jueves, 28 de noviembre de 2013

Matías Ercole - Déjà Vecú (Revista Magenta - Noviembre de 2013)



Había un viejo amable, muy amable y sensible, que una vez mientras observábamos una imagen en silencio me dijo algo que ahora recuerdo con ciertas veladuras: las imágenes son un modo de permanencia de la historia; son los documentos de los que ya han escrito otras historias con palabras y guardan historias nuevas o repetidas para sus imágenes. Puede ser complaciente esa frase pero hubo algo que en su momento me inquietó: la imagen como documento.

Aquel hombre tenía más de 70 años, había llegado a la Argentina desde un lejano país del este de Europa y añoraba, en su viudez, los abrazos de su mujer. Era lógico, entonces, que le reclamara a las imágenes la misma carga de historias que su propio cuerpo arrastraba. Y en eso consiste al fin y al cabo: en hacerles decir a lo que interpelamos con la vista aquello que nuestros propios cuerpos quieren contar desesperadamente.

Claro que esa sentencia, la de la imagen convertida en documento, puede hoy horrorizar a más de un historiador actualizado o coleccionista despreocupado en momentos en que el arte que se produce actualmente en Buenos está lejos de cargar con la responsabilidad de saberse un documento de su propia historia y más cerca de narrar lo fútil con cinismo, los encantos personales o las interminables mamushkas de la teoría del arte. Pero hay varias excepciones, claro.

Desde el 24 de Octubre hasta el 29 de noviembre la galería Proyecto A expone los últimos trabajos de Matías Ercole bajo el título de “Déjà Vecú”. Es asombroso pasar por ahí ahora y ver cómo las paredes que antes vestían colores y formas asimétricamente desplegadas parecen haberse callado ante la presencia de la monocromía de Ercole.

Es justamente esta monocromía la que mejor hace destacar las particularidades de la obra de Ercole, y quizás la misma que más confusiones puede crear sobre el trayecto que viene haciendo su obra en los últimos años.

En una rápida ojeada las obras que esta vez presenta pueden parecer dibujos a lápiz de algún paisaje lúgubre e imaginado o la escenificación casi maniática (lo digo por la prolijidad y el detalle) de algún sentimiento abstracto indefinible: plantas que posan en soledad y son absorbidas por la negra oscuridad del fondo, rocas como estalactitas que se paran gigantescas sobre un suelo desolado, o vistas de bosques interminablemente ambiguos.

Oscuridad, desolación y ambigüedad podrían ser palabras que también definan a gran parte de las obras del Romanticismo. Eso fue, sin dudas, lo que las ha caracterizado durante parte del siglo XVIII y XIX. Pero no es esto solo lo que liga en una primera instancia la obra de Ercole con el Romanticismo.

Si observamos con detenimiento y bien de cerca estas obras encontraremos algo nuevo. El trazo fluido, que parecía lápiz desde lejos, es ahora en realidad la huella más rústica del esgrafiado (Ercole pinta con una pátina de cera primero, luego lo cubre de tinta china negra y recién allí dibuja con un agujas o cuchillas liberando las líneas del color negro). Esto y los bordes hasta donde llega el dibujo, las esquinas o los lados de la obra rústicamente definidos en comparación con las líneas netas de la propia obra, nos hacen pensar en los grabados en plancha de metal que circularon por aquellos años (de hecho los grabados de estudios de paisajes o mismo la fotografía antigua de los primeros ensayos son, en sus propias palabras, sus verdaderas referencias).



En el caso de los paisajes de Ercole encuentro una extraña filiación con las estampas de Carceri d`invenzioni (1745-1761) de Giovanni Piranesi. Entiendo que la relación puede parecer abrupta pero es un ejercicio de memoria visual: la aparente fantasía, los espacios confusos e inaprensibles (Ercole crea los modelos de sus paisajes mediante composiciones de su archivo fotográfico, como en un collage), los valores de línea, las oscuridades de los rincones. Claro que aquí, como dije, lo que motivaba la construcción de estas cárceles era algo distinto. Y es ahí donde hay que comenzar a marcar las diferencias y donde mejor se puede comprender la obra de Ercole.

La nostalgia por la antigüedad perdida y deseosa de recuperarse, la voluntad de producir con esta referencia clásica el caos de esos siglos, y el gusto empalagoso por el melancólico paso del tiempo en las arquitecturas no son algo que esté definitivamente en las obras de Ercole. Sus paisajes, sus rocas suspendidas o las plantas, todas las obras que exhibe en Proyecto A no nacen de la melancolía o la angustia. El color negro que predomina  no debe empujarnos a pensar en eso. En primer lugar porque la misma técnica de Ercole contradice cualquiera de esas lecturas lacrimógenas. Los grabados de Piranesi buscaban desesperadamente los contrastes marcados (algo que acentuó en la segunda edición de sus Carceri) y una tortuosa transición hacia los pequeños espacios de luz. Las obras de Ercole en cambio no van hacia el color negro sino que desde el negro van recuperando el color blanco, porque con el esgrafiado quita lenta y pacientemente líneas de negro para descubrir las líneas blancas, donde necesita que la luz invada la perspectiva. “Lo melancólico del blanco y negro es una carga cultural que no siempre se verifica”, me dijo. Por eso esta luz en sus obras no es algo lejano y sufrido sino que es parte de las figuras o se encuentra detrás respaldando los paisajes.

Hace casi cuatro años atrás vi por primera vez uno de estos paisajes de Ercole. Me acerqué con curiosidad a ese plano negro que lentamente iba develando sus figuras y profundidades. A medida que recorría las líneas con los ojos la iluminación de aquel paisaje se despertaba. Hubiera sido fácil rendirse ante la tristeza del color negro y la opresión de la naturaleza desmesurada. Pero algo más que las líneas blancas hizo que aquello fuera imposible. Un adolescente se acercó con su madre a contemplar la obra y sonriendo le dijo: “Mirá mamá, ésta es la obra. El que la hizo tiene 21 años”.

Entendí en ese instante que la obra que estaba mirando había sido hecha por una persona de mi misma edad e inmediatamente la oscuridad desapareció para que mi generación apareciera. Me permití pensar, desde aquel momento, que las obras de Ercole podían ser los futuros documentos de mi generación y de este pedazo de la historia. Incluso él mismo más tarde me diría: “En mis trabajos cuido que el blanco del papel sea luminoso, nuevo, limpio y considero que su contraste con el negro intenso lo conecta con un "blanco y negro" presente, contemporáneo”. Entonces, ¿qué contemporaneidad narrarán a nuestros hijos estos documentos?


                                        


Vuelvo a mirar las plantas que representó Ercole y encuentro entre sus hojas y en el fondo algunos detalles amenazadores: una pierna de mujer, una mano tendida o unos ojos bien abiertos. Es difícil no pensar en el pintor tucumano Joaquín Linares quien en 1978 desde su provincia produjo una serie de pinturas bajo el título “El jardín de la república” en las que se entremezclaban y confundían las malezas selváticas tucumanas y las puntas de rifles militares, o las piernas de mujeres asesinadas, o los hocicos abiertos de perros violentos. Había que buscarlos entre la exhuberancia de la naturaleza pero allí estaban esos indicios del horror, y estuvieron siempre en realidad, durante los años de la dictadura militar.

En esos años cuando lo que se imaginaba era el propio continente liberado, y cuando los fusiles estaban entre la maleza, las imágenes que produjo la historia fueron a veces grandilocuentes, cotidianas, confusas. Hoy, cuando lo que se vive es el propio territorio (porque es desde acá desde donde se debe empezar a construir) las imágenes de esta historia, las de mi generación, se proyectan hacia los bosques irreconocibles o hacia plantas domésticas flotando en la oscuridad.

Es que la confusión y el caos de las cárceles de Piranesi ya no pueden imaginarse porque la historia les ha quitado ese carácter de delirio; porque alguien logró desgraciadamente llevar a la realidad semejante imaginación. Más de 30 años de democracia y testimonios han narrado toda la perversión que la arquitectura carcelaria creó en esos años de negra dictadura.

Como si enfrentara a los arquitectos del dolor entonces (esos que, en palabras de Mauricio Rosencof, han puesto la sofisticación y la ciencia al servicio del castigo) Matías Ercole toma la decisión correcta: la cárcel ya no existe porque las ha “derrumbado” la memoria, la verdad y la justicia, y hay en su lugar un paisaje abierto y contradictoriamente real, porque los paisajes de Ercole son graves pero suaves y esperanzadores. Y así es como debe enfrentar el futuro nuestra generación.




Quiero que se me entienda: no estoy exigiéndole al arte argentino (si es que eso verdaderamente existe) que se vuelva a cargar las espaldas con el “mantón de martirio”. Pero lo contrario también es erróneo porque el olvido no es una alternativa. Y acá es donde el título de la exhibición cobra verdadera importancia.

“Déjà Vécu” es lo que usualmente confundimos con “deja vú”. El déjà vecú es la sensación de haber experimentado en el pasado algo que se vive verdaderamente en el presente. Es la construcción de una historia pasada que no nos ha atravesado nunca, es recordar algo que es nuevo (aunque suene paradójico). Pero además, el déjà vecú deja de lado lo estrictamente visual y lo comprende en el marco más amplio de las sensaciones del cuerpo. Es la sensación de haber estado ya, de haber sido atravesado por todo aquello con lo que la realidad nos estimula, y no solamente estar viendo (a la distancia, vagamente, sin todo el cuerpo) algo que creemos ya haber visto. Y ese desprendimiento de “lo visual” es lo que lo hace aún más contemporáneo para los nuevos límites de las artes visuales.

Déjà vecú es una extraña mezcla de familiaridad con extrañeza, sobrecogimiento y espanto. Es lo mismo que siente mi generación (no dudo en afirmarlo) con aquel pasado negro de nuestro país: no hemos vivido el horror pero lo sentimos como si fuera propio y perteneciente a la historia presente de nuestro cuerpo. El déjà vecú es un modo de apropiarse de la historia.

De ese modo, exigiéndole a lo visual con ese mismo cuerpo (como había hecho el anciano con su frase) cruzado de realidades históricas recreadas es que el arte contemporáneo debe enfrentarse a la creación.

No hay que creer que el arte contemporáneo ya no se enfrenta a nada, que muertas las bestias atemorizantes en el pasado cercano no hay que moler los huesos que hoy pateamos en nuestros paseos. Lo que se debe hacer acá es crear una alternativa fresca sin la obligación de olvidarnos de todo lo sucedido.

Por eso las obras de Ercole ya no plantean un problema sino directamente una solución. No son más la escenificación del horror o la descripción de la opresión o el exilio. Y claro que tampoco son la manifestación festiva de un jolgorio inexistente o de una libertad democrática de cartulina. Las obras de Ercole no nos muestran la presencia humana porque lo que reclaman sus paisajes es justamente eso: ser transitados. De ahí que encuentre necesario, y casi inevitable hoy, que aquellos enormes paisajes que casi cubren las dos últimas paredes de la galería se proyecten en un futuro, se expandan y tomen los rincones, el piso, los techos. A la espera de esa monocromía estaremos dispuestos a caminar por esos bosques: sin miedo ni sentimientos de venganza o de reconciliación.

Matías Ercole - “Déjà Vecú”

Proyecto A – Arte contemporáneo. Av San Juan 560 (CABA, Argentina)

Desde el 24 de Octubre al 29 de Noviembre de 2013


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