No
basta con decir que esta mujer estuvo en el lugar justo en el momento indicado.
No ha sido el azar el que ubicó a Yayoi Kusama (1929) en el puerto de Nueva
York en 1957, ni mucho menos el que la plantó de lleno en la poblada
superproducción artística que tiñó de creatividad a los años 60. Porque estar
allí era además tener la obligación de crear y destruir en el mismo momento.
Sus
instalaciones plagadas de puntos blancos o de colores, sus videos y sus
esculturas que en parte se verán y experimentarán en la muestra Yayoi Kusama. Obsesión infinita curada
por Philip Larratt-Smith y Frances Morris que el MALBA presenta, no comenzaron
verdaderamente con aquellos primeros dibujos donde llenaba de puntos las
figuras. Por el contrario, todo comenzó con una destrucción, con una acción
aparentemente alejada de todo lo que había aprendido en la escuela de Artes y
Oficios de Kyoto.
Destruir
fue justamente lo que hizo la joven Yayoi con sus obras de juventud luego de la
despedida que el municipio de Matsumoto le hiciera con motivo de su viaje a
Nueva York en 1957. El pequeño municipio del interior de Japón donde había
nacido, a más de 200km de la capital, saludaba la partida de una de sus más
prometedoras y jóvenes artistas, mientras ella comenzaba sin saberlo un camino
de destrucción que potenciaría lentamente con el correr de los años. Destruir
como un modo de acción, accionar como el nuevo arte, hacer arte como un modo de
intervenir en el mundo.
Habían
pasado solamente 3 años desde que los Estados Unidos lanzaron la bomba atómica
en Japón en 1945 cuando Clement Greenberg, el más famoso crítico de arte
estadounidense, dijo que el arte de su país era el más moderno e importante del
mundo, lleno de una soberbia y un autoritarismo hoy conocido y desgastado. Desde
aquel momento París quedó relegada y los artistas norteamericanos comenzaron a
ser cada vez más visibles y protagonistas. Quizás por ello el nombre de Yayoi
Kusuma esté tan ligado al de sus amigos Donald Judd, Mark Rothko o Andy Warhol
quienes además de crear y exponer junto a ella han sido fervientes compradores
y divulgadores de su obra. Entre ellos había, sin dudas, una influencia
recíproca.
Fue
en aquel contexto en que Yayoi comenzaría a convertirse en lo que es hoy: una
fiel representante del arte moderno de los 60 y 70. Un arte donde la pintura ya
casi no existía.
En
sus “Accumulations” (1963) Yayoi comienza a crear sus esculturas con objetos
cotidianos totalmente modificados, cubiertos en cada centímetro de figuras
fálicas hechas en yeso o rellenas de algodón. Dos años después, luego de
recibir la beca Rockefeller, Yayoi vuelve a modificar su apuesta: expande su
obra a toda la sala donde exhibe. Eso hizo en “Infinity room” (1965) al crear un
espacio lleno de espejos donde ubicó distintos objetos: zapatos hechos de
peluche, botes que contienen formas fálicas, cochecitos de bebé intervenidos. A
partir de allí los puntos de colores comenzarían a ser su marca más distintiva y
los happenings el modo más cómodo para expresarse. Como sucedió en
“Self-obliteration” (1966) una performance en que repartió puntos de colores a
los espectadores para que pegaran donde ellos querían, donde ellos creían que
estaba el arte.
Pero
los happenings y las instalaciones de Kusama no fueron sordas al contexto que
la rodeaba y la necesidad de intervenir que tenía su arte se hacía cada vez más
explícita. En 1968 representó una boda homosexual en pleno centro de la ciudad y
en 1969 discutió el conflicto bélico de Vietnam en los mismísimos jardines del
Museo de arte Moderno de Nueva York con su polémica performance “Gran orgía
para despertar a los muertos”. Entre punto y punto Kusama escribía frases
contundentes.
Sin
embargo en 1972 una gran depresión la obliga a abandonar Nueva York, su entorno
y todo lo que había logrado. Vuelve a Japón y se interna voluntariamente en un
hospital psiquiátrico donde, al menos en 2005, aún vivía.
Desde
aquella internación comenzó a escribir novelas y lentamente volvieron a
aparecer los puntos, los objetos, los espacios intervenidos hasta el día de hoy,
que conforman junto a sus anteriores producciones el grupo de 100 obras (1949-2013)
que actualmente se exhiben en Buenos Aires.
Pero
aún con sus parecidos hay un ligero cambio: la misma Kusama que criticaba el
mercado del arte en 1966 es la que hoy diseña carteras para Louis Vuitton. Por
eso es que pensar a Kusama como un ejemplo más del artista loco o simplemente como
una figura de aquellos años 60 es impedirnos ver la otra oportunidad que nos
entrega la exhibición del MALBA: una instancia para observar cómo ha cambiado
el mundo en apenas cuatro décadas y proponernos así volver a modificarlo.
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