemporáneas.

No obstante, de entre todas las características de la disciplina que ha sabido invertir la escultura moderna, hay una que en esta exhibición se destaca por sobre todas y que enfrenta al propio observador al momento de apreciar cada una de las obras expuestas: ¿cómo mirar una obra escultórica?

Desde la antigüedad, las artes se han visto categorizadas o diferenciadas de acuerdo a sus objetivos más específicos. Así, durante el Renacimiento, la pintura buscó jerarquizarse a través de una comparación con la poesía. Ut pictura poesis, escribió Horacio. Como la pintura es la poesía, repetían los teóricos italianos.

Más allá de las referencias directas que los artistas expuestos hacen a la poesía (es el caso de Salcedo y Dante, el de Heim y Paul Celan o el de Peláez y Pessoa), es ahora la escultura moderna la que deja ver un fundamento poético entre sus creaciones más sintomáticas. Según Rosalind Krauss, las modernas formas escultóricas, figuras ambivalentes y desdefinidas, no deben ser observadas desde un punto de vista determinado visualmente sino a través de la construcción de un estado.

Este estado, alejado plenamente de la narración y que exige un acercamiento contextual y anímico completo es, sin dudas, el de la propia poesía. La escultura, como la poesía, ya no representa una observación, rememora una huella. Porque así como la poesía implica un abordaje de la palabra desacostumbrado, donde el lenguaje no cumple las funciones que solemos atribuirle, en la escultura la posibilidad de palpar la textura de los materiales o de acercarse a otras de sus sensaciones choca de un modo brutal con la cotidianeidad misma de los propios materiales. De ese modo, los metales oxidados de Villamizar, como fragmentos de estructuras putrefactos para la vida práctica, construyen objetos reales y de gran belleza; así, el movimiento de los motores de Bursztyn no encuentra causas ni consecuencias; y el sistema de refrigeración de Heim es la presencia amenazante de la muerte.

Unos años atrás Villamizar escribió: “No dejo que la geometría domine mi obra. Creo que la expresión y la sensibilidad tienen que dominar los materiales. Lo que primero debe tener una obra de arte es poesía; sin poesía, sin misterio, sería apenas geometría, y ésta, sola, no es arte”.

Así, la propuesta del MamBo no solo parece haberse propuesto marcar un recorrido amplio de la escultura colombiana sino también subrayar los pasos que ha dado el arte escultórico hacia los objetivos más íntimos y olvidados de las Vanguardias.




lunes, 18 de junio de 2012

Lajos Szalay - La mirada sin lugar (Revista de Arte Magenta - Junio de 2012)


Por Marcos Krämer

Quienes nunca han visitado un ciudad lejana deberán evocarla siempre influenciados por relatos ajenos o tan solo mirando un mapa con atención, con ansias. Así su geografía, los nombres de sus calles, el dibujo de su trazado o los ríos que la atraviesan comienzan a agrandarse y a tornarse fantasiosos, alucinantes frente al mapa. Pero hay veces en que la desesperanza es un inmenso obstáculo a la imaginación.
Lajos Szalay llegó a Tucumán en 1949 con 40 años de edad, en busca de trabajo, abandonando el rastro de la guerra y lo que ella había hecho de Paris y de su país natal, Hungría. Con varios e importantes premios a cuestas, es nombrado jefe de la sección de dibujo del Departamento de Artes de la Universidad de Tucumán. ¿Qué trajo en sus valijas? ¿Qué decidió dejar olvidado?
Cuando Szalay llegó a la Argentina no solo había sido un observador partícipe de la Segunda Guerra Mundial sino que se había detenido a mirarla mientras la padecía, mientras la transitaba. Su rol como corresponsal de guerra no le había dado la oportunidad de observar desde un sillón el horror que padecía un continente sino que debía estar en constante movimiento. Szalay no disparaba un fusil pero tampoco podía conversar con los oprimidos por aquellas balas. Su tarea era otra: observar detenido mientras transitaba. Desde allí, no ha dejado de hacer ninguna de las dos cosas: porque dibujar se transformó en un sinónimo de movimiento. Sí, lo sé, puede parecer extraño, porque dibujar algo, siempre es parecido a detenerlo, a congelar su movimiento o a representarlo en un papel inmóvil.
Para una generación como la mía, y como tantas otras que no han tenido la desagradable oportunidad de presenciar o ser conscientes del desarrollo de una guerra, es difícil describir o apenas desentrañar todos las contradicciones y silencios que generan las guerras en sus huérfanos, en sus muertos y en todos aquellos que han decidido callar. Por el contrario, hoy, todo hecho catastrófico o desagradable sólo parece suceder sólo a distancia, desde la inmóvil y coloreada pantalla de un televisor. Frente a ello, la movilidad y la tinta negra de Lajos Szalay vuelven a ser necesarios.
Cuando Szalay se hace cargo de la cátedra de dibujo, el Instituto Superior de Artes lo tenía todo, la Universidad de Tucumán lo tenía todo. Hasta nuestro país llegaría a tenerlo. La pintura, la escultura, el grabado, la danza, las artes dramáticas, la música y las artes gráficas tenían un objetivo común, construido y orientado por la propia universidad: la educación del gusto estético de la sociedad. En este plan de difusión y de extensión cultural, los principales objetivos de la enseñanza no eran otros que el de la práctica artística y su inserción social: se crearon talleres, se presentaron espectáculos, conciertos, exposiciones, conferencias. Eran grandes metas, sin dudas, porque la esperanza era inmensa, como la sonrisa de un niño; pero a la vez limpia, como su llanto acongojado.
¿Qué ansias eran las que guardaba este húngaro emigrado?, ¿sobre la base de qué reconstruiría esa esperanza este hombre atravesado por la guerra?, ¿qué porción de aquella lejana infancia aún quedaba en el cuerpo de Szalay?
Los dibujos que en 1954 compiló la universidad en una monografía visual retoman pequeñas obras en tinta entre 1937 y 1954. No están ordenadas cronológicamente sino por temas. Los casi 150 dibujos están allí nombrados como lo que son para Szalay, pequeñas representaciones de grandes conceptos: La madre, El abuelo, La familia, El profesor. Cada uno de esos dibujos son grandes y rotundas declaraciones que le escapan a la particularidad y a la compleja lógica que se desprende de las experiencias, esa lógica que en la adultez nos señala las diferencias entre las cosas y que no nos permite generalizar. Esos dibujos son para aquel Szalay desesperanzado lo que su niñez era respecto de su propia adultez, la creencia de que el mundo entero era capaz de ser comprendido con pocos años, con pocas líneas. Porque sólo para los niños una madre es “la” madre, un amigo es “la” amistad.
Pero aquel hombre, que según sus contemporáneos tucumanos deambulaba “entre el ensimismamiento oriental y la claridad mediterránea”, no había tenido una niñez solamente cobijada entre los cómodos márgenes que mi generación y mi clase puede reconocer. A los 9 años había exhibido en una exposición infantil de la ciudad de Viena dibujos con temas bélicos. Sin dudas, esa también era su infancia. Y por eso están allí también, entre aquellos dibujos publicados, El muerto, El hombre enfermo, Piedad, El hospital, La guerra, Apocalipsis, La venganza, entre tantos otros.
La mayor parte de esos dibujos parecen haber sido hechos por la misma línea, desde el principio hasta el final, una línea infinita. Muchos han dicho que esa línea de Szalay es una línea torturada. Pero, ¿quién tortura a quién? ¿acaso el dibujante hace sufrir a la línea o hay algo que ya ha hecho sufrir a la mano?
Durante su tarea como corresponsal Szalay, por miedo a perjudicar su mano hábil, aprendió a dibujar con la izquierda: debió erradicar un movimiento innato. La tortura es un dolor que se nos impone, una sufrida sensación que no estamos dispuestos a enfrentar y de la que nunca podremos aprender. Dure el tiempo que dure toda tortura, por efímera que sea, se transforma en una carga negra, opaca, como las líneas que dibuja Szalay. Nuestro país y Tucumán son testigos de ello: hay algunos que pudieron contarlo y desprenderse aunque sea por un rato de esa carga, otros aún no han aparecido para hacerlo.
Aquella carga, transportada por la mirada de Szalay durante tantos años, es la que ha quedado plasmada en los dibujos publicados en 1954. Una carga que no reconocía el lugar donde estuviera: entre 1937 y 1954 Szalay había estado en Budapest, Paris, Buenos Aires y Tucumán, había transitado por todas ellas sin dejar de observar, y en el poco tiempo que pasó en Buenos Aires cuando llegó a la Argentina, realizó 25 frescos dibujos en tinta que se publicaron de inmediato. Nuevamente dibujaba en tránsito, sin detenerse.
Los desastres de la guerra y la infancia se habían desarraigado para Szalay, eran ya recuerdos en constante movimiento, recuerdos sin lugar. Por eso la quietud de sus dibujos es sólo aparente: las líneas se retuercen, viajan, rodean casi sin fin a los personajes que crean.
Pero Szalay no observaba desastres fácilmente reconocibles ni documentaba hechos particulares sino todo lo contrario (hasta representaba escenas bíblicas), y eso nunca puede transformarse en un reproche frente a la ferviente necesidad de ser narrada que tiene la desgracia. Porque, como señaló Jean Paul Sartre, “que un obstinado, en una habitación cuyas ventanas dan a un campo de reclusión, pinte compoteras, no es demasiado grave: peca por omisión. El verdadero crimen consiste en pintar el campo de reclusión como si fuera una compotera”.
Antes de que se despidiera, los jóvenes dibujantes supieron que Szalay no dejaba en Argentina un estilo sino una responsabilidad. Aurelio Salas, Carlos Alonso y Fernando García Curten fueron quienes mejor lo entendieron. Pero hoy es necesario preguntarse: ¿qué responsabilidades sienten ahora las nuevas generaciones?

“Lajos Szalay, la línea maestra” – Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori
Desde el 2 de Junio de 2012 al 15 de Julio de 2012
Av. Infanta Isabel 555 (CABA)

http://www.revistamagenta.com/index.php/lajos-szalay-la-mirada-sin-lugar/

miércoles, 16 de mayo de 2012

Salon Manuel Belgrano 2011 - (Revista de Arte Magenta - Abril de 2012)

Por Marcos Kramer

Desde hace más de seis décadas, el Museo Eduardo Sívori es el centro geográfico desde donde, cada año, se definen algunos de los ejes en torno a los que gira el arte contemporáneo argentino.
La LXVI edición del Salón de Artes Plásticas Manuel Belgrano es, entonces, no menos que una hermosa excusa para redefinir o reafirmar los límites del campo artístico en nuestra ciudad. De este modo, este museo municipal da inicio oficialmente a una prometedora temporada de exposiciones que incluirá las de Lajos Szalay, el Grupo de París o Aurelio Macchi, por ejemplo.
Este año el jurado, elegido a través del Gobierno de la Ciudad y del propio voto de los participantes, ha tenido la difícil tarea de premiar en el marco de una selección previa realmente variada.
 Así, en la categoría pintura el primer premio fue alcanzado por Raúl Mazzoni, un artista largamente educado en la tradición del Arte Concreto argentino y en cuya obra logran confundirse los planos y las dimensiones casi oníricamente y a perpetuidad. Mazzoni afirma, con este reconocimiento, aquello que se le había anticipado en 1995 cuando recibió el Gran Premio de Honor del Salón Nacional de Pintura.
Para la premiación de las obras escultóricas, Dora Isdatne ha sido galardonada por una pieza en madera de grandes dimensiones que, pese a ello, recuerda mucho su extensa y premiada carrera como ceramista: sus volúmenes redondeados o la amplificación de la condición táctil de los materiales.
Alejandro Boim, quien ha recibido el premio mayor en la categoría de dibujo, ha presentado una obra que confirma su talento y la sólida base sobre la que se sustenta su particular obra pictórica.
 Finalmente, en el caso de Rodolfo Agüero y Gladys Echegaray, que fueron beneficiados con los primeros premios en grabado y monocopia respectivamente, está ampliamente fundamentado el reconocimiento, dado el amplio manejo de las características fundamentales de sus propias técnicas.
Sin embargo, es necesario destacar la diferencia tajante que separa a todas las obras seleccionadas, desde la expresividad o minuciosidad de las diversas técnicas hasta las figuras o las búsquedas que en ellas se representan. No hay dudas de que esta heterogeneidad es respaldada por la propia historia del Salón.
Si bien interrumpido por las graves situaciones políticas que atravesó nuestro país, en las que quizás, y paradójicamente, el arte tendría más verdades que exhibir, el Salón Manuel Belgrano fue inaugurado por primera vez en 1945.
 Desde aquel momento, el Museo Sívori, a través de la adquisición de las obras premiadas, encuentra en el Salón “Manuel Belgrano” la posibilidad de hacer crecer su colección patrimonial año a año, otorgándole una capacidad de actualización inusitada para el resto de los museos municipales.
De este modo, las obras de los 13 artistas premiados tendrán el privilegio de formar parte de la colección permanente de arte argentino del museo y de convivir en un mismo recinto con los históricos premiados desde el nacimiento del Salón: Victorica, Badii, Del Prete, Presas, Pujía, Russo, Fioravanti, Kemble, Stupía, Bengochea, Noé, entre tantos otros. ¿Cómo entender esta convivencia?
 Los museos, desde sus inicios, son inevitables constructores de memoria. Así, las obras distinguidas en esta edición pueden ser vistas como las elecciones estéticas de un período histórico determinado: la cultura visual es uno de los fundamentos de los, cada vez más amplios, imaginarios sociales. Sin dudas, entonces, observar las obras que fueron seleccionadas en esta oportunidad, nos permite volver a preguntarnos sobre aquello que tanto ha traspasado al arte argentino y que se encuentra tan estrechamente ligado al ejercicio de la memoria: el problema de la identidad.
El Salón Manuel Belgrano se convierte así en la expresión visual de una problemática identitaria siempre renovada. Afortunadamente esas imágenes estarán allí, durante casi dos meses, esperando ser vistas.

Exhibición Dibujo y obras premiadas (31 de marzo al 15 de abril)
Exhibición Pintura, escultura y obras premiadas (21 de abril al 6 de mayo)
Exhibición Grabado, Monocopia y obras premiadas (12 al 27 de mayo)


miércoles, 29 de febrero de 2012

Querido y remoto muchacho...

Hace unos años atrás leí una novela excelente. Un escritor argentino, ganador de un prestigioso premio editorial, publicaba por fin lo que le había llevado tanto tiempo escribir: la historia de un escultor misterioso que vivía en una casa derruida de una isla del Tigre acosado por los años de la dictadura militar. Hoy, dieciséis años han pasado de aquella publicación, y ese hombre ya no publica ni escribe. No ha publicado ni escrito nada desde aquel momento. Es dueño de una ferretería en alguna localidad de la provincia de Buenos Aires. “Es que escribir… es muy difícil”, fue su explicación. ¿Qué hay detrás de esta confesión? Sin dudas una sinceridad devastadora, y una enorme verdad: escribir es difícil. Pero por qué, es la pregunta.
Generalmente a los seis o siete años aprendemos a escribir: nuestros nombres, los roles familiares, verbos sencillos pero extraordinarios. Lentamente las palabras se van adueñando de nuestros dibujos, van acaparando espacios cada vez más grandes en las hojas, llenas de colores y de líneas. Así, comenzamos a agregar frases o aclaraciones escritas en los dibujos que hacemos: “papá”, “mamá”, “yo”, “te quiero”. Finalmente, pocos años luego, lejos aún de haber abandonado la niñez, la escritura emerge con su mayor fuerza, al mismo tiempo en que el dibujo espontáneo desaparece casi por completo. Basta desempolvar dibujos de nuestra infancia para que nazcan dos preguntas inevitablemente sucesivas e increíblemente desconcertantes: ¿por qué dejamos de dibujar?, ¿por qué comenzamos a escribir?
La escritura es una imposición, así como también lo es la perspectiva: una mesa dibujada desde arriba con sus cuatro patas rebatidas, o un nombre escrito con alguna de sus letras vueltas al revés, seguramente provocará la sonrisa tierna de muchos padres primerizos. Sonríen ante lo exótico que resulta la niñez para las reglas sociales de la vida adulta. Adultos para quien el dibujo ya ha dejado de ser un modo de comunicación, y que no discuten que la escritura y la lectura ya no sean meras alternativas sino obligaciones excluyentes.
Sin embargo aún seguimos escribiendo, mientras que la perspectiva y la representación figurativa llevan al menos un siglo de involuntaria y escurridiza desaparición. Quizás quienes más se han acercado a la eliminación de todo lo que se nos impone al dibujar y al escribir son los Surrealistas. Pero incluso aquel era un movimiento principalmente literario. Por eso fueron ellos, y los dadaístas, quienes mejor comprendieron la necesidad de eliminar el lenguaje para exterminar alguno de los males de nuestra civilización. Nuestra escritura, la alfabética, es la invención humana más abstracta de todas. Cada palabra le da a los objetos que nombra una cualidad general e indeterminada que nunca tendrá.
Por ello la escritura es una actividad casi tan antinatural como el trabajo, aunque resulte paradójico; porque exige la manifestación exterior de procesos que solamente suceden en nuestra mente. Ya no se trata de símbolos que dibujan o resumen lo que buscamos comunicar, como con los jeroglifos o los ideogramas. Escribir es intentar emular, espejar, el modo en el que velozmente se suceden nuestros pensamientos, nuestra voz (de tal modo quiere la escritura parecerse a la voz que cuando un escritor ha creado su mejor obra se dice que “ha encontrado su propia voz”). Escribir, si hablamos de literatura, es querer imitar lo más fielmente posible todo lo que sucede en un encuentro maravilloso, con las palabras que hemos dicho, los gestos que hemos visto, las frases que hemos callado. John Berger ha dicho que escribir es como amueblar una casa: en ambos casos hay que crear (con las palabras, con los muebles) un espacio transitable y amable donde sentirse cómodo. Sin embargo no es algo tan sencillo: para manejar las palabras como los muebles en nuestra propia casa antes debemos haber convivido con las palabras de un modo íntimo y confidencial. Deberíamos habernos acostumbrado, como con los muebles, a su peso, al sonido que hace cada una de ellas, a la textura que tienen cuando están en nuestras manos. Escribir es, sí, trasladar un gran peso, como Sísifo; es atravesar un camino forzoso y agotador para alcanzar la naturalidad y el placer, cuando se alcanzan. Siempre, claro, cada vez que llegamos a conocer la intimidad de los materiales con que trabajamos, la vida diaria de las palabras o de las imágenes, también aprendemos, en ese preciso instante, a respetarlos: como sucede con los amigos, con los familiares, así sucede con las palabras. O quizás sea al revés: escribir o pintar, siempre incansablemente, nos da la posibilidad de que las palabras y los colores nos conozcan y nos admiren, nos revelen su existencia. Esa colaboración que existe entre el artista y el tema sobre el que trabaja es lo que nos impide correr la mirada de algunos autorretratos, por ejemplo, o lo que nos da la posibilidad de amar u odiar al personaje de una novela. Está allí, detrás, la colaboración fraternal entre el artista y lo que ama. Sin embargo aquella colaboración no es total, porque la obra de arte nace en el momento inmediatamente previo a aquella comunión del hombre con el lenguaje, y la detiene. Para Francis Bacon, lo que aparece en la tela es el resultado de la interacción entre los “accidentes” en el trabajo y la voluntad del artista. De allí la insatisfacción eterna de los artistas con su propia obra. Si hay uno, tan solo uno satisfecho, es que su pobreza es más grande que su talento. Sin dudas todo camino artístico, y toda actividad cotidiana en un mayor sentido, son travesías incansables por empujar grandes elefantes de concreto a los que buscamos dar vida y adorar: Pigmalión o Narciso, pero también El Che o los familiares de desaparecidos.
Pero escribir no es igual de complejo y antinatural que el trabajo más alienante. Y es allí cuando la escritura se hermana con las otras artes: las actividades artísticas son las únicas actividades en la existencia humana que no pueden llevarse adelante sin responder una pregunta terrible y constantemente amenazadora, aquella que Rilke ha aconsejado al joven y dubitativo poeta que le transmitía sus dudas: “(…) pregúntese en la hora más serena de su noche: '¿debo escribir?'. Ahonde en sí mismo hacia una profunda respuesta; y si resulta afirmativa, si puede afrontar tan seria pregunta con un fuerte y sencillo 'debo', construya entonces su vida según esta necesidad (…)”
Es quizás esa inquietante pregunta la que hace al arte distinguirse del resto de las acciones humanas, la que nos permite pensar, cada vez que admiramos una obra artística, que todos los hombres debieran construir su vida bajo la misma pregunta. Otro sería el mundo, y quizás el arte tampoco tendría la obligación de existir.
Pero la escritura, sea un ejercicio literario o una nota sentimental a una novia enojada, a diferencia del resto de las artes, convivirá siempre con una amarga verdad: nunca alcanzarán las palabras para expresar todo lo que sentimos. Sin embargo esa misma verdad es, a su vez, la condición de existencia de la literatura. Porque la literatura habita los intersticios que se crean entre las palabras, marca aquellos instantes de indecisión en que la vida no se le ha entregado a nadie, juega con las delgadas franjas en penumbra de los objetos; ni ilumina ni oscurece, confunde. Si las palabras son como muebles que debemos acomodar para lograr transitar amablemente un ambiente, más aún, la literatura es siempre consciente de que caminar por aquel lugar solo está permitido por los espacios vacíos, por los lugares que los muebles han dejado sin ocupar. Tan solo recordemos lo que sentimos en el instante preciso en que terminamos de leer un cuento, una novela o una poesía: cerramos el libro con una suavidad provocada más por la confusión que por la indiferencia, callamos y nos movemos más lentamente, resulta complejo explicar lo que hemos leído, y aún si lo hiciéramos volveríamos a comprobar que no hay palabras suficientes. Nunca las hay. Es allí cuando sonreímos. Y es allí también cuando podemos comenzar a comprender la relación que la escritura tiene con la memoria.
Hoy, aún en un siglo donde los contenidos audiovisuales son preponderantes, cuando una persona está convencida de que su vida es digna de ser narrada, siempre cree que debe ser plasmada en un libro. Esto es, sin dudas, una clara demostración de la fuerte relación que ha establecido el lenguaje escrito con la memoria: se piensa en él como el medio más adecuado para mantener viva la experiencia mientras se la relata del modo más extenso. La literatura es concebida, así, como el único arte capaz de contar una vida en su totalidad y hacerla eterna en el mismo instante.
La escritura, para Platón, era un modo de eliminar la memoria; la escritura era una herramienta que trasladaba todo lo que debía permanecer en la memoria a un papel (o una piedra, o un cuero, etc). Quizás por ello eligió escribir sus obras del modo menos literario posible, como diálogos. Sin embargo, lo que Platón le adjudica a la escritura es erróneo. La escritura, por el contrario, cuando se centra en la narración o descripción de algunos hechos o sentimientos pasados no hace más que potenciar la memoria, afinarla, y ordenar aquello que se encuentra escondido tras el tiempo más cotidiano y superficial. La memoria es un cuarto oscuro, desconocido, donde la luz nos sorprende. La memoria es, en definitiva, como la oscuridad: angustiante, pero necesaria.
Al escribir iluminamos voluntaria pero tenuemente algunas zonas de la memoria y apagamos la luz nuevamente, para recordar ahora con los ojos el aspecto de aquel cuarto nuevamente oscuro. Hay veces en que aquella luz es muy débil, otras en que no tenemos aún las fuerzas para sostener aquella lámpara, pero también hay momentos en que la insistencia de la luz nos ciega y hace daño.
Los recuerdos no existen si no son enunciados, y por ello escribir es hacer la memoria, construirla, pero nunca debilitarla. De allí la relación tan estrecha, al punto de ser simbiótica, entre la ficción y la memoria. Pensemos lo que sucede cuando queremos recordar la escena de una novela que hemos leído: ¿acaso esa escena, al momento de recordarla, no está hecha del mismo material que los recuerdos? ¿no estamos, en ese instante, intentando también recuperar palabras, emociones, imágenes y olores, aunque ficticios? En el resto de las artes, siempre es uno de los sentidos el que predomina cuando recordamos una obra. En la escritura, como en la lectura y en la memoria, son todos los sentidos los que se ponen en juego en un mismo instante. Por más que parezca lo contrario, los recuerdos no están hechos de pequeños retazos de olores o imágenes o sonidos específicos: ellos son los que nos conducen al recuerdo verdadero, siempre vago y confuso, como si nuestra mente, en el tiempo que lleva guardando aquel recuerdo, hubiera decidido emparejarlo y pulirlo, como a un verso. Por eso escribir no es solo lograr consolidar un vínculo fuerte y directo con la memoria, sino también saber codificar y ordenar toda aquella vida real que surge en un lenguaje que se nutre justamente de herramientas ficticias y cambiantes como las palabras. Escribir, donde sea, siempre será difícil: “en un barco como Melville, en una selva como Heminghway, en un pueblito como Faulkner”.


viernes, 6 de enero de 2012

Barrabrava

"Recuerdo una vez que estábamos en el Edelweiss con los de Contorno y en el fondo, había como un corredor muy grande, estaban los surrealistas de Letras y Línea. Estaban haciéndole un homenaje a Girondo, que estaba bastante viejo y estaba completamente borracho. David (Viñas) odiaba a los surrealistas. (...) Estaba un poeta que se llamaba Carlos Pellegrini que era rengo y ése se pelea con David .... "Pero Pellegrini eso que usted escribió, esa poesía, ¿a usted le parece que es buena esa poesía?" (...) "Sí, como no, si yo mismo la escribí, es buena." "No, no, está bien", le dice David, "no se ponga nervioso", Pellegrini le dice: "la nerviosidad es natural en mí."Entonces David le dice: "No, lo que es natural en usted es la renguera". Entonces, el tipo se levantó y se le fue encima. Empezaron a volar las mesas, las sillas y el viejo Girondo no se daba cuenta."

Versión de Carlos Correas